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© alonso y marful, opus nigrum, 2014 (in progress)

5 minutos de silencio

INSTRUCCIONES PARA LEER ESTA ENTRADA: guarde silencio durante 5 minutos. La escucha atenta le descubrirá que el silencio no existe y que, detrás del silencio, se oculta la procelosa y sublime sinfonía de un mundo músico.  Relájese y piense. A continuación, proceda a incluir los ruidos que se producen en su entorno entre las múltiples acepciones de la palabra “música”.


































(john cage)

Satie era un genio irreverente. Pianista de cabaret, dibujante de edificios imaginarios, coleccionista de paraguas, autor de piezas humorísticas para piano y de risueñas paradojas como las Memorias de un amnésico, su vida es una sucesión de actos de libertad que prefiguran el drástico borrón y cuenta nueva que, de la mano de Dada, daría un giro de ciento ochenta grados a la historia del arte. Cuando, en 1919, Satie conoce a Tristan Tzara y al puñado de iluminados que, encabezados por Marcel Duchamp, Francis Picabia, Man Ray o André Breton, amenizaban con sus soirées las calles y los locales  parisinos, ya ha rebasado el medio siglo, no obstante la madurez no había desgastado en él la hilarante lucidez con la que había amenizado sus piezas musicales,  salpicadas de instrucciones que, como en el caso de su Danse cuiraseé, indican al coreógrafo que mientras “la primera fila no se mueve” y “la segunda fila se queda quieta, los bailarines reciben un sablazo que les divide en dos la cabeza”.

Instrucciones escritas a beneficio de inventario, poco imaginaba el autor de las gimnopedias que, cuarenta años después, un antimúsico zen como John Cage habría de ejecutar, al pie de la letra, alguna de sus locas sugerencias. Corría el año 1963 cuando, respondiendo a los dictados de Satie, Cage decide afrontar la que bien podría considerarse como la primera performance de la historia, al interpretar 840  veces la pieza Vexations, un breve y aburrido puñado de compases que apenas ocupaba tres líneas. Entre los doce ejecutantes de la pieza se encontraba John Cale, cofundador de la Velvet Underground que amenizó con sus chirridos la factoría de Andy Warhol. Una de las lecciones de aquella ceremonia maratoniana consistía en apreciar la diferencia entre cada una de las 840 interpretaciones. Las aguas del río de Heráclito estaban en constante movimiento. No existía el facsímil perfecto. La noción de identidad se desvanecía en menudos diferenciales cuya singularidad parecía conferirles un resplandor metafísico.

Para entonces, John Cage ya era quien habría de ser y sus sesudos devaneos alrededor del silencio habían dado una vuelta al tópico de lo inefable. Dejando atrás las batallas del arte, tal como se había conocido hasta entonces, por hacer visible lo invisible, Cage animaba a su público a dar un paso atrás y a apreciar los infinitos sonidos que, al emanar de una realidad contemplada en una suerte de epojé fenomenológica, revelaban una variedad y riqueza  tan preñada de luces y de sentidos  como la más sublime de las sinfonías. Resucitaba, así, el gesto disolutorio de las vanguardias al descargar el martillo sobre las convenciones estéticas binarias que habían separado la música de lo que hasta entonces no lo había sido.

Las teorías de John Cage eran algo más que una bufonada. Eran el fruto seguro de una inmersión en el budismo que, hoy como ayer, nos invita a recobrar la pureza de la mirada,  a fijar la atención en el presente y a pararnos, eventualmente por primera vez, en el  esplendor magallánico de sus manifestaciones. Cage admiraba a Duchamp y proclamaba, como él,  la necesidad de resetear los programas cognitivos que habían educado la sensibilidad en una separación estricta entre el arte y la vida. El arte estaba en la vida. La vida era arte. El camino para todos los movimientos de sesgo conceptual estaba abierto y abierta, por lo tanto, la enorme brecha por la que habrían de colarse los aciertos y las boutades, los originales y las réplicas que en el día de hoy siguen llenando abundantemente los museos y las galerías.























