Hace un par de años, durante una memorable sesión de ouija, algún espíritu burlón nos dijo que en mayo de 2012 bucearíamos en el bosque sumergido del lago Traful. Freud llamó profecía autocumplidora a aquella que nos obliga desde el inconsciente a transitar los lugares a los que nunca habríamos llegado con el deliberado concurso de la conciencia. Hay geografías previsibles que aguardan su cita con la vigilia y otras, enigmáticas, que nos esperan agazapadas bajo la misteriosa piel del acto fallido, la cenagosa luz del principio de muerte o los disfraces de un sueño que siempre nos devuelve a nuestros monstruos. No obstante, ninguna de las placas que se mueven en el interior de nuestro psiquismo, rompiendo continentes y desplazando fuegos, arboledas y rostros, ha insistido lo suficiente como para arrastrarnos hasta ese fantástico lugar de la Patagonia argentina donde un puñado de cipreses comparten con las truchas su tumba de agua.
En estos dos años hemos buceado en algunos mares y hasta hemos dejado que algún otro mar –porque todos somos un mar- buceara dentro de nosotras y localizara, acaso, bajo el cielo plomizo de la tarde, la ciudad sumergida de nuestro inconsciente. Freud utiliza tenazmente la metáfora de la ciudad sumergida para definir todo aquello que se piensa dentro de nosotros, pero cuyos pensamientos se sustraen al ámbito de nuestra conciencia. Resulta interesante volver al padre del psicoanálisis, que no en vano estuvo a punto de recibir el premio Nobel de literatura, para recuperar, en toda su vibrante plasticidad, esa primera imagen de la vida inconsciente. Dice Freud:
“(…) en la vida psíquica nada de lo una vez formado puede desaparecer jamás; todo se conserva de alguna manera y puede volver a surgir en las circunstancias apropiadas como, por ejemplo, mediante una regresión de suficiente profundidad. Tratemos de representarnos lo que esta hipótesis significa mediante una comparación que nos llevará a otro terreno. Tomemos como ejemplo la evolución de la Ciudad Eterna. [...] Supongamos ahora, a manera de fantasía, que Roma no fuese un lugar de habitación humana, sino un ente psíquico con un pasado no menos rico y prolongado, en el cual no hubiera desaparecido nada de lo que una vez existió y donde junto a la última fase evolutiva subsistieran todas las anteriores, Aplicado a Roma, esto significaría que en el Palatino habrían de levantarse aún, en todo su primitivo porte, los palacios imperiales y el Septizonium de Séptimo Severo; que las almenas del Castell Sant´Angelo todavía estuvieran coronadas por las bellas estatuas que las adornaron antes del sitio por los godos, etc. Pero aún más: en el lugar que ocupa el Palazzo Caffarelli veríamos de nuevo, sin tener que demoler este edificio, el templo de Júpiter capitolino, y no sólo en su forma más reciente, tal como lo contemplaron los romanos de la época de los césares, sino también en la primitiva, etrusca, ornadas con antefijos de terracota. En el emplazamiento actual del Coliseo podríamos admirar, además, la desaparecida Domus aurea de Nerón; en la Piazza della Rotonda no encontraríamos tan sólo el actual Panteón como Adriano nos lo ha legado, sino también, en el mismo solar, la construcción original de M. Agrippa, y además, en este terreno, la iglesia María sopra Minerva, sin contar el antiguo templo sobre el cual fue edificada. Y bastaría con que el observador cambiara la dirección de su mirada o su punto de observación para hacer surgir una u otra de estas visiones. Evidentemente, no tiene objeto alguno seguir el hilo de esta fantasía, pues nos lleva a lo inconcebible y aun a lo absurdo. Si pretendemos representar espacialmente la sucesión histórica, sólo podremos hacerlo mediante la yuxtaposición en el espacio, pues este no acepta dos contenidos distintos. Nuestro intento parece ser un juego vano; su única justificación es la de mostrarnos cuán lejos nos encontramos de poder captar las características de la vida psíquica mediante la representación descriptiva."
Palimpsesto o block maravilloso, el inconsciente no sólo se comporta como una grabadora omnímoda que lo conserva todo sino que es capaz de barajarlo según una lógica absolutamente ajena a la de la conciencia. La ciudad eterna de nuestra vida psíquica, por tanto, nunca podría asimilarse a una ciudad real, sino a la suma de todos los tiempos que la atraviesan. Nunca, tampoco, hablará a sus intérpretes con la sencilla elocuencia de un resto arqueológico sino que se colará por las fallas de nuestro comportamiento y nuestro lenguaje dejando aflorar, como los cipreses sumergidos en el lagoTraful, únicamente algunas ramas.
