A veces ponemos la radio con la intención de que nos ayude a dormir y conseguimos justamente lo contrario. Me sucedió esta noche. Intentaba evitar darles la vuelta a los asuntos que me habían ocupado durante el día y se me ocurrió que, en lugar de recitar un mantra y dejarme arrullar en su benéfica monotonía, iba a encender la radio. Las noches están llenas de náufragos que escriben en las ondas poemas de una belleza dulce y casi sobrehumana. Una belleza que impregna el corazón, pero que nunca encontrará cobijo entre las páginas de otro libro que el del Tiempo, cuyas hojas están hechas de un cáñamo incomprensible donde la luces y las sombras se entrecruzan sin saber que en cada hilo que pasa están tejiendo el manto de la única historia, la de todas las cosas. Y que si tiramos de un nudo en un punto del mapa o de la vida, estaremos tensando el frágil equilibrio en que se apoya otro punto del tiempo o del espacio. Los antiguos tuvieron la intuición de que el mundo estaba hecho de una sola pieza, aunque la cortedad de nuestros sentidos nos invite a experimentar las cosas como entidades separadas.
El caso es que estaba intentando dormir cuando la voz de una anciana se hizo paso entre las sombras con una afirmación de esas que no pocos dudarían en calificar de desatino, pero que era cualquier cosa menos desatinada. La anciana llamaba para decir que las uvas eran una fruta extraterrestre y que basta con comer uvas para sentir en el estómago el silencioso aullido de todo el universo. La locutora la despidió con un saludo mordaz y me dejó soñando con racimos y tiernas bacanales en las que una anciana feliz escuchaba arrobada la música del mundo y escanciaba su vino en labios de un amante.
Me desperté, en fin, con la intención de comprar uvas y, a eso de las siete, me enfundé un vaquero y me fui caminando por la línea del mar hasta el supermercado.
Pensando en la anciana miré el atardecer. La codicia del sol que hundía su moneda en la alcancía de un mar ensangrentado.
Sobre un estante encontré unos racimos de un granate indeciso que me hicieron pensar en un bodegón de Van Gogh y en unos versos de Eliot. “Deja que el río avance en la alcoba del niño, que se lleve las uvas de la mesa de otoño.“ Mientras volvía a casa me acordaba de Eliot, del faro de Cabo Ann, en Massachussetts, de la posada de Giddins y de aquel primer rincón donde unos labios rojos me enseñaron a amar el sabor de la muerte.
En estas cavilaciones me hallaba cuando me senté al fin en el pretil del puerto y miré al mar nocturno y luego al cielo de donde, según la anciana, habrían venido un día unas uvas muy parecidas a estas. Y pensé, aún, que hace muchos muchos siglos, nada más y nada menos que veinticinco, Pitágoras y Platón hicieron los cálculos matemáticos que permitieron alumbrar la teoría de un mundo músico. Para ellos, las esferas danzaban emitiendo una fastuosa melodía cuya influencia se dejaba sentir en todos los aspectos de la vida, desde el horror fratricida de una guerra a la emocionada trayectoria de una lágrima. Todo, así pues, era parte de un gran todo y, como ya sabemos, el aleteo de una mariposa en Sebastopol puede desatar un huracán en las Islas Seychelles.
El caso es que los últimos hallazgos de la ciencia parecen haberles dado la razón. La flamante Teoría de Cuerdas sostiene que todas las partículas que componen el mundo, desde los protones y electrones que bailan en el núcleo de los átomos hasta los gravitones, que guían el movimiento de la Vía Láctea, están compuestas por cuerdas cuya vibración produce notas que propagan su resonancia hasta los confines mismos de todo lo que existe.
Un visionario como William Blake nos invita a comprobar lo que sin duda fue el fruto de una experiencia mística:
Para ver un mundo en un grano de arena
y un cielo en una flor silvestre,
sostén el infinito en la palma de tu mano.
Tomé las uvas pues, y sentí el infinito desplegarse en mi mano y un rumor en el fondo del estómago se desató de pronto en un gemido dulce y luego en una música muy suave que parecía venir de arboledas remotas. La anciana tenía razón.
Me despojé de mí y acaso, sólo acaso, por un sólo momento, contemplé el universo reunido en un racimo y supe que eran uno el puñal y la rosa.
© alonso y marful