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© alonso y marful, opus nigrum, 2014 (in progress)

la vida secreta de una artista 14 / el inconsciente es baltimore al amanecer

Hace un par de años, durante una memorable sesión de ouija, algún espíritu burlón nos dijo que en mayo de 2012 bucearíamos en el bosque sumergido del lago Traful. Freud llamó profecía autocumplidora a aquella que nos obliga desde el inconsciente a transitar los lugares a los que nunca habríamos llegado con el deliberado concurso de la conciencia. Hay geografías previsibles que aguardan su cita con la vigilia y otras, enigmáticas, que nos esperan agazapadas bajo la misteriosa piel del acto fallido, la cenagosa luz del principio de muerte o los disfraces de un sueño que siempre nos devuelve a nuestros monstruos. No obstante, ninguna de las placas que se mueven en el interior de nuestro psiquismo, rompiendo continentes y desplazando fuegos, arboledas y rostros, ha insistido lo suficiente como para arrastrarnos hasta ese fantástico lugar de la Patagonia argentina donde un puñado de cipreses comparten con las truchas su tumba de agua.

En estos dos años hemos buceado en algunos mares y hasta hemos dejado que algún otro mar –porque todos somos un mar- buceara dentro de nosotras y localizara, acaso, bajo el cielo plomizo de la tarde, la ciudad sumergida de nuestro inconsciente. Freud utiliza tenazmente la metáfora de la ciudad sumergida para definir todo aquello que se piensa dentro de nosotros, pero cuyos pensamientos se sustraen al ámbito de nuestra conciencia. Resulta interesante volver al padre del psicoanálisis, que no en vano estuvo a punto de recibir el premio Nobel de literatura, para recuperar, en toda su vibrante plasticidad, esa primera imagen de la vida inconsciente. Dice Freud:

“(…) en la vida psíquica nada de lo una vez formado puede desaparecer jamás; todo se conserva de alguna manera y puede volver a surgir en las circunstancias apropiadas como, por ejemplo, mediante una regresión de suficiente profundidad. Tratemos de representarnos lo que esta hipótesis significa mediante una comparación que nos llevará  a otro terreno. Tomemos como ejemplo la evolución de la Ciudad Eterna. [...] Supongamos ahora, a manera de fantasía, que Roma no fuese un lugar de habitación humana, sino un ente psíquico con un pasado no menos rico y prolongado, en el cual no hubiera desaparecido nada de lo que una vez existió y donde junto a la última fase evolutiva subsistieran todas las anteriores, Aplicado a Roma, esto significaría que en el Palatino habrían de levantarse aún, en todo su primitivo porte, los palacios imperiales y el Septizonium de Séptimo Severo; que las almenas del Castell Sant´Angelo todavía estuvieran coronadas por las bellas estatuas que las adornaron antes del sitio por los godos, etc. Pero aún más: en el lugar que ocupa el Palazzo Caffarelli veríamos de nuevo, sin tener que demoler este edificio, el templo de Júpiter capitolino, y no sólo en su forma más reciente, tal como lo contemplaron los romanos de la época de los césares, sino también en la primitiva, etrusca, ornadas con antefijos de terracota. En el emplazamiento actual del Coliseo podríamos admirar, además, la desaparecida Domus aurea de Nerón; en la Piazza della Rotonda no encontraríamos tan sólo el actual Panteón como Adriano nos lo ha legado, sino también, en  el mismo solar, la construcción original de M. Agrippa, y además, en este terreno, la iglesia María sopra Minerva, sin contar el antiguo templo sobre el cual fue edificada. Y bastaría con que el observador cambiara la dirección de su mirada o su punto de observación para hacer surgir una u otra de estas visiones. Evidentemente, no tiene objeto alguno seguir el hilo de esta fantasía, pues nos lleva a lo inconcebible y aun a lo absurdo. Si pretendemos representar  espacialmente la sucesión histórica, sólo podremos hacerlo mediante la yuxtaposición en el espacio, pues este no acepta dos contenidos distintos. Nuestro intento parece ser un juego vano; su única justificación es la de mostrarnos cuán lejos nos encontramos de poder captar las características de la vida psíquica mediante la representación descriptiva."

Palimpsesto o block maravilloso, el inconsciente no sólo se comporta como una grabadora omnímoda que lo conserva todo sino que es capaz de barajarlo según una lógica absolutamente ajena a la de la conciencia. La ciudad eterna de nuestra vida psíquica, por tanto,  nunca podría asimilarse a una ciudad real, sino a la suma de todos los tiempos que la atraviesan. Nunca, tampoco, hablará  a sus intérpretes con la sencilla elocuencia de un resto arqueológico sino que se colará por las fallas de nuestro comportamiento y nuestro lenguaje dejando aflorar, como los cipreses sumergidos en el lagoTraful, únicamente algunas ramas.

