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© alonso y marful, opus nigrum, 2014 (in progress)

la vida secreta de una artista 18 / teresa matas, tejedora de abismos

Teresa Matas, Éxtasis, 2004.

¿Alguna vez se han sentido empujados hacia algún lugar? Caigo, una vez más, en la presunción de que hay escenarios que nos convocan, que tiran de nosotros y nos atraen hacia si con la ciega determinación del vértigo o del destino. Si la certeza no fuera siempre un desatino, estoy segura de que si estuve en la Bienal de Venecia comisariada, hace un montón de años, por el intempestivo Achile Bonito Oliva, fue obedeciendo a la llamada de un camastro de guerra, desmañadamente cubierto por unas sábanas desplanchadas, donde estaba pintada la palabra “amor”. Sentada en el suelo, junto a la obra de Louise Bourgeois, vi morir, cubierto por los dedos nevados del invierno, el sueño de plenitud de todos los amantes. Y volví a casa. Supe, eso sí, que algo en Venecia, y en Bourgeois, me había convocado a una revelación inexplicable. Vuelvo a sentir eso en la actual exposición de la obra de la artista parisina en La Casa Encendida y, por una razón quiero pensar que no enteramente azarosa, pocos días después, en Marratxi, en el almacén donde guarda la práctica totalidad de su obra Teresa Matas.

Por más que la obra de ambas sea pródiga en el uso de materiales diversos e iconográficamente compleja, a la tapicera Bourgeois, como a Teresa Matas (Tortosa, 1947) sólo podemos imaginarlas en la intimidad de un atelier tapizado de trapos. Bourgeois y Matas son las hijas más geniales que hayamos conocido de esa estirpe de tejedoras prodigiosas que pasa por Aracné y por Penélope y llega hasta la historia del arte contemporáneo empuñando la aguja, el hilo y la tijera como quien construye un dique contra la muerte. La malograda Eva Hesse, Joana Vasconcelos, Josemarie Trockel o Judith Scott son parte de esta saga.
Bourgeois, que nace en París en 1911 y fallece, casi centenaria, en New York, en 2010, atraviesa el siglo veinte como un ramalazo de fuerza que ilumina la desazón del sujeto moderno. La taracea de la memoria, cosida y recosida en un intento de integración imposible de carne y de conciencia, es, sin duda, una de las metáforas más típicamente bourgeoisianas y un rotundo aviso para los navegantes de una postmodernidad destinada a recoger los destrozos de la metafísica y a aceptar la existencia como esta nada fluyente que espejea, hecha añicos, sobre el río del tiempo. Alma disuelta en psicología donde lo “ya no”, tal como nos recuerda Olvido García Valdés en sus cartas, nos obliga a revisitar una y otra vez el pasado en una labor de comprensión y reparación en la que las heridas reclaman una sutura imposible. El trauma, la memoria, son, para acudir a una imagen freudiana, un block maravilloso en el que la escritura del tiempo va apilando planos, uno sobre otro, sobre un fondo fatalmente velado al acceso de la conciencia. Hilar, medir y cortar el tiempo. Ese era el cometido de las parcas en cuyas manos se agitaba, inquieta, la trama del destino. Lo superficial y engañoso de su linealidad es, sin lugar a dudas, uno de los mensajes implícitos que comparten Louise Bourgeois y Teresa Matas.
Compartimos unas horas con Matas, cuyo único hijo varón, Joan Miquel, muere en accidente de tráfico, y la artista nos habla del negro riguroso con que su indumentaria pareció anticiparse al color de la tragedia. Ese mismo color, negación y suma, es uno de los elementos que amalgama y confiere coherencia a una obra que, desde sus inicios en la pintura, avanza con pie seguro sobre una pluralidad de soportes en los que una misma tensión dramática parece romper la materia y ensamblarla en un orden siempre provisional, cosiendo y recosiendo un patchwork que no es otro que el de la identidad humana. Artífice de su propia mitología, Bourgeois se refirió en distintas ocasiones al territorio de la infancia y, muy en particular, al tema de la infidelidad paterna con la institutriz Sadie Gordon Richmond. Mucho más parca en declaraciones que la artista norteamericana, cuya labor de autointerpretación fue exhaustivamente documentada en libros y diarios, Matas declara que su obra parece salir de esa primera “habitación interior” que ocupó entre los cinco y los doce años:
"Era larga y angosta, muy angosta: tenía una pequeña ventana casi rozando el techo que me comunicaba con otra habitación. La cama era de madera oscura y junto a ella había una mesa. Mis pertenencias se completaban con una caja que contenía mi más preciado tesoro. A excepción de la cama, la mesa y la caja, siempre en la estancia, iban y venían los objetos, continuamente convirtiendo el pequeño espacio que poseía en un espacio mágico. Ni siquiera en la oscuridad de la noche sentía temor."
Este pequeño apunte autobiográfico reviste, en Matas, la entidad de una poética. Su vena mística abraza, como un halo, esa espacialidad íntima que encajona a veces su propia figura en cajas, decorados domésticos (que tienen algo de celda y de sala de torturas) y vestidos encolados.

Investidos o revestidos por objetos que “van y vienen”, como en el “espacio mágico” de la habitación infantil, los “claustros” de Matas alcanzan su punto máximo de tensión emocional cuando se encuentran con la tela, cuyas texturas son elegidas, acariciadas y tratadas a lo largo de un proceso de creación en el que el tiempo parece afincarse en las manos de la artista y usarla como médium para articular sus mensajes. Casi literalmente sumergida entre las telas que yacen, cubiertas por sábanas blancas, en el almacén de Marratxi, asisto, de hecho, a una rara suerte de epifanía del tiempo: estratos que se amontonan, a un tiempo bio y geomórficos, y que la artista levanta con prisa y sin ceremonia, como temiendo agobiar a la visita. La visita, sin embargo, siente que en ese espesor de hilaturas y tejidos está contenida una historia que tanto puede ser la de la existencia individual como la de la especie o la del planeta.

