Seguimos refugiándonos en la intimidad de las cajas; cajas que son estuches y cofres y pequeños almacenes contra la fragilidad de la memoria y que, si cerramos los ojos, nos llevan de un lado a otro, al surgir de la imagen, como habría querido Gaston Bachelard.
El poeta peruano Emilio Adolfo Westphalen escribió que cada uno de nosotros es “un abismo portátil”. Somos, aún más, un abismo portátil dentro de un inmenso abismo probablemente portátil. En la iconografía occidental, Cristo Pantocrator sostiene el libro del mundo en su mano izquierda y son muchas las representaciones que lo han mostrado en su faceta de Salvator Mundi, sujetando una esfera transparente o, tal como lo describe el salmista, llevando en la palma de la mano la escritura ingente de todo lo que ha sido, lo que es y lo que será.
Leonardo da Vinci, Cristo Salvator Mundi.
Para sentir con toda su fuerza lo que solemos llamar “vértigo metafísico” prueben a invertir la posición del cielo. Es fácil y la experiencia resulta algo más que trivial. Túmbense en el suelo e imaginen que el manto estrellado de la noche no queda por debajo, sino por encima de ustedes, y que, en lugar de elevarse para tocar las nubes, tuvieran que bajar. Si pudiéramos experimentar el cielo como un pozo, y no como una bóveda insondable, ninguna de las leyendas que han acompañado y definido al homo sapiens como una especie esencialmente narrativa, habría sido como ha resultado ser. Una simple inversión como la que proponemos es más que suficiente para demostrar que todos y cada uno de los enclaves espaciales en que se expresa nuestro imaginario tienen su origen en la vivencia del cuerpo y en sus consiguientes transposiciones psíquicas. Si las moscas o los corales hubieran alcanzado el grado de evolución que ha experimentado nuestra especie, jamás habrían inventado mitos que, como la ascensión o la caída, con su apretado cortejo de ángeles y demonios, son producto de nuestra experiencia psicosensorial. O, para decirlo con unos versos de William Blake:
"Así como un hombre es, ve.
Así como el ojo es formado, así es como sus potencias quedan establecidas."
De igual modo que es específicamente humano imaginar la ascensión de un Dios o la caída de un ángel devenido en demonio –pensamiento que despacha, de camino, la posibilidad de que, de existir alguno de ellos se parezca en lo más mínimo a lo que nuestra especie fatalmente concibe, y que delata, de paso, que nada sabemos que no sea un producto de nuestra propia percepción-, también el eje que se dibuja entre lo exterior y lo interior, el adentro y el afuera, forman parte de una cartografía del espacio singularmente nuestra.
La palabra abismo procede del griego a-byssos, literalmente “sin fondo”. Somos, efectivamente, un abismo portátil que se asoma a otro abismo. Un cuerpo, una caja anatómica, albergan dentro simas de un calado indecible, profundidades ciegas, radicales tan hondos que, si pudiéramos viajar lo bastante atrás, o internarnos a la profundidad suficiente, es muy probable que revistieran la quietud mineral de un astro a la deriva, o el bullente esplendor de la biogénesis que, a partir de un modesto y azaroso genoma mínimo, empezó a gestar lo que hoy escribimos aquí, en este blog, como una fantástica y remota posibilidad. Un infinito dentro y un infinito afuera y, en el medio, como un necesario fulcro de balanza, la posibilidad de una sutura que apacigua el horror de lo que no tiene límites. Ser hombre, mujer, es, entre otras cosas, ser el sujeto activo de un imaginario que sin duda aparece, de la mano de la conciencia, como una salida terapéutica a la cárcel de la objetividad. Dioses que ascienden y demonios que caen, cielo e infierno, arriba y abajo, no son más que puntos de vista y posiciones relativas de un cuerpo que, si padece, o puesto que padece la fatalidad de la conciencia, ha recibido en pago la contrapartida de ser capaz de imaginar otros mundos. No puede haber conciencia sin fantasía, del mismo modo que es imposible separar el fuego del calor.
