Marina Abramovic, Balkan Baroque, 1997
Uttar Pradesh. India. 2005. Al saltar una barda de alambre nos hemos hecho daño en las palmas de las manos. Bajo la intensa lluvia del monzón la sangre, que mana abundantemente, se diluye con rapidez dejando un rastro de memoria, intensamente rojo, que parece hundirse muy abajo y elevarse a la vez en un acorde mudo. La sangre se demora apenas un instante y, sin embargo, ha cavado un surco en algún lugar tan arcano, tan profundo, que tenemos la sensación de adentrarnos en la noche de la especie. Fulguración o satori, ese momento de intensidad pánica, mil veces recordado, adquiere con el tiempo la cualidad de un block maravilloso donde se han ido inscribiendo otras sangres y otros cuerpos. En el seno del documental autobiográfico The artist is present Marina Abramovic dice: “descubrí que el cuerpo era el lienzo y la sangre el color”. La sangre pinta sobre el cuerpo. Reinstaura el grafo originario. No obstante, su sentido permanece velado tras múltiples estratos de palabras.
Siempre nos ha parecido que en cada pieza de un proyecto, en cada imagen, en cada coyuntura que ensambla lo figural a lo lingüístico, hay un río que se abre a la afluencia de tantas aguas que si pudiéramos remontarnos desde ese fenotexto vibrante hasta las últimas raíces donde arraiga el genotexto, en un lapso de tiempo lo bastante grande habríamos cubierto con una red de asociaciones la topología de todo lo que existe.
Julia Kristeva distinguió con razón entre genotexto y fenotexto, estructura significada y productividad significante, para poner de relieve la apertura de la obra, aparentemente atrapada en sus límites formales, a una vertical de engendramiento en la que estaría inscrito un proceso de significancia que rebasa con mucho las fronteras de un momento, de una subjetividad o de una biografía. Y es en el espesor de esa vertical donde creemos que la sangre vertida por tantas artistas del cuerpo desde los años sesenta alcanza a revelar sus aspectos más profundos. Inmanencia del sujeto histórico postmetafísico, del estar y del ahora, yo sangro ahora, que, sin embargo, atrapa en su destello la entera historia de las mujeres.
Los años sesenta son una época de cristalización particularmente intensa. Si la primera guerra mundial había asestado un duro golpe a los metarrelatos de la Razón ilustrada y obtenido en la primeras vanguardias una respuesta irracionalista que abogaba por la transvaloración de todos los valores, empezando por el concepto de arte y sus fetiches sagrados, los horrores de Holocausto arrojaron una nueva sombra sobre el decurso de una historia definitivamente en entredicho, generando toda suerte de contragolpes subversivos. El auge del existencialismo, la contracultura, el feminismo, la revolución sexual, el ecologismo o el pacifismo naif del movimiento hippie son otras tantas reacciones a los horrores de la guerra, a la violencia impuesta por las máquinas de poder, a la devastación de los entornos naturales y a la vacua anonimia de las sociedades de consumo, elementos, todos ellos, conjurados en torno a un orden simbólico andrologocéntrico que mayo del 68 haría fraguar en la imagen de los adoquines urbanos bajo los que hay que rescatar la playa subyacente. Sous les pavés, la plage.
Para entones, la música había alcanzado su punto máximo de tensión en el silencio, la obra plástica en su desmaterialización, el cuerpo representado en la emergencia de un cuerpo real que pulveriza las narrativas que lo ahorman y se presenta desnudo, oponiendo la sangre, fresca, fluyente, como un grafema primario que limpia y resignifica el verbum patriarcal y libera la piel, particularmente la piel de las mujeres, para la materialidad de un territorio que reclama su propia práctica significante. Ellas (nosotras), que habíamos sido concebidas y narradas como mater/materia (románticamente idealizada o relegada a la abyección, según el tenor del contexto), se mostraban ahora en su naturaleza carnal y presentaban la piel desnuda como un complejo fenotexto que recogía en sí largos siglos de dominación y de silencio.
En su libro Meat joy, Carolee Schneemann (USA, 1939), pionera del arte corporal, señalaba el carácter rupturista y fundacional de su obra Eye body: 36 transformative actions (New York, 1963), y reivindicaba el cuerpo femenino como material artístico conformado y firmado por la propia autora, que violentaba, así, “las líneas territoriales de poder por las que las mujeres eran admitidas en el Club Artístico de los Sementales”.
