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© alonso y marful, opus nigrum, 2014 (in progress)

la vida secreta de una artista 16 / arte de morir, arte de renacer

                                                                                                     "¿Quieres que encienda yo la luz?"
                                                                                                     Crisótemis-Yannis Ritsos

Decía Ernesto Sábato que, "el rostro, como el arte, es una epifanía". Y, ¿qué no lo es?, se nos ocurrre. Paseamos al borde del río, sumido en el temblor de su propio viaje, y miramos nuestros pasos, que se estampan sobre la hierba dejando atrás la humilde epifanía de los diversos hundimientos que jalonan toda vida. Vemos el perejil de las riberas, que ha perdido la prestancia y el verdor del verano, y retiramos del agua las cañas putrefactas que la primavera traerá de regreso siguiendo el círculo imperioso de una Naturaleza que huye reiterando sus motivos. Si la esfera fue para los filósofos la forma perfecta es porque es el símbolo de todo aquello que vuela sobre un fondo pétreo, como si cada impronta que dejamos sobre el inmenso abanico de la vida no fuera más que la rúbrica de una secreta igualdad.

El pasado domingo, 22 de septiembre, entrábamos oficialmente en el equinoccio otoñal. Empezábamos, así, nuestro personal descenso a aquello a lo que Wallace Stevens, maestro de la paradoja,  llamó “las auroras del otoño”. Siempre hemos pensado que las estaciones oscuras, también las del alma, son ritos iniciáticos que nos enseñan a interpretar la caricia del sol desde el abismo de su propia extinción. Bajar. El arte de perder y el de bajar, como decía Elisabeth Bishop, se dominan fácilmente. Lo complicado es aprovechar ese descenso para aprender a subir  transustanciados en otros, igual que la primavera aprovecha el repliegue de la savia para reinventarse y renacer. 

