Mi nostalgia de
exfumadora repasa la colección de cigarrillos que ha ido haciendo la memoria.
Los camel sin filtro de François Châtelet,
los gitanes de Louis Althusser,
el habano del Che, los gauloises de Julio Cortázar, el celtas corto de José Ángel Valente, el
Caporal de Julia Kristeva, los ducados de Carmen Martín Gaite, el African dream
de Ernest Hemingway, el Scaferlatti en la pipa de Jean Paul Sartre.
Y se me agolpan los
cigarrillos en el nudo gordiano de la garganta. Es ella quien, aún mejor que yo, recuerda el resquemor del primer winston y la llaga del último. Y
quien recuerda, también, a François Châtelet preguntándole a Gilles Deleuze si
debería hacerse la traqueotomía. Y a Deleuze repondiendo que mientras tuviera
un buche de aire en los pulmones habría filosofía. Poco imaginaba el dulce
Gilles que, incapaz de respirar, él mismo se tiraría de un
quinto piso para no tener que hacer frente ni un minuto más a la tiranía de la
asfixia.
No me pregunten cómo,
pero sé de buena tinta que cada vez que encendía un cigarrillo algo en él, que
tanto amaba el cine, le recordaba la camiseta blanca que custodiaba el corazón
partido de James Dean en Rebelde sin causa, o la gabardina que
acompañó a Humphrey Bogart en su inolvidable viaje a Casablanca. Un cigarrillo puede ser parte de una boca y hasta es
posible que sin el humo que regó generosamente el cine de los cincuenta y de
los sesenta nos hubiéramos ahorrado una
parte de la cosecha de muertos que acompañaron, ya en los noventa, el
descrédito progresivo del tabaco. Para entonces, Gilles ya era el mago del
“acontecimiento”, si por tal entendemos ese abanico de causas y de efectos que
se abren en cada hecho. Cada instante con humo es un inmenso desplegable en el
que no sólo caben nuestras fascinaciones primeras sino también los muertos y
las muertas que acompañan nuestras decepciones últimas. En su genoma de lumbre
y nicotina Gilles Deleuze llevaba escrito el cáncer de pulmón que había acabado
con las voces de Nat King Cole y Duke Ellington y no me parece improbable que,
en sus paseos vespertinos, imaginara un cielo para fumadores en el que, ajenos
al mal que acabó con sus vidas, Sammy Davis Junior y George Harrison cantarían El humo ciega tus ojos bajo la batuta de
Leonard Bernstein.
Me pregunto si ese
momento final en el que el cuerpo desciende hacia el asfalto y el alma se queda
allá arriba, localizando entre las nubes su par de alas, Gilles Deleuze
pensaría en pedirle un pitillo a Giacomo Puccini, o a Gary Cooper, o a Steve McQueen, o a Robert Taylor, a
tantos otros colegas de infortunio que habían sacado su pasaporte al otro mundo
gracias a un carcinoma de pulmón o de laringe. El cielo está plagado de fumadores
y, puesta a que me hicieran el boca a boca, yo misma elegiría a James Dean para
ese beso sin sexo pero con tabaco.
A bote pronto y sin
mucha sintaxis, porque no está el horno para bollos, recuerdo también a Ana
María Matute diciendo que el cielo estaba muy cerca del infierno y que
probablemente el cigarrillo no fuera más que el istmo que separa esos dos
continentes. Y recuerdo, en fin, a mi amigo Martin Sontag, varado como una
barca en el atardecer más triste de sus cuarenta años, esperando la muerte con
un chester en los labios. Si hubiera un
dios, me dijo, y de eso hace sólo un par de horas, bajaría sobre mí y me haría
entrega solemne de un par de pulmones nuevos. Claro que eso es una pavada
porque Dios no existe y a vos se os va a
cansar la paciencia de esperar a que me quede.
Hacé una cosa, reina, en mi funeral prendé por mí una faria y mientras
jodés vivos los ocho o nueve centímetros que mide, sublime travesía, cagate en
la madre de todas las tabacaleras, ¿hace?
© alonso y marful