En Escalade non-anesthesiée, en 1971, Gina Pane (Francia, 1939) convierte una escalera tapizada de cuchillas de afeitar en su particular metáfora de la reapropiación de un cuerpo alienado al que, remedando la subida al Gólgota y el sacrificio de la comunión, la artista alude en primera persona del singular: “mi cuerpo, mi carne”. Ese mismo año, en una acción certeramente titulada Eros/ion, Valie Export (Austria, 1940) rodó desnuda sobre un plano de cristales rotos. Un montón de trozos de transparencia fragmentada, discontinua, se internan en el cuerpo de la artista y operan como disrupciones de la presunta neutralidad de la mirada hegemónica, que se ve obligada a volver sobre sus rutinas y a indagar en el cuerpo femenino como un territorio que reclama sus propias marcas y que visualiza sin falsos pudores la toma de relevo en las maquinarias de gestión simbólica. Un año después, en Le lait chaud, en París, una Gina Pane sobria, concentrada, completamente vestida de blanco, articula una de sus acciones más cruentas en torno al leitmotiv “el blanco no existe”. Provista de una cuchilla, la artista se practica numerosas incisiones en la espalda. La acción llega a su acmé cuando se corta las mejillas. Derribaba, así, el último bastión del narcisismo femenino: la integridad estética del rostro. Sobre el mitema del imposible folio en blanco, la acción presentaba la contrafigura vacía del palimpsesto de la cultura occidental y borraba su rastro con un flamante grafo de sangre de mujer. Deconstrucción y reconstrucción abierta a la deriva del porvenir desde la materialidad de un cuerpo en el que sólo el trazo de una violencia estructural parecía iluminar los imposibles perfiles de cualquier esencia. El remanente histórico: el cuerpo biológico, precultural, no hollado aún por la violencia del signo.
Gina Pane, L'Escalade non anesthésiée (Détail), 1971
Las performances de Ana Mendieta (Cuba, 1948) a lo largo del mismo año confieren a este retorno un regusto animista y sacrificial. Inspirada en las ceremonias de purificación de la santería cubana, en Untitled (Chicken piece), la artista sostiene con las manos un gallo recién degollado. El animal agoniza, batiendo enérgicamente las alas muy cerca del vientre y el sexo de Mendieta y desatando una multiplicidad de sentidos que van desde la blancura inerme del macho, simbólicamente mudo, castrado y pendiente de las manos de una mujer, hasta la sangre que riega abundantemente un cuerpo femenino mil veces ultrajado por la Ley. En palabras de la propia Mendieta, “Mi arte es la forma en que restablezco los lazos que me unen al universo […]. Me convierto en una extensión de la naturaleza y la naturaleza en una extensión de mi propio cuerpo. Este acto obsesivo de reafirmar mis lazos con la tierra es, en realidad, una reactivación de creencias primigenias, una fuerza femenina omnipresente […], es una manifestación de mi sed de ser”.
Ana Mendieta, Untitled (Self portrait with Blood), 1973
La sed de ser de las mujeres seguiría escribiendo con sangre el alfabeto perdido de una feminidad robada. Si el género epistolar había sido a lo largo de los siglos el reducto de una escritura femenina confinada en lo privado, lettre en souffrance, hurtada, eternamente suspensa o diferida, la carta del arte corporal femenino, lienzo y folio en blanco, hablaba de sí sin otra autoridad que la de una gesto augural que intentaba repristinar las formas y las conciencias.
En 1974, en Rythm 0, Marina Abramovic (Yugoslavia, 1946) llevaba un punto más allá la Cut piece de Yoko Ono (1963) y facilitaba al público asistente el acceso incondicional a su cuerpo: “En la mesa hay setenta y dos utensilios que pueden usarse sobre mí como se quiera. Yo soy el objeto”. La explicitud de la performance, que concluyó por iniciativa de los asistentes ante la visión, incomparablemente reveladora, de una Abramovic semidesnuda y sangrante, convenció a la artista de que se encontraba ante el capítulo final de sus investigaciones en torno a su propio cuerpo. No fue así, sin embargo. Su carrera continuó internándose en la investigación de las posibilidades expresivas del mismo y dejando, al paso, escenas tan aceradamente intensas como las que registra la obra Balkan baroque (1997). Pocas imágenes del arte corporal femenino han conseguido una plasticidad tan dolorosamente deslumbrante como esa pietá laica en la que Abramovic limpia huesos sobre su regazo, literalmente elevada sobre una montaña de violencia y de cadáveres inocentes.
Lejos de haber abierto un hiato en las prácticas de resistencia ideológica que, desde los primeros sesenta, han otorgado cuerpo de naturaleza a la liberación de las mujeres, han sido muy numerosas las artistas que han seguido sellando con sangre nuestras demandas de un nuevo pacto social. La historia de la igualdad sigue sangrando por la brecha abierta a lo largo de una travesía milenaria que hoy, como ayer, abre su genotexto a la revelación vibrante de otras sangres y otros cuerpos. Millones de mujeres de todo el mundo continuamos escribiendo con sangre. Inventando el grafema y el temblor genesíaco de una lengua que es soma, que rezuma y duele y es color y tejido de un sueño tan largo como nuestra historia.
Rehenes de una inscripción lingüística sin retorno, las bodiartistas han continuado y continuarán presentando su cuerpo, singular, único, muy a menudo más allá de géneros y binarismos reduccionistas, como un vibrante territorio de descolonización cultural. Cuerpo interrogante, vulnerable, herido. Cuerpo denuncia, manifiesto, contrahorma, desorden. Cuerpo que se entrega al estertor primigenio de un caos liminar donde lo femenino se niega a ser apresado en la cuadrículas del canon. Cuerpo postmetafísico, antiontológico, abierto al devenir de una identidad incierta.
Cuerpo que vuelve la mirada sobre sí y busca su propia imagen en los fragmentos de un espejo roto.
© alonso y marful