En 1966, durante una estancia en la Universidad John Hopkins, en Baltimore, adonde había acudido como conferenciante, Lacan mira el tráfago de la ciudad a primeras horas de la mañana, cuando “todavía no ha despuntado el día” y resucita para nosotros la vieja imagen freudiana: “el inconsciente –escribirá más tarde- es Baltimore al amanecer”. Entre Roma y Baltimore, entre Freud y Lacan, media un cambio de paradigma o, lo que es lo mismo, una forma distinta de mirar el mundo. Freud está fascinado por la historia y habla en términos históricos, aunque el tiempo del psicoanálisis freudiano se configure como una porosa ucronía que busca la articulación lógica de todas las etapas. Lacan está fascinado por la lingüística e imagina el inconsciente como el centelleo de la lengua en la superficie discontinua del habla. Jung, por su parte, habría abrazado ambas imágenes, Roma y Baltimore, y las habría sumergido en el mar de un inconsciente colectivo del que el psiquismo individual no es más que una ocurrencia concreta. Freud y Lacan piensan de un modo “científico”, no obstante bajo el rubro de la ciencia caben tanto las especulaciones de un positivista decimonónico como las apasionantes logomaquias de un estructuralista del siglo XX. Jung, por su parte, piensa como lo haría un místico, un poeta o un visionario. Para la psicología junguiana, cada uno de nosotros lleva dentro una ciudad sumergida dentro de una ciudad sumergida mucho más amplia. Cada Roma y cada Baltimore son, para Jung, como un punto de luz que centellea en el seno de una urbe prodigiosa donde tienen cabida todas las ciudades y todos los tiempos. Que, dentro de nosotros, resuenen los ecos de otras vidas, o que podamos intuir lo que pasará mañana no son sino manifestaciones de nuestra pertenencia a una ciudad superior (inevitable pensaren la civitas dei de San Agustín) donde el pasado y el presente no son dimensiones contradictorias y donde el aquí el allí pueden estar entrelazados, igual que dos partículas que, para seguir el discurso de la vanguardia científica, entablaran una relación de resonancia cuántica. El yo no es más que un punto en la trama del inconsciente colectivo, de tal forma que no es raro que “existan otras cosas en el alma que no hago yo, sino que ocurren por sí mismas y parecen vivir en mí su propia vida.”

¿Debemos hacer prevalecer sobre los otros alguno de estos tres puntos de vista o deberíamos, más bien, considerarlos complementarios? La realidad es prismática y pocas cosas nos producen mayor satisfacción que contemplar las caras de una piedra preciosa y poder ver, de forma simultánea, el cuerpo del que forman parte. Quizá por eso, por su pertinaz obsesión con componer las partes en relación con el todo, Jung asiste a un renacimiento que podemos constatar un día y otro y a propósito de nuevos paradigmas holísticos que, como la psicología junguiana, intentan buscar una explicación a nuestro papel en el cosmos desde la teoría de la información, la holografía o la mecánica cuántica. Todos ellos entienden la existencia como una compleja red de redes en la que las cadenas causales son como bosques sumergidos cuyas complejas arquitecturas permanecen ocultas a la vista del buzo accidental que, como nosotras, se acerca a las plataformas coralinas para mirar de cerca el espectáculo.

La vida no nos ha llevado al lago de Traful, donde un espíritu burlón, o quizá un camarada achispado por el vino, predijo que nos encontraríamos en la primavera de 2012. No obstante, hay otros bosques. Pensamos, por ejemplo, en las "estancias sumergidas" de Cristina Iglesias o en las multitudes de Jason de Caires Taylor, esculturas ecosostenibles que parecen esperar bajo el mar la silenciosa resurrección del arrecife.






















Cristina Iglesias, Estancias sumergidas, Mar de Cortes, Baja California.























Jason de Caires Taylor, Evolución silenciosa, Museo Subacuático de Arte (MUSA), Cancún, México.

Hoy nosotras nos sumergimos tranquilas en este bosque de palabras en la certeza de que, por debajo de la ordenada superficie de grafemas que la pantalla nos muestra, hay miles de sentidos que se ocultan y que sin duda nos revelan y revelan algo que está más allá de nosotras.

Cuando la ciencia traspasa las fronteras del átomo o de la galaxia, se convierte en poesía. Al frente de su monumental Paideia, Werner Jaeger puso como mascarón de proa una cita impagable: “La naturaleza es un glifo, un enigma, una sentencia sibilina”.

Es, también, un hermoso poema en los labios de un dios cuyo idioma tenazmente se nos escapa.

© alonso y marful

la vida secreta de una artista 13 / un abismo portátil dentro de un abismo

Seguimos refugiándonos en la intimidad de las cajas; cajas que son estuches y cofres y pequeños almacenes contra la fragilidad de la memoria y que, si cerramos los ojos, nos llevan de un lado a otro, al surgir de la imagen, como habría querido Gaston Bachelard.  