El descenso ad ínferos de la propia individualidad forma parte de una compleja genealogía de mitos. Desposado con Gea, la madre Tierra, Urano, el cielo, esconde a una parte de su descendencia en el vientre de su mujer, el Tártaro, de donde son rescatados por la intervención de Cronos. Presa de la compulsión de repetición, que gobierna, por igual, estaciones y psiquismos, el propio Cronos, desposado con  Rea, devorará más tarde a sus propios hijos, entre ellos a Démeter, diosa de la agricultura y custodia de las estaciones. Será preciso que Rea engañe a su esposo para criar a Zeus, que obligará a su padre a regurgitar a su infortunada descendencia. Perséfone,  hija de Zeus y Démeter y diosa de la muerte,  se ve obligada a volver cada otoño al mundo subterráneo. Según el himno homérico, la hija de Démeter se encontraba jugando en un jardín cercano a Eleusis cuando, prendado de ella, el rey de inframundo, Hades, la arrastró hacia su reino y la convirtió en su esposa. Démeter acude a Zeus y le advierte que, incapacitada por la angustia para realizar sus tareas, no puede impedir que el sol decline, los árboles se desnuden y las flores se marchiten. Zeus accede a solicitar el rescate a condición de que Perséfone no pruebe del fruto de la muerte. Pero, ¿quién de nosotros no ha probado del fruto de la muerte? Para entonces, el rey del inframundo ha ofrecido a Perséfone doce semillas de granada y, urgida por el hambre, la joven ha ingerido la mitad. Deja, así, establecido, el ritmo de un descenso que se repite en los calendarios, igual que cada uno de nosotros se reitera en sus descensos a ese personal inframundo donde centellea, más honda, la luz de la conciencia. En lo futuro, Perséfone deberá permanecer en el Hades durante el otoño y el invierno y podrá regresar, cada primavera, al abrazo de Démeter, que exultante por el regreso de su hija, insuflará un nuevo vigor a la naturaleza desolada.
Las interpretaciones psicologistas de las sagas míticas nos enseñan que este cuadro de personajes que se relevan son representantes de nuestros actores internos, tratándose, en los tres casos, de variaciones sobre una dramaturgia íntima que expresa el descenso iniciático del psiquismo a los infiernos del inconsciente. Ennui, spleen, melancolía, emociones tan septembrinas y tan rematadamente artísticas, nos remiten a ese intrincado descendimiento que  llevará al artista a conquistar su individualidad creadora. El Dios romano Saturno, heredero de Cronos bajo cuya égida se colocan a un tiempo la depresión y el Arte, se identificó desde el principio con todo un cortejo de sombríos atributos que han ido cambiando con los siglos. Un grabado del siglo XV atribuido al orfebre florentino Maso Finiguerra, lo describe como “melancólico y oscuro (...). Ama la agricultura. Tiene de los metales el plomo, de los humores la melancolía, de las edades la vejez, de las estaciones el otoño.”  Bajo el signo de Saturno, tal como apuntan Klibanky, Panofsky y Saxl en su extraordinario estudio de la Melancolía I de Durero (1), están, o estamos, todos aquellos que, de forma más continua o incidental, hemos navegado por ese océano interior en cuya gélida latitud la razón encalla contra sus propios abismos. Basta con mirar el rostro de la melancolía, que se apoya, desfallecido, sobre el puño cerrado, para recordar mil y una citas en las que esa muerte interior reaparece, siglo tras siglo, llevando tras de sí la cohorte de síntomas que, revestidos por los códigos culturales de cada época, vuelven a nombrar la acedía saturnina que es propia de la vita speculativa, es decir, de un punto de inflexión y reflexión donde, quien más quien menos, ha visto de cerca los bífidos fulgores del “rayo de tiniebla”. Y basta mirar al niño que juega, inconsciente, a sus espaldas, para darse cuenta de que, como aclara Panofsky, "si todavía no es capaz de tristeza es porque no alcanzado la estatura humana”.
Para encontrarse con la Belleza, como nos recuerda Platón en el Fedón, es preciso traspasar las puertas de la muerte.  En su obra Problemata, Aristóteles habla de la melancolía como afección propia de los espíritus profundos, e incluye en la nómina al propio Platón, a Sócrates y a Empédocles, siendo de suponer que Heráclito, el oscuro, no andaba a la zaga.
A veces nos preguntamos qué seria de nuestra cultura, que ha medicalizado los humores naturales y sojuzgado a los perros negros de Perséfone hasta aturdirlos con sustancias psicotrópicas, si se educara al depresivo en el rendimiento de la tristeza y, a ser posible, en su rostro bifronte. Para Charles Baudelaire todo lo Bello lleva consigo “una idea de melancolía, de laxitud…, pero, al mismo tiempo, un ardor, un deseo de vivir” (2). Para Thomas Mann el artista no es sino “un mediador entre la muerte y la vida” (3).
Dejarse llevar en la nietzscheana danza del devenir y de la Naturaleza. Bajar y subir no son manifestaciones de otra enfermedad que la de la existencia, que sólo con la muerte deja de registrar picos y valles en la pantalla de un metafórico electroencefalograma. Hamlet, melancólico arquetipo de un descenso irresuelto a los sótanos de la vida interior, sostiene en sus manos la verdad última: el cráneo de Yorick. Muy bien, ya lo sabemos. La vida, finalmente, no debería ser otra cosa que un ars moriendi que supiera extraer de cada instante la lección y la alegría posible y montarlas sobre el tapiz, proteiforme, de una identidad que cambia y  se rehace dentro de sus  propios  límites,  pero también –ah, la humildad, nuestra virtud favorita- más allá de sí misma. Igual que cada otoño regresa en otro otoño y cada primavera en una primavera renovada.
Algo así nos propone Ana Mendieta en alguna de las intervenciones más intensas de su serie de siluetas. Pensamos en aquella en la que la artista siembra hierba con fertilizantes sobre la huella de su cuerpo y la fotografía más tarde, sugiriendo la resurrección del cadáver íntimo en una vigorosa y tenaz eflorescencia. O en aquella otra en que, en torno a la huella de su cuerpo, muy a menudo tumbado sobre el vientre de la tierra madre, hace crecer un rectángulo de hierba. Muerte y renacimiento. Las semillas de Perséfone repartidas entre el descenso al Hades del otoño y la pujanza alegre de la primavera.