En 1966, durante una estancia en la Universidad John Hopkins, en Baltimore, adonde había acudido como conferenciante, Lacan mira el tráfago de la ciudad a primeras horas de la mañana, cuando “todavía no ha despuntado el día” y resucita para nosotros la vieja imagen freudiana: “el inconsciente –escribirá más tarde- es Baltimore al amanecer”. Entre Roma y Baltimore, entre Freud y Lacan, media un cambio de paradigma o, lo que es lo mismo, una forma distinta de mirar el mundo. Freud está fascinado por la historia y habla en términos históricos, aunque el tiempo del psicoanálisis freudiano se configure como una porosa ucronía que busca la articulación lógica de todas las etapas. Lacan está fascinado por la lingüística e imagina el inconsciente como el centelleo de la lengua en la superficie discontinua del habla. Jung, por su parte, habría abrazado ambas imágenes, Roma y Baltimore, y las habría sumergido en el mar de un inconsciente colectivo del que el psiquismo individual no es más que una ocurrencia concreta. Freud y Lacan piensan de un modo “científico”, no obstante bajo el rubro de la ciencia caben tanto las especulaciones de un positivista decimonónico como las apasionantes logomaquias de un estructuralista del siglo XX. Jung, por su parte, piensa como lo haría un místico, un poeta o un visionario. Para la psicología junguiana, cada uno de nosotros lleva dentro una ciudad sumergida dentro de una ciudad sumergida mucho más amplia. Cada Roma y cada Baltimore son, para Jung, como un punto de luz que centellea en el seno de una urbe prodigiosa donde tienen cabida todas las ciudades y todos los tiempos. Que, dentro de nosotros, resuenen los ecos de otras vidas, o que podamos intuir lo que pasará mañana no son sino manifestaciones de nuestra pertenencia a una ciudad superior (inevitable pensaren la civitas dei de San Agustín) donde el pasado y el presente no son dimensiones contradictorias y donde el aquí el allí pueden estar entrelazados, igual que dos partículas que, para seguir el discurso de la vanguardia científica, entablaran una relación de resonancia cuántica. El yo no es más que un punto en la trama del inconsciente colectivo, de tal forma que no es raro que “existan otras cosas en el alma que no hago yo, sino que ocurren por sí mismas y parecen vivir en mí su propia vida.”
¿Debemos hacer prevalecer sobre los otros alguno de estos tres puntos de vista o deberíamos, más bien, considerarlos complementarios? La realidad es prismática y pocas cosas nos producen mayor satisfacción que contemplar las caras de una piedra preciosa y poder ver, de forma simultánea, el cuerpo del que forman parte. Quizá por eso, por su pertinaz obsesión con componer las partes en relación con el todo, Jung asiste a un renacimiento que podemos constatar un día y otro y a propósito de nuevos paradigmas holísticos que, como la psicología junguiana, intentan buscar una explicación a nuestro papel en el cosmos desde la teoría de la información, la holografía o la mecánica cuántica. Todos ellos entienden la existencia como una compleja red de redes en la que las cadenas causales son como bosques sumergidos cuyas complejas arquitecturas permanecen ocultas a la vista del buzo accidental que, como nosotras, se acerca a las plataformas coralinas para mirar de cerca el espectáculo.
La vida no nos ha llevado al lago de Traful, donde un espíritu burlón, o quizá un camarada achispado por el vino, predijo que nos encontraríamos en la primavera de 2012. No obstante, hay otros bosques. Pensamos, por ejemplo, en las "estancias sumergidas" de Cristina Iglesias o en las multitudes de Jason de Caires Taylor, esculturas ecosostenibles que parecen esperar bajo el mar la silenciosa resurrección del arrecife.
Cristina Iglesias, Estancias sumergidas, Mar de Cortes, Baja California.
Jason de Caires Taylor, Evolución silenciosa, Museo Subacuático de Arte (MUSA), Cancún, México.
Hoy nosotras nos sumergimos tranquilas en este bosque de palabras en la certeza de que, por debajo de la ordenada superficie de grafemas que la pantalla nos muestra, hay miles de sentidos que se ocultan y que sin duda nos revelan y revelan algo que está más allá de nosotras.
Cuando la ciencia traspasa las fronteras del átomo o de la galaxia, se convierte en poesía. Al frente de su monumental Paideia, Werner Jaeger puso como mascarón de proa una cita impagable: “La naturaleza es un glifo, un enigma, una sentencia sibilina”.
Es, también, un hermoso poema en los labios de un dios cuyo idioma tenazmente se nos escapa.
© alonso y marful