El poeta peruano Emilio Adolfo Westphalen escribió que cada uno de nosotros es “un abismo portátil”. Somos, aún más, un abismo portátil dentro de un inmenso abismo probablemente portátil. En la iconografía occidental, Cristo Pantocrator sostiene el libro del mundo en su mano izquierda y son muchas las representaciones que lo han mostrado en su faceta de Salvator Mundi, sujetando una esfera transparente o, tal como lo describe el salmista, llevando en la palma de la mano la escritura ingente de todo lo que ha sido, lo que es y lo que será. 


Leonardo da Vinci, Cristo Salvator Mundi.

Para sentir con toda su fuerza lo que solemos llamar  “vértigo metafísico” prueben a invertir la posición del cielo. Es fácil y la experiencia resulta algo más que trivial. Túmbense en el suelo e imaginen que el manto estrellado de la noche no queda por debajo, sino por encima de ustedes, y que, en lugar de elevarse para tocar las nubes, tuvieran que bajar. Si pudiéramos experimentar el cielo como un pozo, y no como una bóveda insondable, ninguna de las leyendas que han acompañado y definido al homo sapiens como una especie esencialmente narrativa, habría sido como ha resultado ser. Una simple inversión como  la que proponemos es más que suficiente para demostrar que todos y cada uno de los enclaves espaciales en que se expresa nuestro imaginario tienen su origen en la vivencia del cuerpo y en sus consiguientes transposiciones psíquicas. Si las moscas o los corales hubieran alcanzado el grado de evolución que ha experimentado nuestra especie, jamás habrían inventado mitos que, como la ascensión o la caída, con su apretado cortejo de ángeles y demonios, son producto de nuestra experiencia psicosensorial. O, para decirlo con unos versos de William Blake: 

"Así como un hombre es, ve.
Así como el ojo es formado, así es como sus potencias quedan establecidas."

De igual modo que es específicamente humano imaginar la ascensión de un Dios o la caída de un ángel devenido en demonio –pensamiento que despacha, de camino, la posibilidad de que, de existir alguno de ellos se parezca en lo más mínimo a lo que nuestra especie fatalmente concibe, y que delata, de paso, que nada sabemos que no sea un producto de nuestra propia percepción-, también el eje que se dibuja entre lo exterior y lo interior, el adentro y el afuera, forman parte de una cartografía del espacio singularmente nuestra.  

La palabra abismo procede del griego a-byssos, literalmente “sin fondo”. Somos, efectivamente, un abismo portátil que se asoma a otro abismo. Un cuerpo, una caja anatómica, albergan dentro simas de un calado indecible, profundidades ciegas, radicales tan hondos que, si pudiéramos viajar lo bastante atrás, o internarnos a la profundidad suficiente, es muy probable que revistieran la quietud mineral de un astro a la deriva, o el bullente esplendor de la biogénesis que, a partir de un modesto y azaroso genoma mínimo, empezó a gestar lo que hoy escribimos aquí, en este blog, como una fantástica y remota posibilidad. Un infinito dentro y un infinito afuera y, en el medio, como un necesario fulcro de balanza, la posibilidad de una sutura que apacigua el horror de lo que no tiene límites. Ser hombre, mujer, es, entre otras cosas, ser el sujeto activo de un imaginario que sin duda aparece, de la mano de la conciencia, como una salida terapéutica a la cárcel de la objetividad. Dioses que ascienden y demonios que caen, cielo e infierno, arriba y abajo, no son más que puntos de vista y posiciones relativas de un cuerpo que, si padece, o puesto que padece la fatalidad de la conciencia, ha recibido en pago la contrapartida de ser capaz de imaginar otros mundos. No puede haber conciencia sin fantasía, del mismo modo que es imposible separar el fuego del calor.   

Cuando nuestras fantasías alcanzan a los demás en una suerte de comunión mítica, sin duda estamos en presencia del arte. Pero es de cajas de lo que estábamos hablando, y en el estuche que encierra nuestro particular abismo portátil, hay multitud de cajas de todos los tamaños que se someten, un día y otro, a una geopoética del espacio que opone lo  interno a lo externo, la apertura y el cierre, lo propio y lo extraño, el yo y el Otro, el límite y la transgresión. La especie humana busca refugio en la cueva y en el territorio, en la intimidad de la casa y dentro de las fronteras de un país que se abre a unos y se cierra a otros, renovando, así, el pacto con el animal inseguro que somos y su necesidad de afianzar las barreras de las que depende su integridad. Una caja es, en definitiva, una metáfora de nuestra necesidad de poner puertas al abismo sin fondo que, dentro de nosotros, nos acecha y una representación plástica de nuestro imperioso afán por desdoblar el breve recinto en que nos alojamos en una imagen especular: una caja, una casa, un país, tributos que pagamos a la servidumbre del miedo y en las que, si la conciencia encuentra razones y arquitecturas, la imaginación busca asideros y recodos, plegaturas, refugios, un recipiente capaz de acoger en su seno las secretas delicias de la intimidad.