Ana Mendieta, Untitled (Silueta Series, Iowa) / Sin título (Serie Siluetas, Iowa), 1977




Ana Mendieta, Untitled, (Silueta Series, Iowa) / Sin título (Serie Siluetas, Iowa), 1978
Algo así, también, nos propone Jeff Wall en su obra La sepultura inundada. Ejecutada entre los años 1998 y 2000, la obra tiene como escenario un cementerio en el que el artista cavó una tumba e hizo fotografías de plano abierto. A continuación, hizo un molde del agujero y depositó en él un ecosistema marino gloriosamente vivo. La recomposición digital de las tomas hace que podamos contemplar la imagen resultante como una alegoría de la vida que entraña toda muerte.














Jeff Wall, The flooded Grave / La tumba inundada, 1998-2000
Y algo así, finalmente, ha hecho Giuseppe Penone en muchas de sus obras, las más representantivas de las cuales, a este propósito, son dos de nuestras favoritas. La primera,  esa mano de bronce que, en Alpes marítimos, no consigue detener el crecimiento del árbol, que resiste el asedio acogiendo el obstáculo e integrándolo en su estructura. La segunda, esa promesa de árbol que anida dentro de un tronco seco en La vida interior oculta.

Giuseppe Penone, Alpe maritime / Alpes marítimos, 1968


Giuseppe Penone, The hidden life within / La vida interior oculta, 2008
Dejamos, pues, a nuestros lectores en las cavilaciones propias de su noble y personal melancolía. No sin antes recordar que, en su discurso Sobre la dignidad del hombre (hoy habría sumado a las mujeres), Pico de la Mirandola da un nuevo y definitivo golpe de claridad a la historia de este concepto asociándolo a la aventura de autoconocimiento que hará de cada uno de nosotros un artista de su propia existencia. “En cuanto libre y honrado hacedor y configurador, habrás de modelarte a ti mismo en la forma que desees. Puedes degradarte a bestia inferior o transformarte en lo superior, en lo divino, como tú quieras.”
El menú está servido. Es tiempo de seguir el descenso de la savia.  De hundirse dulcemente en las cavernas del sentido y de extraer, como Perséfone, el zumo mortal de las granadas. Tiempo de ahondar. De sumirse despacio en las profundidades del otoño.
De descubrir, con Wallace, su puñado de auroras.
Buen viaje, amigos. Y, si Natura lo tiene a bien, que nuestros lectores y nosotras mismas vivamos para contarlo.

© alonso y marful
NOTAS:
1. Cfr. R. Klibansky, E. Panosfsky y F. Saxl, Saturno y la melancolía, Alianza Forma, Madrid, 1991.
2. Cfr. Baudelaire, Ch., “14. Cohetes. Sugestiones”, en Mi corazón al desnudo y otros papeles íntimos, Madrid, Visor, 1995, p. 26.
3. Cfr. Carlota en Weimar, Obras completas, Plaza & Janés, Barcelona, 1995, p. 1294.

2 comentarios:

  1. Extraordinario texto Inés que comparto plenamente. El Otoño siempre ha sido mi estación favorita, quizá porque he tenido desde muy joven la idea de la presencia activa de la Muerte en la Vida y su dulce -o atroz, según se mire- emparejamiento. La Naturaleza es en sí uno de los libros de sabiduría más profundos, si se sabe mirar, que existen. Gracias por esta bella reflexión y compartirla. Muchos besos.

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  2. Inés, tu palabra es una luz expectante sobre las cosas, alrededor de la sombra de las cosas también, en cualquier estación del año. Amiga, qué privilegio es ser honrado con tu amistad.

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