(merce cunningham)

En 1948 Cage había hecho piña con Merce Cunnighan y, muerto Dada, y convertido el surrealismo en un cadáver exquisito, era el momento propicio para dar otra vuelta de tuerca a las marchitas convenciones del canon: una música sin armonía, con el clavijero del piano entorpecido por objetos metálicos y pedacitos de cuero y un baile sin argumento ni sintaxis.  Y, por supuesto, ni la menor relación entre la partitura y el movimiento. Ruidos y reacciones corporales producidas al albur del momento formaban parte del espectáculo. La paradoja entre la vida y el arte se había desvanecido entre los fosfenos de una razón estética trasnochada. Después de Autswitz, diría Adorno, un nuevo imperativo categórico emergía, como un mandato moral, de la conciencia ensangrentada: del  Holocausto en adelante el horizonte de la poesía aparecería como nublado por un negro pesimismo ontológico. La poesía ya no podía ser la misma.

A la altura de 1952, la composición de la pieza 4:33, en la que no había escrita ni una sola nota, fue el punto de cristalización del ideario de Cage, que, entretanto, había trabado amistad con Rauschenberg y Jaspers Johns. Ambos pintores, cada uno a su manera, daban un golpe de gracia al expresionismo de Pollock, recuperaban la herencia de Duchamp y empezaban a incorporar a sus lienzos todo tipo de objetos, introduciendo en la pintura el espesor matérico de la vida. El lugar de encuentro fue el  Black Mountain College, en Carolina del Norte, templo de la experimentación en el que se gestaron buena parte de las ideas que aún riegan profusamente las anquilosados arterias del universo artístico. Durante el verano de ese mismo año, Cage no sólo estrenó sus cuatro minutos y medio de silencio, sino que aprovechó la calurosa acogida del Mountain para organizar un batiburrillo de actuaciones simultáneas que llevaba por título Theatre Piece Nº 1. Mientras Rauschenberf pichaba discos de Edith Piaf y Merce Cunnnighan “bailaba”, el poeta experimental Charles Olson declamaba sus poemas, David Tudor “tocaba” el piano y el propio Cage disertaba acerca de la relación entre el budismo zen y su singular forma de entender la música. Se había convertido en el instigador del primer happening.  A partir de entonces, sería realmente difícil afianzar un criterio que separase el arte de las incidencias de la vida…

Por fin, la profecía se había consumado: en 1913-14 Duchamp había tirado  tres metros de hilo sobre tres tiras de tela de color azul Prusia y había confeccionado tres reglas de madera siguiendo sus sinuosidades. Un metro lineal había dejado de ser una medida científica vinculante para convertirse en una magnitud azarosa. El reinado del azar, que había inspirado el proyecto filosófico de John Cage,  alcanzaría, con el tiempo, a la indecisión cuántica en que habría de desenvolverse la ciencia misma. El movimiento acompasado del espacio-tiempo era, a partir de entonces, la única de las verdades a las que insoslayablemente estaría sometido el ser humano, devenido en artista de una poética tan extensa que no sólo incluía el objeto encontrado, sino la mirada que se arroja sobre el objeto, la mirada que mira a quien lo mira, la mirada que interpreta a quien mira mirar el objeto encontrado... El mundo entero es un happening

Libérate y escucha. Respira.

© alonso y marful





dispositivos de resistencia lírica / box of time nº1

Un dispositivo de resistencia es algo que se hace con una intención subversiva o antisistema y que, partiendo de esa base, convoca su inserción en un cierto contexto situacional que lo coloca del lado de la épica del disenso. Desafortunadamente, corren malos tiempos para el pensamiento crítico y nuestros cerebros procesan hora a hora muchas más conminaciones a la felicidad o al mito de la realización personal en píldoras de urgencia que invitaciones a una reflexión detenida y serena. Cada día recibimos millones de partículas de in/de/formación que confluyen en una masa indistinta de discursos simultáneos. En este contexto, resulta irónico que el discurso político haya intentado imponer a nuestras sociedades el irónico apellido “de la Información” o “del Conocimiento”. La sobreinformación de consumo, configurada en función de los intereses de los grupos de comunicación y de las expectativas de audiencia, no es más que un somnífero para amortiguar las conciencias. Más que nunca, la visualización del mundo como un entramado de relaciones financieras que se producen a años luz del espacio individual, hace que los horizontes virtuales de producción ideológica y revolucionaria se vean sometidos al efecto adormidera. La política se ha convertido en fumadora pasiva de una economía sin alma a cuyos flujos y reflujos el sujeto parece abandonado, como a los imperativos de una ley irrevocable.