Tiene razón Bachelard cuando en La poética del espacio vincula las casas con los armarios, las cajas, los nidos y las miniaturas y cuando nos recuerda que “sin esos objetos nuestra vida íntima no tendría modelo de intimidad”. Con todo, es en la caja  donde la complejidad de lo privado encuentra la única topología que calza el guante a la emoción del abismo porque, como Bachelard argumenta, parafraseando a Jean–Pierre Richards, “nunca llegamos al fondo del cofrecillo”. Una caja es, por tanto, un infinito íntimo, el reservorio donde, junto con la emoción de todo aquello que nos rebasa, encontramos la ilusión de un universo acotado donde tenemos la ilusión de navegar en paz.

Nosotras hacemos cajas como quien fabrica mundos, abismos portátiles, universos a escala que nos devuelven la imagen de todos los Salvator Mundi que han fascinado desde siempre nuestra imaginación y, acaso, nuestro romántico deseo de salvar al mundo. Marcel Duchamp, Kurt Swwitters o Joseph Cornell encerraron en cajas sus escritos, sus obras y su vida y construyeron pequeños museos o abismos portátiles donde continua encerrado, a buen recaudo, el secreto de su intimidad. Con certeza buscaron ellas el correlato plástico de una interioridad sin fondo que necesita acogerse a la poética del cofre y del secreto para decirnos que nada en la vida, ni en el arte, ni en el universo, es susceptible de ser conocido o, para usar una expresión numinosa, revelado. 














Marcel Duchamp, Boîte-en-valise, 1936-41.















Joseph Cornell, Trade Wings / 2, ca. 1958.

John Banville, reciente autor de Los infinitos, reconocía en una entrevista que "lo sabemos todo, nos han dado toda la información, pero no nos han explicado nada. No puede explicarse. Creo que ésta es la única razón para dedicarse al arte: mostrar el absoluto misterio de las cosas”. Una novela es también una caja, un contenedor de enigmas que sobrevivirán a la especie y que rubricarán con una sonrisa nuestra denodada ambición de ir, siempre, más allá. Jules Supervielle, indagador de infinitos, decía buscar “en cajas profundas, profundas, como si ya no fueran de este mundo”. Y, mucho nos tememos que, al menos en parte, no lo son. Que hay muchos otros mundos que están en este y que la pequeña escala y las reducidas capacidades de nuestro cuerpo, al que vamos atados como un esclavo al asta, nos impiden conocer y desvelar.

Decimos todo esto porque refugiarse en una caja es, siempre, una excelente forma de huir de lo que estamos hartos. Estamos hartas de ese tejido helado que va urdiendo los días y que está hecho de cofres y secretos que lo único que guardan es dinero con el que financiamos jubilaciones de oro mientras el ciudadano de a pie se resigna a vivir un poquito peor que ayer, pero un poquito mejor que mañana, dándose un baño de desencanto y de orfidal. Hartas, también, de que las cajas tontas se hayan convertido en sucursales de El caso y en transmisoras seguras de una enorme epidemia de banalidad. 

Como dice Antonio Porchia, “cuando lo superficial me cansa, me cansa tanto, que para descansar necesito un abismo.”

© alonso y marful

la vida secreta de una artista 12 / estuche de vida y muerte

Cuando éramos niñas la palabra “estuche” estaba habitada por un cielo de plomo con ramalazos verdes que habíamos conseguido arrancar al estupor mineral de los lápices Alpino, por anillos que dotaban a su dueña de un extraño poder, por relojes parados y por fotografías de color sepia. Más tarde descubrimos que había estuches metafóricos y que toda vida es, como alguna vez defendió Susan Sontag, un estuche de muerte.  No hay ni un solo gran autor cuya obra no esté atravesada por el vértigo de lo efímero y la de Susan Sontag no es una excepción.  En Estuche de muerte, una novela de regusto kafkiano que fue recibida por buena parte de la crítica como un tostón experimental pretencioso hasta la náusea, Sontag cuenta la historia de Diddy, un suicida sin éxito que, incapaz de “fluir” con la vida, como mandan los cánones de la levedad, se ve condenado a habitarla. A propósito de Death kit, editada por primera vez en 1967,  la crítica ha insistido, no pocas veces, en los efectos  de escala que ponen en relación la vida individual con la vida de la especie, un tema que Borges consiguió reducir hasta sacar brillo al hueso. Toda vida, y, por lo tanto, toda muerte -este es uno de los argumentos de Sontag-, es como una cajita perdida en una cadena de montaje en la que cada pequeño contenedor se cree el más singular del mundo, o como un grabado que reprodujera, con variaciones mínimas,  la plantilla grabada sobre una piedra de litografía.  La relación entre el individuo y la especie, o, yendo un paso más allá, entre el fenómeno y la Idea, es uno de las matrices de la imaginación borgiana.  En El ruiseñor de Keats, el argentino de la eterna sonrisa nos traslada a una noche de 1819 en la que "un poeta tísico, pobre y acaso infortunado en amor, (…) oyó el eterno ruiseñor de Ovidio y de Shakespeare y sintió su propia mortalidad y la contrastó con la tenue voz imperecedera del invisible pájaro." John Keats, “el hombre circunstancial y mortal”, dedica su oda a ese canto “que no huellan las hambrientas generaciones” y que es, en esencia, el mismo que “en campos de Israel, una antigua tarde, oyó Ruth la moabita.”
 

