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© alonso y marful, opus nigrum, 2014 (in progress)

las fotolateras y la magia del estenopo


























(de la serie ciudades enlatadas © fotolateras)

Hace cuatro años que Lola Barcia y Marinela Forcadell se pasean por el mundo con un lírico equipaje de cajas de lata. Las conocimos en las Salinas de Añana,  enamoradas de un misterio que, ya en el siglo IV a. de C., permitió a Aristóteles contemplar un eclipse de sol sin quemarse las retinas. Siendo, como era, un genio de la observación, el Estagirita comprobó que bastaba con practicar un pequeño agujero en el tejado para poder mirar el disco solar convertirse en “una aguzada hoz”,  que, como habría de anotar Guillaume de Saint-Claud, un astrónomo parisino de finales del siglo XIII, “parecía empeñada en advertir de algún augurio funesto a los espíritus mortales”.  A los ojos de una física rudimentaria, parecía obra de magia el que la luz aprovechase un ingenuo orificio para colar sus pinturas invertidas en el fondo de una cámara oscura. Según parece, muchos pintores la utilizaron a partir del siglo XIV para dotar de mayor realismo a las perspectivas y los rostros. Las latas de café o de panettone que las “fotolateras” llevan consigo tienen, pues, precedentes tan eximios como las enormes habitaciones a oscuras que ayudaron a bocetar a Leon Battista Alberti, Piero della Francesca o Leonardo da Vinci.

Las imágenes que se filtraban a través del agujero estenopeico tendrían que esperar hasta el siglo XIX para encontrarse con los compuestos químicos que les permitirían fraguar en una instantánea fija. Coetánea de la muerte de Dios y del ascenso de una burguesía ávida de perpetuarse en la estabilidad de un retrato,  la fotografía hacía su aparición de la mano de Niepce, Daguerre y Fox Talbot y nacía rodeada de una fascinación metafísica. Los largos tiempos de exposición a la luz forzaban a los modelos a permanecer en sus poses, y la obligada inmovilidad otorgaba a sus gestos la solemnidad de una durée en la que se masticaba el tiempo. El instante que huía en los relojes parecía doblegarse al ingenuo mecanismo con que William Henry Fox Talbot había conseguido atraparlo en sus distintos modelos de “ratonera óptica”. 

Igual que el erudito inglés en las inmediaciones del lago de Como, las fotolateras que envasaban el blanco de las Salinas de Añana parecían poseídas por un hechizo. Para quienes tuvieron el privilegio de verlas “cocinar” sus fotografías, la frase “quien se mueva no sale en la foto” dejó de ser un misterio. Bastaba con pasearse por delante de una de las latas apostadas aquí y allá, como extraños soldados de una guerra perdida, para quedar reducido a un tímido ectoplasma. La identidad que pasa y deja apenas un hálito de niebla, el mínimo común estertor capaz de imprimir su huella sobre la dúctil memoria de un papel fotosensible. Luego las vimos crecer y seguir atizando los fogones donde continúan cocinando sus ciudades enlatadas. Valencia, San Sebastián, Padua, Nápoles, Berlín, París, Nueva York…

Nosotras nos quedamos a pasar esta tarde plomiza de noviembre en esta maravilla oval donde sueña, forever, el madrileño parque del Retiro. 


http://www.fotolateras.com/

© alonso y marful

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