Cuando nuestras fantasías alcanzan a los demás en una suerte de comunión mítica, sin duda estamos en presencia del arte. Pero es de cajas de lo que estábamos hablando, y en el estuche que encierra nuestro particular abismo portátil, hay multitud de cajas de todos los tamaños que se someten, un día y otro, a una geopoética del espacio que opone lo interno a lo externo, la apertura y el cierre, lo propio y lo extraño, el yo y el Otro, el límite y la transgresión. La especie humana busca refugio en la cueva y en el territorio, en la intimidad de la casa y dentro de las fronteras de un país que se abre a unos y se cierra a otros, renovando, así, el pacto con el animal inseguro que somos y su necesidad de afianzar las barreras de las que depende su integridad. Una caja es, en definitiva, una metáfora de nuestra necesidad de poner puertas al abismo sin fondo que, dentro de nosotros, nos acecha y una representación plástica de nuestro imperioso afán por desdoblar el breve recinto en que nos alojamos en una imagen especular: una caja, una casa, un país, tributos que pagamos a la servidumbre del miedo y en las que, si la conciencia encuentra razones y arquitecturas, la imaginación busca asideros y recodos, plegaturas, refugios, un recipiente capaz de acoger en su seno las secretas delicias de la intimidad.
Tiene razón Bachelard cuando en La poética del espacio vincula las casas con los armarios, las cajas, los nidos y las miniaturas y cuando nos recuerda que “sin esos objetos nuestra vida íntima no tendría modelo de intimidad”. Con todo, es en la caja donde la complejidad de lo privado encuentra la única topología que calza el guante a la emoción del abismo porque, como Bachelard argumenta, parafraseando a Jean–Pierre Richards, “nunca llegamos al fondo del cofrecillo”. Una caja es, por tanto, un infinito íntimo, el reservorio donde, junto con la emoción de todo aquello que nos rebasa, encontramos la ilusión de un universo acotado donde tenemos la ilusión de navegar en paz.
Nosotras hacemos cajas como quien fabrica mundos, abismos portátiles, universos a escala que nos devuelven la imagen de todos los Salvator Mundi que han fascinado desde siempre nuestra imaginación y, acaso, nuestro romántico deseo de salvar al mundo. Marcel Duchamp, Kurt Swwitters o Joseph Cornell encerraron en cajas sus escritos, sus obras y su vida y construyeron pequeños museos o abismos portátiles donde continua encerrado, a buen recaudo, el secreto de su intimidad. Con certeza buscaron ellas el correlato plástico de una interioridad sin fondo que necesita acogerse a la poética del cofre y del secreto para decirnos que nada en la vida, ni en el arte, ni en el universo, es susceptible de ser conocido o, para usar una expresión numinosa, revelado.
Marcel Duchamp, Boîte-en-valise, 1936-41.
Joseph Cornell, Trade Wings / 2, ca. 1958.
John Banville, reciente autor de Los infinitos, reconocía en una entrevista que "lo sabemos todo, nos han dado toda la información, pero no nos han explicado nada. No puede explicarse. Creo que ésta es la única razón para dedicarse al arte: mostrar el absoluto misterio de las cosas”. Una novela es también una caja, un contenedor de enigmas que sobrevivirán a la especie y que rubricarán con una sonrisa nuestra denodada ambición de ir, siempre, más allá. Jules Supervielle, indagador de infinitos, decía buscar “en cajas profundas, profundas, como si ya no fueran de este mundo”. Y, mucho nos tememos que, al menos en parte, no lo son. Que hay muchos otros mundos que están en este y que la pequeña escala y las reducidas capacidades de nuestro cuerpo, al que vamos atados como un esclavo al asta, nos impiden conocer y desvelar.
Decimos todo esto porque refugiarse en una caja es, siempre, una excelente forma de huir de lo que estamos hartos. Estamos hartas de ese tejido helado que va urdiendo los días y que está hecho de cofres y secretos que lo único que guardan es dinero con el que financiamos jubilaciones de oro mientras el ciudadano de a pie se resigna a vivir un poquito peor que ayer, pero un poquito mejor que mañana, dándose un baño de desencanto y de orfidal. Hartas, también, de que las cajas tontas se hayan convertido en sucursales de El caso y en transmisoras seguras de una enorme epidemia de banalidad.
Como dice Antonio Porchia, “cuando lo superficial me cansa, me cansa tanto, que para descansar necesito un abismo.”
© alonso y marful
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