de la serie estados de subjetivación / contenedor I © alonso y marful

Probablemente en el estuche de un solo individuo sea posible contemplar el patrón de la especie, como probablemente en el estuche de una sola especie, si aguzamos la vista, podemos contemplar el patrón que subyace a la naturaleza de todo animal. Imposible conjeturar si en el estuche del universo se reiteran los tiempos y las estancias hasta componer una inmensa biblioteca cuya profusión de escrituras se replica, indolente, sobre la piel de los jaguares,  jugando a reflejarse en cópulas y espejos y haciendo de cada vida el minúsculo estuche de una auténtica exposición universal. Los antiguos creían que todo lo de arriba se mira en lo de abajo y nada nos cuesta imaginar a Borges ofreciendo su mano libre, la otra ocupada sobre el bastón, a un Schopenhauer que reinventa su voluntad en el arquetipo de Jung mientras un Roland Barthes amigo del regateo y de la diferencia nos recuerda que la analogía no es más que uno de los demonios con que nos asedia la madurez. Contra el platonismo de la fórmula siempre podemos recurrir a la observación meticulosa de aquello que nos distingue y hasta perdernos, como hace Steiner en una de las páginas más bellas que hemos leído, en el milagro caudaloso de la multiplicidad.

"Crecí poseído por la intuición de lo particular, de una diversidad tan numerosa que ningún trabajo de clasificación y enumeración podría agotar. Cada hoja difería de todas las demás en cada árbol (salí corriendo en pleno diluvio para cerciorarme de tan elemental y milagrosa verdad). Cada brizna de hierba, cada guijarro en la orilla del lago eran, para siempre, "exactamente así". Ninguna medición repetida, hasta la calibrada con mayor precisión y realizada en un vacío controlado, podría ser exactamente la misma. Acabaría desviándose por una trillonésima de pulgada, por un nanosegundo, por el grosor de un pelo ‑rebosante de inmensidad en sí mismo‑, de cualquier medición anterior. Me senté en la cama intentando controlar mi respiración, consciente de que la siguiente exhalación señalaría un nuevo comienzo, de que la inhalación anterior era ya irrecuperable en su secuencia diferencial. ¿Intuí que no podía existir un facsímil perfecto de nada, que la misma palabra, pronunciada dos veces, incluso repetida a la velocidad del rayo, no era ni podía ser la misma? (Mucho más tarde aprendería que esta ausencia de repetición había preocupado tanto a Heráclito como a Kierkegaard)."

Pensamos en cajas y se nos vienen a la cabeza cosas como estas, palabras que van tejiendo puentes de papel el entre el mar y la ola y que, en tardes como esta, sonríen ante la ocurrencia de Ciorán cuando dice que “"Si las olas se pusieran a reflexionar, creerían que avanzan, que tienen un meta, que progresan, que trabajan para el bien del mar, y no dejarían de elaborar una filosofía tan boba como su celo". 

Ponemos los pies a navegar en las primeras olas de la primavera y nos sumergimos un año más en la rutina indemne de las estaciones.  Al fin y al cabo, nos hemos pasado otra semana lijando madera y amueblando la primera caja de una serie que hemos decidido bautizar con un genérico rimbombante: “estados de subjetivación”. En realidad, deberíamos llamarlos “estados del alma”, pero, después de aliñar el regateo con una copa de cava helado, hemos optado por ponernos terrenales. Nada más terrenal, al fin, que la caricia del sol sobre la piel de mayo y este olor a algas que nos emborracha el cuerpo y arrastra hasta nosotras la historia repetida de la misma mujer mil veces replicada en cada costa y en cada ulyses, como si una sola historia de amor contuviera la esencia de todos los amores y como si cada voluta pintada sobre un friso fuera la sombra de una voluta inteligible que lucha por revelarse sin conseguir otra cosa que proyectar otra sombra sobre el estuche de nuestra caverna.