La escena, de apariencia cotidiana, adquiere la entidad de un rito iniciático. Parece verosímil que, durante los misterios eleusinos, el iniciado tuviera que tomar de un cesto, entre otros objetos, una representación de los órganos sexuales masculinos y otra de los femeninos, y la visita piensa que si Bourgeois los toma directamente, alumbrando una iconografía carnalmente explícita, en Matas el misterio de la sexualidad parece enconar sus velos y mostrarnos que el tiempo de la infancia, el de las experiencias fundacionales, estará hurtado siempre a nuestra vista. Si Bourgeois repite, a su manera única, los pasos del iniciado, que pasa del estado de mistes, “hombre con velo”, a epoptes, “hombre que ha visto”, en Matas, definitivamente única, las veladuras se enconan en una reiteración simbólica que parece decirnos que nunca conseguiremos alcanzar, tras su barroca indumentaria, el sentido último de la identidad humana y del lugar que ocupa en el universo. Opacidad asfixiante que nos remite tanto a la constitución retórica de la realidad propia del giro lingüistico de la filosofía contemporánea como a la ceguera que tupe eso que Bordieu llamó habitus de la "conciencia objetivante": un tapiz sobre otro, vestido sobre vestido, tejido-texto sobre tejido-texto, máscara sobre máscara. Pues la naturaleza, como dijo Heráclito, “ama ocultarse”. 

Teresa Matas, serie Mirall buit, 1994.

Teresa Matas, serie Mirall buit, 1994.

Teresa Matas, Chill out, instalación, Louis 21" The Gallery", 2012.

Imposible no recordar algunas obras de Matas que hacen uso de esta estratificación simbólica. Pienso, por ejemplo, en las hileras de vestidos colgados. En la performance en la que Matas, situada en el centro de la escena, detrás de un dintel, va cogiendo las camisetas de su hijo y poniéndoles una por una antes de depositarlas del otro lado, donde permanecerán apiladas de nuevo, sin dejarnos otra revelación que el misterio sagrado de una maternidad inexpresable. Y pienso, claro, en esa otra performance, que nos recuerda a Ana Mendieta, en la que la artista planta palos en el suelo para contornear su propia silueta y la rellena luego con piedras que son finalmente revestidas con una tela que los oculta. Peso y grosor de una identidad que huye. Extemporaneidad de la presencia, prófuga involuntaria de sí misma. Siempre debajo o más al fondo, detrás, inalcanzable. Agua que retrocede ante la sed de Tántalo. Y, sin embargo, el espectador que tiene el privilegio de asistir al ritual sabe que no saldrá indemne. Que, aunque no podrá expresar con palabras el misterio, “ha visto” y “sabe” que la ceremonia a la que asiste lo anuda (lo religa) al Todo, o, para decirlo a la manera yunguiana, a un psiquismo transindividual y, en la misma medida, impersonal y universal. Degolladas, sin brazos, las figuras femeninas de Matas están hechas de trapos y rellenas de trapos, pozo y abismo de una máscara infinita que nos constituye y nos golpea como un freudiano après-coup, como un hachazo en la herida que todos compartimos y cuyo prototipo, como Freud sabía bien, es inasible porque pertenece al pozo negro donde habita lo inconsciente. A pesar de las palabras que acompañan la obra de Matas, y que parecen remitirla, como un subrayado irónico, a la ingenuidad del lenguaje, "los hechos", y en particular el hecho estético, recordando a Poincaré, "no habla", y, por el contrario, parece haberse convertido en el escenario de un silencio tan sagrado como asfixiante.

Teresa Matas, serie Absent, 2005. Presentación en Louis 21 "The Gallery" en el seno de la exposición Scissors, 2012.

Teresa Matas, Flors, instalación integrada en la restrospectiva Abriendo cerrando, cerrando abriendo, Casal Solleric, 2007.

Hoy, 14 de noviembre, La Casa Encendida está cerrada. Cerrada, por tanto, la obra de Louise Bourgeois. Cerrado también, y ojalá fuera por la huelga, el almacén de Marratxi donde duerme, cubierta por los dedos helados de la soledad, la obra de Teresa Matas. Ocho estancias en Arco, una retrospectiva en el Casal Solleric o el aplauso de la crítica germana a propósito de su presencia en el Kunstmuseum de Bönn no han sido suficientes para catalpultar al éxito a esta artista genial. Bourgeois tuvo que esperar hasta los setenta y dos años para ver su obra en una retrospectiva organizada por el MOMA. Hace poco que leíamos que Pedro Guirao se vio en figurillas, hace sólo quince, para convencer al Reina Sofía de que adquiriese una de las arañas que hoy son el pasaporte mundial de la tapicera parisina. A Matas le quedan unos cuantos. Pero no nos cabe ninguna duda de que tendrá su hora.
Entretanto, Marratxi será para nosotras un lugar tan poderosamente aurático, tan íntimo, como un día lo fue Venecia. Un espacio mágico que nuestra memoria visitará, una y otra vez, para acudir al encuentro de nuevas revelaciones.
Teresa Matas, Amenaza con arrogancia, 2004.
© alonso y marful

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