La analgesia política y moral, la soledad, el aislamiento digital en un mundo donde la práctica indistinción entre identidades y avatares funciona como un mecanismo de desrealización psicotizante, no contribuyen a generar escenarios de reanimación a macroescala. Las operaciones de disrupción de la maquinaria se producen, cada vez más, en espacios asociativos e incluso en el discurso individual, que goza, por fortuna, de muchas posibilidades de capilarización y de adhesión de sensibilidades, por más que todos naveguemos en una confusa red de redes.

En este contexto, queremos manifestar nuestro interés en producir dispositivos de resistencia lírica que, desde la soledad de la creación, intentan tender puentes de reflexión y diseñar operaciones de cocreación en malla que nos permitan compartir emociones, sumar subjetividades y, eventualmente, reunir a un conjunto de coautores con el objeto de desarrollar un proyecto colectivo que dé lugar a una lírica expandida. Es el caso del proyecto interactivo Memorial del Agua al que todos estáis convocados.

Los dispositivos de resistencia lírica están diseñados sobre líneas conceptuales muy simples y de escala muy íntima, es decir, que, como el propio acto de enunciación lírica, como el poema, son iconos de la irrelevancia del sujeto y, también, de su propia irrelevancia. Ejecutados en torno a una imagen o a un elemento rector (el agua, el tiempo, la mirada...) buscan el descenso deliberado a ese sustrato antropológico que en el mejor de los casos nos revela y nos hermana. Equivalen a actos de protesta del tipo de los que se producen cotidianamente en la conciencia de aspirar a la calidez del contagio, a la conversación desnuda o al abrazo desprovisto de palabras. Se oponen, nos oponemos, a la hipnosis inducida por la retórica política, a todos los rostros y las máscaras de la desigualdad, a la estandarización de las identidades según modelos de homologación mediática, a la analgesia moral y a la desintegración paulatina de los horizontes de producción del discurso revolucionario, a la nueva teología del capital, a las rutinas alienantes del meritaje profesional y el sub/des/empleo, a la muerte del espíritu cualquiera que sea la acepción que se otorgue a la palabra, a la tiranía de la muerte… Somos físicas. Somos metafísicas.

¿Quién ha dicho que la guerrilla no pueda ser melancólica? Hoy os presentamos uno de los dispositivos de resistencia lírica de la serie Boxes of Time. Cada box contiene 15 minutos y 1 metáfora. Toda metáfora es una revelación.



Box of Time nº 1
Atardecer del 12 de enero de 2012
Coordenadas geográficas: 39º 45´ 49" N  3º 9´ 13" E

Box of time nº 1 es un plano secuencia grabado con un iphone4. Una mujer hace un pozo para recoger el agua del mar. Lleva en la mano una ampolla de vidrio con dos orificios. La recogida del agua se realiza por el orificio superior y su vertido por el inferior durante una serie de veces virtualmente interminable. De manera aparentemente fortuita, en cierto momento la luna parece entrar en la ampolla. Ese instante de iluminación únicamente es visible para quien la mira. Ella se entrega sumisa a la circularidad del rito mientras cae la noche.

© alonso y marful

la partícula de Dios y el niño que bebió agua de brújula


















(de la serie metáforas del centro © alonso y marful)

1.  La partícula de Dios. Me paro en el oxímoron. Esta frase que reúne las dos infinitudes y que parece brillar sobre la sábana en calma del océano, como si un calígrafo descomunal, demiúrgico, anotara en el agua los signos de un misterio. Quedan atrás las saturnales navideñas y nos parece que Roma ha vuelto a rodearnos, con las torpes piruetas de un sol invicto que renace sin fe en los menguados ajuares del pensionista. La isla se mueve, aunque no lo parezca. Rota y se traslada y, cada uno en su escala, nos recuerda ese bosón de Higgs en cuya búsqueda intentamos repetir ese instante augural en que Dios hizo existir la masa y la gravedad. Lo que somos. La gravedad que impone esta torpe materia.