Nos preguntamos si esa esfera que flota sobre el mar en la primera de nuestras cajas contiene algo de ese resplandor metafísico que ilumina, prácticamente sin variaciones, las esferas a que se refieren Hermes Trimegisto,  Empédocles, Blaise Pascal o Giordano Bruno. Borges estudió con detenimiento la metáfora de la esfera y concluyó que “el espacio absoluto que había sido una liberación para Bruno, fue un laberinto y un abismo para Pascal. Éste aborrecía el universo y hubiera querido adorar a Dios, pero Dios, para él, era menos real que el aborrecido universo. Deploró que no hablara el firmamento, comparó nuestra vida con la de náufragos en una isla desierta. Sintió el peso incesante del mundo físico, sintió vértigo, miedo y soledad, y los puso en otras palabras: "La naturaleza es una esfera infinita, cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna."

de la serie estados de subjetivación / contenedor I © alonso y marful

No es la primera vez que inventamos una esfera suspendida sobre el mar.  La esfera es, de hecho, el símbolo en torno al que desarrollamos nuestro proyecto Metáforas del centro. Hoy volvemos a ella para encerrarla en un estuche que contiene, además, tal como se detalla en una de sus hojas: “una cita, palabras, una manta roja (memoria del calor y de la soledad) y 0,059 metros cúbicos de aire”.  Encerrar este centro metafórico en un estuche de 60x60, meticulosamente pulido y mimado hasta compartir con él una emoción muy parecida a la intimidad, es un gesto que, en tardes como esta, no nos parece gratuito. Una caja es un recinto amurallado que se recoge sobre sí mismo. Es, también, un axis mundi. Una escala de Jacob. Por la escalera negra de esta caja hemos descendido a los estuches de vida y muerte de Sontag o Borges, ambos convictos, cada uno a su modo, de una filosofía portátil que ha querido ver la historia de la especie, o la del universo, contenidos en la cifra milagrosa de cada existencia individual.

Nadie sabrá nunca si cada niño que atesora un estuche encierra en él una imagen de sí mismo que se proyecta, ampliada, sobre el espejo velado donde se miran todos los hombres. Ni si esa imagen no es más que un retorno a la madre que recupera, con el lenguaje universal del símbolo, la calma oceánica de la fusión primigenia. Nunca sabremos qué hilo movió el corazón de Duchamp cuando construyó sus cajitas con museos portátiles. Tal vez, sin saberlo a ciencia cierta, cada vez que construimos un estuche estamos interponiendo un caparazón protector contra el miedo, el vértigo y la soledad. Algo así dicen los versos que contiene nuestra caja. Pero no vamos a reescribirlos aquí porque toda caja es un misterio y toda revelación una búsqueda que se repite, prácticamente sin variaciones, en todas y cada una de nuestras búsquedas, pero en la que queremos dejar nuestro sello porque, en el fondo, somos tan tontos como las olas de Ciorán.

© alonso y marful

la vida secreta de una artista 11 / magdalenas en ítaca

Últimamente nos echamos al cuerpo unos libros gordísimos que acaban arrumbados por los rincones del estudio, porque el alma se despoja y va buscando la liviandad hiriente del relato corto, el poema o el aforismo.  A veces pasamos al lado de uno de estos ladrillos venerables, muchos de ellos de teoría económica,  y encontramos al azar una frase que ilumina esta época de vacas desoladas. "Fue la combinación envenenada del consumismo con la expansión irresponsable de la masa crediticia lo que produjo la peor recesión desde el 29.  El mercado es el nuevo Leviatán.” Amén.  Mientras la recesión cava surcos en el corazón de los más vulnerables y las instituciones culturales revuelven en el cepillo de las ánimas para poder rellenar la agenda, nosotras nos pasamos la semana preparando la exposición que presentamos en Can Gelabert  (Mallorca) el próximo sábado. Entretanto, nos rebautizamos de "povera" y bromeamos, con risa amarga, sobre un arte de la recesión. El caso es que, como no están las cosas como para tirar cohetes, nos ponemos a convertir una caja de embalaje en el marco de un díptico. Después de tres días de aplicar manos y manos de Titanlak negro mate, lija de agua y lanilla de acero, la madera, que deja traslucir aquí y allá la modestia del pino o del abeto, tiene el aspecto de una pizarra antigua. Antes de colocar las imágenes que irán dentro, garrapateamos los bordes con poemas improvisados, flechas que indican el cénit y el nadir, líneas de implosión en las que los rostros de las fotografías –Su pintada de blanco, con la cara arrasada por las lágrimas- se retan al sereno combate de la autorreflexión. Venimos de adentro y vamos hacia adentro.








