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© alonso y marful, opus nigrum, 2014 (in progress)

la vida secreta de una artista 11 / magdalenas en ítaca

Últimamente nos echamos al cuerpo unos libros gordísimos que acaban arrumbados por los rincones del estudio, porque el alma se despoja y va buscando la liviandad hiriente del relato corto, el poema o el aforismo.  A veces pasamos al lado de uno de estos ladrillos venerables, muchos de ellos de teoría económica,  y encontramos al azar una frase que ilumina esta época de vacas desoladas. "Fue la combinación envenenada del consumismo con la expansión irresponsable de la masa crediticia lo que produjo la peor recesión desde el 29.  El mercado es el nuevo Leviatán.” Amén.  Mientras la recesión cava surcos en el corazón de los más vulnerables y las instituciones culturales revuelven en el cepillo de las ánimas para poder rellenar la agenda, nosotras nos pasamos la semana preparando la exposición que presentamos en Can Gelabert  (Mallorca) el próximo sábado. Entretanto, nos rebautizamos de "povera" y bromeamos, con risa amarga, sobre un arte de la recesión. El caso es que, como no están las cosas como para tirar cohetes, nos ponemos a convertir una caja de embalaje en el marco de un díptico. Después de tres días de aplicar manos y manos de Titanlak negro mate, lija de agua y lanilla de acero, la madera, que deja traslucir aquí y allá la modestia del pino o del abeto, tiene el aspecto de una pizarra antigua. Antes de colocar las imágenes que irán dentro, garrapateamos los bordes con poemas improvisados, flechas que indican el cénit y el nadir, líneas de implosión en las que los rostros de las fotografías –Su pintada de blanco, con la cara arrasada por las lágrimas- se retan al sereno combate de la autorreflexión. Venimos de adentro y vamos hacia adentro.








 cómo nombrar el grito © alonso y marful 

Cogemos el coche y, de camino a Can Gelabert, charlando a propósito de ese arte de la recesión capaz de convertir un embalaje industrial en el soporte de un díptico,  nos encaminamos hacia un aserradero donde los árboles muertos siguen sangrando por los muñones y donde cada tabla invoca un pájaro y un nido en cuya intimidad arden los huevos más oscuros que soñara el Bosco. Antes de que el surrealismo tuviera la menor noción de sí Luciano de Samosata y el Bosco ya habían echado a andar sobre sus carros de heno a ese bestiario epiceno que nos confirma que existe el multiverso y que, mientras estamos en Alcudia puliendo un madero en forma de quilla, alguien en algún lugar remoto del espacio y del tiempo ha resuelto ya la forma que buscamos. El caso es que el aserradero es un mundo donde sueña, incorrupta, la arboleda perdida de Rafael Alberti. Tablas con secciones de más de un metro, o vigas con una envergadura de veinte, descansan al sol sin más sombrero que nuestras manos, que acarician la madera y la imaginan impresa con la imagen digital de algún congénere feliz, igual que estas jacarandas que, en la hacienda de enfrente, lanzan al aire limpísimo de mayo una intensa llamarada de color violeta.

Cogemos un par de palets y los imaginamos convertidos en el cobijo simbólico de tantos miserables y deshuciados que hemos visto desde el doble visor de las cámaras y los corazones, y, ya de regreso, mientras nos internamos en uno de esos ramales rectilíneos que son como las nerviaciones por donde la savia viejísima de la isla  viaja tranquila entre mar y mar, nos acordamos de los fieltros de Beuys y de Kounellis y nos parece que el arte es un monólogo con el ser que atraviesa, inmutable, el esplendor y la miseria y que resurge cantando una canción elemental de tierra y fuego, de aire y agua. O, para decirlo a la manera de Kounellis, que "el arte es una disciplina basada en el amor".

Cogemos tierra en un bolsón. Tierra roja con la que revestiremos los elementos de una instalación destinada a ocupar el foso de la sala, un aljibe de unos diez metros cuadrados en el que pensamos acomodar nuestra “Noche del alma para siempre oscura”. A saber: un atajo de libros y una esfera varias veces encolados y recubiertos de tierra tamizada y una mano blanca de yeso que atrapa entre sus dedos una bombilla de 1,5 watios. Ese es el menguado voltaje moral de una cultura que se obstina en crecer sin volver la espalda. Algo tendríamos que aprender del ángel de la historia que Walter Benjamin creyó ver, arrastrado por "la tempestad del progreso",  en una acuarela de Paul Klee. Y algo tendríamos que hacer para devolverles las alas a esos más de cinco millones de parados que hoy, Día Internacional de los Trabajadores, se pasean sin rumbo por el bulevar de los sueños rotos. Para cambiar una sociedad que ha hecho su mantra del crecimiento/consumo indefinidos sin parase a pensar en el colapso ecológico y en las contradicciones del sistema hacen falta muchos contramensajes. Hoy, mientras pasamos la kärcher por los palets y dejamos que el granizo haga el resto, nosotras queremos poner el nuestro del lado del decrecentismo, porque basta con mirar hacia atrás para darse cuenta de que los mejores  momentos de nuestras vidas no se los debemos al relevo del coche o a la jubilación prematura de la impresora o del móvil sino a esos instantes en que tuvimos la certeza de afinar nuestra nota con la armonía de un mundo incomprensible y mágico, ya sea asomadas al mar de la bahía, un poco como San Agustín y Santa Mónica en el éxtasis de Ostia, o entre los brazos de un amor pasajero o tenaz.

