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© alonso y marful, opus nigrum, 2014 (in progress)

la vida secreta de una artista 4 / la escritura de Dios o Mandelbrot con Platón

























Amanece en la bahía. Fuera, junto al cobertizo, hay una cruz de palo que habíamos pensado utilizar para reproducir una escena de la "vía dolorosa". Probablemente un gato ha estado pasando por encima y ha roto el encolado de las junturas. Vuelta a empezar. La lluvia arrecia y golpea con furia las cornisas. Mejor hacer café y recluirse a leer o a hacer bocetos. Últimamente me quedo absorta frente al modulor de Le Corbusier y pienso en las escalas matemáticas que subyacen a la armonía… Recuerdo ahora una conversación con Fernando Arrabal, obsesionado entonces por el conjunto de Mandelbrot y por la metafísica de los números. Cuando el propio Benoît Mandelbrot contempló la apacible regularidad con que iban mostrándose las figuras originadas por la iteración de una determinada fórmula sobre un sencillo plano de coordenadas x e y tuvo la sensación de que eran el fruto de algún elegante error de computación. Se hallaba, por el contrario, ante el despliegue de una delicada y portentosa mise en abyme que recordaba la apelación platónica a un mundo inteligible donde habitarían los modelos de realidad inventados por algún matemático sublime. Nosotros, habitantes de la caverna, no seríamos, para Platón -y la tenaz repetición de los patrones de Mandelbrot parece sugerirnos algo similar- más que fenómenos resultantes de la aplicación, más bien chapucera, de un puñado de fórmulas maestras. El mundo platónico de las Ideas esperaba a Mandelbrot para seguir apostando por un catálogo de abstracciones intemporales e implacablemente exactas  que gozan de una existencia absolutamente autónoma. La eidética platónica, y con ella la incomprensible hiancia entre el noúmeno y el fenómeno,  parecen haber  sido objeto de una poética y puntual revelación.

El conjunto de Mandelbrot es arte. El vertiginoso despliegue de mandalas, espirales y estrellas que una sencilla operación de cálculo genera –siendo, además que un mandala es a la vez un símbolo de la impermanencia y de la totalidad -hace que nos sintamos acechados por la presencia de un fastuoso ingeniero que no juega a los dados, sino que escribe su ley en la piel de los jaguares, eso postula Borges, o en la partitura trascendental de un lenguaje devuelto, como postula Mallarmé, “a su ritmo esencial”… Mallarmé persiguió sin éxito el poema del mundo que Orfeo llevó en su flauta hasta los mismos infiernos y cuyo canto, como la divina escala del conocimiento platónico, era capaz de devolvernos a la divina latitud que a veces  roza nuestra humana ignorancia, como a veces sentimos que nos roza la caricia de un muerto que vuelve del ayer o la de un ángel terrible que deja en nuestra ropa la púrpura sagrada de la inmortalidad.

Probablemente ese ingeniero inconcebible que conoce a Platón y también a Mandelbrot, mira arder la naranja del sol en la bahía y, conocedor del grafo y la gramática, del inasible origen y el destino, contempla mi tranquila incertidumbre tabletear sin paz sobre estas veintisiete letras cuya permutación podría crear el mundo o extinguirlo.
 
Yo, igual que Jacob Bóhme vio a Dios en un vaso de estaño, me inclino hoy ante el satori que me ofrecen los mandalas de Mandelbrot y pienso, con algunos poetas de la cábala, que fue una única imperfección en un sólo grafema la que introdujo en el mundo la semilla del mal…



PARATEXTOS

Roger Penrose

“¿Es la matemática invención o descubrimiento? Cuando los matemáticos obtienen sus resultados, ¿están produciendo solamente elaboradas construcciones mentales que no tienen auténtica realidad, pero cuyo poder y elegancia bastan simplemente para engañar incluso a sus inventores haciéndoles creer que estas construcciones mentales son “reales”? ¿O están descubriendo realmente verdades que ya estaban ahí, verdades cuya existencia es independiente de las actividades de los matemáticos? Creo que, por ahora, debe quedar muy claro para el lector que me adhiero al segundo punto de vista (…)  Existen casos en los que sale de la estructura mucho más de lo que se introdujo al principio. Podríamos adoptar el punto de vista de que, en tales casos, los matemáticos han tropezado con obras de Dios.”

La nueva mente del emperador, cap. 3: Matemáticas y realidad.


J. L. Borges

"En ese afán estaba cuando recordé que el jaguar era uno de los atributos del dios. Entonces mi alma se llenó de piedad. Imaginé la primera mañana del tiempo, imaginé a mi dios confiando el mensaje a la piel viva de los jaguares, que se amarían y se engendrarían sin fin, en cavernas, en cañaverales, en islas, para que los últimos hombres lo recibieran. Imaginé esa red de tigres, ese caliente laberinto de tigres, dando horror a los prados y a los rebaños para conservar un dibujo.

Entonces ocurrió lo que no puedo olvidar ni comunicar. Ocurrió la unión con la divinidad, con el universo (no sé si estas palabras difieren). El éxtasis no repite sus símbolos: hay quien ha visto a Dios en un resplandor, hay quien lo ha percibido en una espada o en los círculos de una rosa. Yo vi una Rueda altísima, que no estaba delante de mis ojos, ni detrás, ni a los lados, sino en todas partes, a un tiempo. Esa Rueda estaba hecha de agua, pero también de fuego, y era (aunque se veía el borde) infinita. Entretejidas, la formaban todas las cosas que serán, que son y que fueron, y yo era una de las hebras de esa trama total, y Pedro de Alvarado, que me dio tormento, era otra. Ahí estaban las causas y los efectos, y me bastaba ver esa Rueda para entenderlo todo, sin fin. ¡Oh dicha de entender, mayor que la de imaginar o la de sentir! Vi el universo y vi los íntimos designios del universo. Vi los orígenes que narra el Libro del Común.

Vi las montañas que surgieron del agua, vi los primeros hombres de palo, vi las tinajas que se volvieron contra los hombres, vi los perros que les destrozaron las caras. Vi el dios sin cara que hay detrás de los dioses. Vi infinitos procesos que formaban una sola felicidad, y, entendiéndolo todo, alcancé también a entender la escritura del tigre.  

Es una fórmula de catorce palabras casuales (que parecen casuales), y me bastaría decirla en voz alta para ser todopoderoso. Me bastaría decirla para abolir esta cárcel de piedra, para que el día entrara en mi noche, para ser joven, para ser inmortal, para que el tigre destrozara a Alvarado, para sumir el santo cuchillo en pechos españoles, para reconstruir la pirámide, para reconstruir el imperio. Cuarenta sílabas, catorce palabras, y yo, Tzinacán, regiría las tierras que rigió Moctezuma. Pero yo sé que nunca diré esas palabras, porque ya no me acuerdo de Tzinacán.  

Que muera conmigo el misterio que está escrito en los tigres. Quien ha entrevisto el universo, quien ha entrevisto los ardientes designios del universo, no puede pensar en un hombre, en sus triviales dichas o desventuras, aunque ese hombre sea él."

“La escritura de Dios”, de El aleph.

© alonso y marful

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