 cómo nombrar el grito © alonso y marful 

Cogemos el coche y, de camino a Can Gelabert, charlando a propósito de ese arte de la recesión capaz de convertir un embalaje industrial en el soporte de un díptico,  nos encaminamos hacia un aserradero donde los árboles muertos siguen sangrando por los muñones y donde cada tabla invoca un pájaro y un nido en cuya intimidad arden los huevos más oscuros que soñara el Bosco. Antes de que el surrealismo tuviera la menor noción de sí Luciano de Samosata y el Bosco ya habían echado a andar sobre sus carros de heno a ese bestiario epiceno que nos confirma que existe el multiverso y que, mientras estamos en Alcudia puliendo un madero en forma de quilla, alguien en algún lugar remoto del espacio y del tiempo ha resuelto ya la forma que buscamos. El caso es que el aserradero es un mundo donde sueña, incorrupta, la arboleda perdida de Rafael Alberti. Tablas con secciones de más de un metro, o vigas con una envergadura de veinte, descansan al sol sin más sombrero que nuestras manos, que acarician la madera y la imaginan impresa con la imagen digital de algún congénere feliz, igual que estas jacarandas que, en la hacienda de enfrente, lanzan al aire limpísimo de mayo una intensa llamarada de color violeta.

Cogemos un par de palets y los imaginamos convertidos en el cobijo simbólico de tantos miserables y deshuciados que hemos visto desde el doble visor de las cámaras y los corazones, y, ya de regreso, mientras nos internamos en uno de esos ramales rectilíneos que son como las nerviaciones por donde la savia viejísima de la isla  viaja tranquila entre mar y mar, nos acordamos de los fieltros de Beuys y de Kounellis y nos parece que el arte es un monólogo con el ser que atraviesa, inmutable, el esplendor y la miseria y que resurge cantando una canción elemental de tierra y fuego, de aire y agua. O, para decirlo a la manera de Kounellis, que "el arte es una disciplina basada en el amor".

Cogemos tierra en un bolsón. Tierra roja con la que revestiremos los elementos de una instalación destinada a ocupar el foso de la sala, un aljibe de unos diez metros cuadrados en el que pensamos acomodar nuestra “Noche del alma para siempre oscura”. A saber: un atajo de libros y una esfera varias veces encolados y recubiertos de tierra tamizada y una mano blanca de yeso que atrapa entre sus dedos una bombilla de 1,5 watios. Ese es el menguado voltaje moral de una cultura que se obstina en crecer sin volver la espalda. Algo tendríamos que aprender del ángel de la historia que Walter Benjamin creyó ver, arrastrado por "la tempestad del progreso",  en una acuarela de Paul Klee. Y algo tendríamos que hacer para devolverles las alas a esos más de cinco millones de parados que hoy, Día Internacional de los Trabajadores, se pasean sin rumbo por el bulevar de los sueños rotos. Para cambiar una sociedad que ha hecho su mantra del crecimiento/consumo indefinidos sin parase a pensar en el colapso ecológico y en las contradicciones del sistema hacen falta muchos contramensajes. Hoy, mientras pasamos la kärcher por los palets y dejamos que el granizo haga el resto, nosotras queremos poner el nuestro del lado del decrecentismo, porque basta con mirar hacia atrás para darse cuenta de que los mejores  momentos de nuestras vidas no se los debemos al relevo del coche o a la jubilación prematura de la impresora o del móvil sino a esos instantes en que tuvimos la certeza de afinar nuestra nota con la armonía de un mundo incomprensible y mágico, ya sea asomadas al mar de la bahía, un poco como San Agustín y Santa Mónica en el éxtasis de Ostia, o entre los brazos de un amor pasajero o tenaz.

Nosotras crecemos decreciendo. Trabajamos con tierra y embalajes industriales y, en un par de semanas, devolveremos al mar estos dos cuerpos gloriosos  (permítanos el lector este puntual acceso de amor propio) que dejamos a la orilla a primeros de noviembre. Todos sabemos que volver es algo más que la letra de un bolero. Volver al mar cada primavera es un poco como poder tomar la magdalena de Proust, que es la madre dulcísima de todas las memorias, en una vieja taberna bajo la luz de Ítaca. Entre la ceremonia del té y el manto de Penélope no hay más que ese atavismo suave que ata los remos de la vida, siempre inescrutable, al complejo diagrama de una secreta circularidad.

Por lo demás, para hacer magdalenas y mojarlas en té no hace falta gran cosa. La receta es sencilla. Pero la materia prima y el horno superferolítico es algo a lo que todavía aspira la mayor parte de la humanidad.