Hace unos años, Oriana Fallaci se quejaba de que tendamos a imaginarnos a Dios como un ser antropomórfico y, más concretamente, como un señor de barba. Y proponía imaginarlo como una chica guapa. A nosotras las anatomías metafísicas nos parecen otra contradicción en los términos y, si acaso, y siempre con la debida prudencia, nos habría gustado acercarnos a esas manos de sombra iluminada que pusieron en marcha el baile de los astros. Hoy está prohibido preguntarse por qué. Hoy nos colgamos del frontispicio que Antonio Gamoneda ha escrito para ese libro tan bello de Julio Mas Alcaraz, El niño que bebió agua de brújula. Dice Gamoneda que
“no puede morir quien no ha nacido.
Posiblemente
esta sería la forma  más perfecta de inexistencia, pero dicen
que sí, que hemos nacido, y que accidentalmente permanecemos
un tiempo ejercitándonos en el vértigo y el llanto
para nada. Para nada. Esto está claro ya que nuestra finalidad no
es otra que morir, pero permanecemos, obstinadamente
permanecemos sin sentido ni causa
rodeados de combustibles verdes y de minerales silenciosos.”


















(de la serie metáforas del centro © alonso y marful)

2. El silencio eterno de los espacios infinitos aterraba a Pascal. Bajo el manto sereno de la tarde, reparamos en cuánto le habría gustado al buen Blaise especular a sus anchas con el bosón de Higgs, más que nada porque es la única pieza que falta para completar el puzzle que nos permitiría acercarnos a lo que pasó en ese instante en que el estallido del Big Bang inició la diáspora inextricable del espacio y el tiempo. Concebir el mundo como una diáspora no está lejos de los modelos cosmológicos actuales, que plantean un universo que se aleja de sí mismo a velocidades inconcebibles, un poco como nosotros, sólo que nosotros nos alejamos de nuestro propio corazón con la perpleja lentitud  de las tortugas.

Hoy hace unas tres semanas que inauguramos nuestra serie "metáforas del centro" y el proyecto evoluciona con nosotras y ahora se convierte en esa pieza de un puzzle que planea sobre una sopa cósmica. Este cuaderno está hecho de mar y de preguntas. Del mar que arrecia y empapa las preguntas y las deja a la orilla, como la dulce broza
que abandona y
llueve
eterna
mente llueve
sobre el Joyce que dejamos abierto en la mesilla,
sobre la cruz de Malta  y sobre el lecho
flamígero del mundo. Y es hermoso,
a ratos es hermoso,
saberse derrotado de antemano.

3. Se nos acumulan los deberes. Los correos sin responder y las cartas que siempre prometemos, las que no se escriben nunca, las que se amasan con paz en la memoria y tardan nueve meses en llegar a destino y son igual que un parto de flores diferidas. Hoy le escribimos a un buen amigo. Uno de aquellos que decidió que ser artista era más fácil fuera, aunque a nosotras no nos conste que el exilio haga de nosotros mejores escritores, plásticos más profundos, pensadores más acerbos de este nudo gordiano de la God Particle, amantes más sutiles de esa forma que asedia o que redime la materia.

Paseando por el barrio de Son Bauló, en otro tiempo un arrabal deprimido, pensamos en esta falsa paz social que se emborracha en las tabernas, en nuestros sobrinos, que, antes de ser mocosos, son nihilistas, y en que, como en el Eclesiastés, hubo un tiempo para Dadá y un tiempo para hacer el pijo. Provocar era bello y era útil cuando Tristan Tzara llevaba en la mochila la Primera Guerra Mundial y el corazón de un niño que había bebido agua de rebeldía y estaba deseoso de partirle la cara al canon. Luego nacieron fuentes de los urinarios y le creció un mostacho a la Gioconda y el arte se rió de sí mismo hasta que corrió a refugiarse en los mismos museos que repudiaba, un poco histerizando el aliño y un poco con la gana, legítima, de cambiarlo todo.

Nosotras somos parte de esa fuerza que no lo cambiará todo. Pero siempre nos quedará el agua de las brújulas para encontrar la forma de cambiar de Norte. ¿Recordáis la Ley de Ohm? La intensidad de la corriente que
NO va a atravesarnos es igual al voltaje partido por la
RESISTENCIA                                                                                                                             

 © alonso y marful

(de la serie metáforas del centro © alonso y marful)