(de la serie cómo nombrar el grito © alonso y marful)
1.- La identidad. Nos hemos detenido a menudo no ya en la identidad que cobijan nuestros nombres, Su Alonso, Inés Marful, sino en el concepto mismo de "identidad" como perseverancia de lo idéntico. Ego idem sum. Identidad. Pero, ¿cuál de ellas? ¿Acaso la identidad no es la suma, y la reducción a un hipotético común denominador, de todas las diferencias? La apelación al nombre propio no es gratuita. Lejos de serlo, llama a la paradoja de la inestabilidad de una presencia que ha dejado atrás la quietud metafísica de la Idea e invoca al nombre y a la filiación que lo acompaña como al único asidero al que aferrarse. Presentamos el carnet de identidad y el funcionario se asegura de que nos parecemos a la foto, siquiera sea remotamente. Miramos las sucesivas cartes d´identité –toda carta es a la vez escritura y juego- y apenas nos reconocemos en la muchacha que ríe con el pelo cortado a lo garçon o con el rostro abatido por la pena. Hemos sido. Y la instantánea registra el pasaje por esa identidad perentoria que, ya entonces, corría a nuestro encuentro. Al encuentro de la muerte. Buscamos, pues, la identidad en el nombre propio. Nos hacemos un nombre e incluso un re-nombre. Acariciamos la ambición de que nuestro nombre sea re-nombrado, vuelto sobre sí, doble enfático de sí mismo que subraya el valor de marca de lo idéntico. Amasamos los semas y los biografemas que se van reuniendo en torno a él como la garantía de una existencia verdadera. Porque lo que no se nombra no existe, existir es, pues, ser nombrado. Paladear el éxtasis del yo en la carne lingüística de un significante de goce gracias al cual Narciso aprecia en el Otro la realidad de su existencia.
2.- No es la menor de las paradojas que acompañan al nombre propio cuando decimos, por ejemplo, Su Alonso o Inés Marful, pero también Paul Celan o Primo Levi, el que ese nombre no nombre en absoluto lo que hemos sido, sino esa ceremonia civil que nos actúa y reúne para nosotros un conglomerado de signos que aluden a nuestra existencia. Un rostro, una biografía. Un nombre. Las certezas superficiales. Pero ¿qué somos en realidad? Y, sobre todo, ¿qué nos hace crear, cualquier cosa que sea la que creemos? Todo/a aquel/la que crea, ese es al menos nuestro punto de vista, crea para intentar expresar lo inexpresable. Ningún/a creador/a que merezca ese nombre estará orgulloso de todo aquello que acompaña su nombradía. O mucho nos equivocamos o no se sentirá tocado/a por la intensión semántica de un nombre que orbita en torno a ellas, pongamos Alejandra Pizarnik o Marguerite Durás, como orbita una estrella en torno a un agujero negro. Un/a creador/a superficial se sentirá orgulloso/a de su nombre. Un/a creador/a verdadero/a contemplará su nombre como un mero efecto retórico. Ese “Otro” de que hablaban Paul Eluard o Jorge Luis Borges. Un doble fantasmal que ahonda el surco o recubre la ausencia. El material semántico que será irreductible a la traducción porque es, por definición, in-traducible. Porque -punto donde la materia y la energía significante tropiezan una y otra vez contra el horizonte de sucesos- no hay nada susceptible de ser trasladado hasta la superficie del lenguaje. Porque ese fondo yacente que intentamos in-formar, lo que es tanto como dar forma, plástica o verbal, rehúsa la horma del significante en la misma medida en que es del orden de lo in-consciente.
A estas alturas del guión, estamos muy lejos de pensar que el prototipo de lo inconsciente sea lo sexual. Más proclives a hablar de un radical de dolor antropológico, probablemente parejo de la adquisición de la conciencia, y en particular de su prototipo “erótico”, la conciencia de la muerte, creemos que toda poética, todo hacer, es un hacer contra lo inexpresable de esa falla fundacional en el tejido de la sensibilidad que es la conciencia de la muerte.
Ese es el grito de la especie. Esa es la carne del poema. (…)
Continuará...
© alonso y marful
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