© alonso y marful


PARATEXTOS:


Germano Celant y el arte pobre

"Antiguamente las cosas eran así: primero el hombre y, luego, el sistema. Hoy es la sociedad la que produce, y el hombre el que consume. Todo el mundo puede criticar, forzar, desmitificar y proponer reformas, pero deberá permanecer dentro del sistema: no se le permite ser libre. Una vez creado un objeto, hay que acompañarlo. Así lo manda el sistema. No se puede frustrar la expectativa; si ha asumido un papel, el hombre debe seguir recitándolo hasta la muerte. Todos sus gestos han de ser absolutamente coherentes con su actitud anterior, y deben prefigurar el futuro. La salida del sistema significa una revolución. Así, el artista, como un nuevo juglar, satisface los consumos refinados y produce objetos para los paladares cultos. Si ha tenido una idea, vive para ella y de ella. La producción en serie le obliga a producir un único objeto que satisfaga el mercado hasta la adicción. No le está permitido crear y abandonar el objeto en su camino; debe seguirlo, justificarlo y canalizarlo; el artista debe ocupar el lugar de la cadena de montaje. Tras haber sido estímulo impulsor, técnico y especialista del descubrimiento, se convierte en engranaje del mecanismo. Su actitud se ve condicionada a ofrecer sólo una correptio del mundo, a perfeccionar la estructura social, pero nunca a modificarla y revolucionarla. Aunque rechace el mundo del consumo, resulta ser un productor. La libertad es una palabra vacía. El artista se liga a la historia, o mejor, al programa, y sale del presente. No se proyecta, sino que se integra. Para "inventar", se ve forzado a actuar como un cleptómano y recurrir a otros sistemas lingüísticos. Pero, ¿qué es lo que hacía Duchamp? Desde luego, no pretendía satisfacer al sistema. Para él, ser y vivir significaba, y significa, jugar al ajedrez (el movimiento del caballo no es nunca rectilíneo) y decidir, nunca dejar que otros decidan por uno. Por más que se haya buscado el sistema, nunca se ha encontrado donde se pensaba hallarlo.
Así, en un contexto dominado por las invenciones y las imitaciones tecnológicas, las posibilidades de elección son dos: la apropiación (la cleptomanía) del sistema, de los lenguajes codificados y artificiales, en el diálogo con las estructuras existentes -tanto sociales como privadas-, la aceptación y el pseudoanálisis ideológico, la ósmosis con cualquier "revolución" -aparente, e integrada al momento-, la sistematización de la propia producción en el microcosmos abstracto (op) o en el macrocosmos sociocultural (pop) y formal (estructuras primarias); o bien, por el contrario, la libre proyección del ser humano.
En la primera posibilidad vemos un arte complejo; en la segunda, un arte pobre, comprometido con la contingencia, con el acontecimiento, con lo ahistórico, con el presente ("nunca somos totalmente contemporáneos de nuestro presente"; Debray), con la concepción antropológica, con el hombre "real" (Marx): la esperanza, convertida en seguridad, de desembarazarse de cualquier discurso visualmente unívoco y coherente (lla coherencia es un dogma que hay que quebrantar!); la univocidad pertenece al individuo y no a "su" imagen y a sus productos. Se trata de una nueva actitud para recuperar un dominio "real" de nuestro ser, que lleva al artista a desplazarse continuamente del lugar que se le ha asignado, del cliché que la sociedad le ha estampado en la muñeca. El artista deja de ser explotado para convertirse en guerrillero; quiere escoger el lugar de combate, disponer de las ventajas de la movilidad, sorprender o golpear; y no lo contrario."

Germano Celant, "Arte povera. Apuntes para una guerrilla", en el libro de Aurora Fernández-Polanco, Arte povera, Nerea, Madrid, 2003, pp 99-103.

Os recomendamos leer el artículo completo. Podés verlo en:
http://www.annapujadas.cat/material/textos/cpa_txtcelant.htm


Walter Benjamin y el ángel de la historia

"Hay un cuadro de Klee llamado Angelus Novus. En ese cuadro se representa a un ángel  que parece a punto de alejarse de algo a lo que está mirando fijamente. Los ojos se le ven desorbitados, la boca abierta y las alas desplegadas. Este aspecto tendrá el ángel de la historia. Él ha vuelto el rostro hacia el pasado. Donde ante nosotros aparece una cadena de datos, él ve una única  catástrofe que amontona ruina tras ruina y las va arrojando ante sus pies. Bien le gustaría detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo destrozado. Pero, soplando desde el Paraíso, la tempestad se enreda entre sus alas, y es tan fuerte que el ángel no puede cerrarlas. La tempestad lo empuja, inconteniblemente, hacia el futuro, al cual vuelve la espalda, mientras el cúmulo de ruinas ante él va creciendo hasta el cielo. Lo que llamamos "progreso" es justamente esta tempestad."

W. Benjamin, Sobre el concepto de Historia, Obras I, 2, p. 310.


Podéis verlo en red en el índice de conceptos del Atlas Benjamin:
http://circulobellasartes.com/benjamin/