Nosotras crecemos decreciendo. Trabajamos con tierra y embalajes industriales y, en un par de semanas, devolveremos al mar estos dos cuerpos gloriosos  (permítanos el lector este puntual acceso de amor propio) que dejamos a la orilla a primeros de noviembre. Todos sabemos que volver es algo más que la letra de un bolero. Volver al mar cada primavera es un poco como poder tomar la magdalena de Proust, que es la madre dulcísima de todas las memorias, en una vieja taberna bajo la luz de Ítaca. Entre la ceremonia del té y el manto de Penélope no hay más que ese atavismo suave que ata los remos de la vida, siempre inescrutable, al complejo diagrama de una secreta circularidad.

Por lo demás, para hacer magdalenas y mojarlas en té no hace falta gran cosa. La receta es sencilla. Pero la materia prima y el horno superferolítico es algo a lo que todavía aspira la mayor parte de la humanidad.

© alonso y marful


PARATEXTOS:


Germano Celant y el arte pobre

"Antiguamente las cosas eran así: primero el hombre y, luego, el sistema. Hoy es la sociedad la que produce, y el hombre el que consume. Todo el mundo puede criticar, forzar, desmitificar y proponer reformas, pero deberá permanecer dentro del sistema: no se le permite ser libre. Una vez creado un objeto, hay que acompañarlo. Así lo manda el sistema. No se puede frustrar la expectativa; si ha asumido un papel, el hombre debe seguir recitándolo hasta la muerte. Todos sus gestos han de ser absolutamente coherentes con su actitud anterior, y deben prefigurar el futuro. La salida del sistema significa una revolución. Así, el artista, como un nuevo juglar, satisface los consumos refinados y produce objetos para los paladares cultos. Si ha tenido una idea, vive para ella y de ella. La producción en serie le obliga a producir un único objeto que satisfaga el mercado hasta la adicción. No le está permitido crear y abandonar el objeto en su camino; debe seguirlo, justificarlo y canalizarlo; el artista debe ocupar el lugar de la cadena de montaje. Tras haber sido estímulo impulsor, técnico y especialista del descubrimiento, se convierte en engranaje del mecanismo. Su actitud se ve condicionada a ofrecer sólo una correptio del mundo, a perfeccionar la estructura social, pero nunca a modificarla y revolucionarla. Aunque rechace el mundo del consumo, resulta ser un productor. La libertad es una palabra vacía. El artista se liga a la historia, o mejor, al programa, y sale del presente. No se proyecta, sino que se integra. Para "inventar", se ve forzado a actuar como un cleptómano y recurrir a otros sistemas lingüísticos. Pero, ¿qué es lo que hacía Duchamp? Desde luego, no pretendía satisfacer al sistema. Para él, ser y vivir significaba, y significa, jugar al ajedrez (el movimiento del caballo no es nunca rectilíneo) y decidir, nunca dejar que otros decidan por uno. Por más que se haya buscado el sistema, nunca se ha encontrado donde se pensaba hallarlo.
Así, en un contexto dominado por las invenciones y las imitaciones tecnológicas, las posibilidades de elección son dos: la apropiación (la cleptomanía) del sistema, de los lenguajes codificados y artificiales, en el diálogo con las estructuras existentes -tanto sociales como privadas-, la aceptación y el pseudoanálisis ideológico, la ósmosis con cualquier "revolución" -aparente, e integrada al momento-, la sistematización de la propia producción en el microcosmos abstracto (op) o en el macrocosmos sociocultural (pop) y formal (estructuras primarias); o bien, por el contrario, la libre proyección del ser humano.
En la primera posibilidad vemos un arte complejo; en la segunda, un arte pobre, comprometido con la contingencia, con el acontecimiento, con lo ahistórico, con el presente ("nunca somos totalmente contemporáneos de nuestro presente"; Debray), con la concepción antropológica, con el hombre "real" (Marx): la esperanza, convertida en seguridad, de desembarazarse de cualquier discurso visualmente unívoco y coherente (lla coherencia es un dogma que hay que quebrantar!); la univocidad pertenece al individuo y no a "su" imagen y a sus productos. Se trata de una nueva actitud para recuperar un dominio "real" de nuestro ser, que lleva al artista a desplazarse continuamente del lugar que se le ha asignado, del cliché que la sociedad le ha estampado en la muñeca. El artista deja de ser explotado para convertirse en guerrillero; quiere escoger el lugar de combate, disponer de las ventajas de la movilidad, sorprender o golpear; y no lo contrario."

Germano Celant, "Arte povera. Apuntes para una guerrilla", en el libro de Aurora Fernández-Polanco, Arte povera, Nerea, Madrid, 2003, pp 99-103.

Os recomendamos leer el artículo completo. Podés verlo en:
http://www.annapujadas.cat/material/textos/cpa_txtcelant.htm


Walter Benjamin y el ángel de la historia

"Hay un cuadro de Klee llamado Angelus Novus. En ese cuadro se representa a un ángel  que parece a punto de alejarse de algo a lo que está mirando fijamente. Los ojos se le ven desorbitados, la boca abierta y las alas desplegadas. Este aspecto tendrá el ángel de la historia. Él ha vuelto el rostro hacia el pasado. Donde ante nosotros aparece una cadena de datos, él ve una única  catástrofe que amontona ruina tras ruina y las va arrojando ante sus pies. Bien le gustaría detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo destrozado. Pero, soplando desde el Paraíso, la tempestad se enreda entre sus alas, y es tan fuerte que el ángel no puede cerrarlas. La tempestad lo empuja, inconteniblemente, hacia el futuro, al cual vuelve la espalda, mientras el cúmulo de ruinas ante él va creciendo hasta el cielo. Lo que llamamos "progreso" es justamente esta tempestad."

W. Benjamin, Sobre el concepto de Historia, Obras I, 2, p. 310.


Podéis verlo en red en el índice de conceptos del Atlas Benjamin:
http://circulobellasartes.com/benjamin/

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