INSTRUCCIONES PARA LEER ESTA ENTRADA: guarde silencio durante 5 minutos. La escucha atenta le descubrirá que el silencio no existe y que, detrás del silencio, se oculta la procelosa y sublime sinfonía de un mundo músico. Relájese y piense. A continuación, proceda a incluir los ruidos que se producen en su entorno entre las múltiples acepciones de la palabra “música”.
(john cage)
Satie era un genio irreverente. Pianista de cabaret, dibujante de edificios imaginarios, coleccionista de paraguas, autor de piezas humorísticas para piano y de risueñas paradojas como las Memorias de un amnésico, su vida es una sucesión de actos de libertad que prefiguran el drástico borrón y cuenta nueva que, de la mano de Dada, daría un giro de ciento ochenta grados a la historia del arte. Cuando, en 1919, Satie conoce a Tristan Tzara y al puñado de iluminados que, encabezados por Marcel Duchamp, Francis Picabia, Man Ray o André Breton, amenizaban con sus soirées las calles y los locales parisinos, ya ha rebasado el medio siglo, no obstante la madurez no había desgastado en él la hilarante lucidez con la que había amenizado sus piezas musicales, salpicadas de instrucciones que, como en el caso de su Danse cuiraseé, indican al coreógrafo que mientras “la primera fila no se mueve” y “la segunda fila se queda quieta, los bailarines reciben un sablazo que les divide en dos la cabeza”.
Instrucciones escritas a beneficio de inventario, poco imaginaba el autor de las gimnopedias que, cuarenta años después, un antimúsico zen como John Cage habría de ejecutar, al pie de la letra, alguna de sus locas sugerencias. Corría el año 1963 cuando, respondiendo a los dictados de Satie, Cage decide afrontar la que bien podría considerarse como la primera performance de la historia, al interpretar 840 veces la pieza Vexations, un breve y aburrido puñado de compases que apenas ocupaba tres líneas. Entre los doce ejecutantes de la pieza se encontraba John Cale, cofundador de la Velvet Underground que amenizó con sus chirridos la factoría de Andy Warhol. Una de las lecciones de aquella ceremonia maratoniana consistía en apreciar la diferencia entre cada una de las 840 interpretaciones. Las aguas del río de Heráclito estaban en constante movimiento. No existía el facsímil perfecto. La noción de identidad se desvanecía en menudos diferenciales cuya singularidad parecía conferirles un resplandor metafísico.
Para entonces, John Cage ya era quien habría de ser y sus sesudos devaneos alrededor del silencio habían dado una vuelta al tópico de lo inefable. Dejando atrás las batallas del arte, tal como se había conocido hasta entonces, por hacer visible lo invisible, Cage animaba a su público a dar un paso atrás y a apreciar los infinitos sonidos que, al emanar de una realidad contemplada en una suerte de epojé fenomenológica, revelaban una variedad y riqueza tan preñada de luces y de sentidos como la más sublime de las sinfonías. Resucitaba, así, el gesto disolutorio de las vanguardias al descargar el martillo sobre las convenciones estéticas binarias que habían separado la música de lo que hasta entonces no lo había sido.
Las teorías de John Cage eran algo más que una bufonada. Eran el fruto seguro de una inmersión en el budismo que, hoy como ayer, nos invita a recobrar la pureza de la mirada, a fijar la atención en el presente y a pararnos, eventualmente por primera vez, en el esplendor magallánico de sus manifestaciones. Cage admiraba a Duchamp y proclamaba, como él, la necesidad de resetear los programas cognitivos que habían educado la sensibilidad en una separación estricta entre el arte y la vida. El arte estaba en la vida. La vida era arte. El camino para todos los movimientos de sesgo conceptual estaba abierto y abierta, por lo tanto, la enorme brecha por la que habrían de colarse los aciertos y las boutades, los originales y las réplicas que en el día de hoy siguen llenando abundantemente los museos y las galerías.
(merce cunningham)
En 1948 Cage había hecho piña con Merce Cunnighan y, muerto Dada, y convertido el surrealismo en un cadáver exquisito, era el momento propicio para dar otra vuelta de tuerca a las marchitas convenciones del canon: una música sin armonía, con el clavijero del piano entorpecido por objetos metálicos y pedacitos de cuero y un baile sin argumento ni sintaxis. Y, por supuesto, ni la menor relación entre la partitura y el movimiento. Ruidos y reacciones corporales producidas al albur del momento formaban parte del espectáculo. La paradoja entre la vida y el arte se había desvanecido entre los fosfenos de una razón estética trasnochada. Después de Autswitz, diría Adorno, un nuevo imperativo categórico emergía, como un mandato moral, de la conciencia ensangrentada: del Holocausto en adelante el horizonte de la poesía aparecería como nublado por un negro pesimismo ontológico. La poesía ya no podía ser la misma.
A la altura de 1952, la composición de la pieza 4:33, en la que no había escrita ni una sola nota, fue el punto de cristalización del ideario de Cage, que, entretanto, había trabado amistad con Rauschenberg y Jaspers Johns. Ambos pintores, cada uno a su manera, daban un golpe de gracia al expresionismo de Pollock, recuperaban la herencia de Duchamp y empezaban a incorporar a sus lienzos todo tipo de objetos, introduciendo en la pintura el espesor matérico de la vida. El lugar de encuentro fue el Black Mountain College, en Carolina del Norte, templo de la experimentación en el que se gestaron buena parte de las ideas que aún riegan profusamente las anquilosados arterias del universo artístico. Durante el verano de ese mismo año, Cage no sólo estrenó sus cuatro minutos y medio de silencio, sino que aprovechó la calurosa acogida del Mountain para organizar un batiburrillo de actuaciones simultáneas que llevaba por título Theatre Piece Nº 1. Mientras Rauschenberf pichaba discos de Edith Piaf y Merce Cunnnighan “bailaba”, el poeta experimental Charles Olson declamaba sus poemas, David Tudor “tocaba” el piano y el propio Cage disertaba acerca de la relación entre el budismo zen y su singular forma de entender la música. Se había convertido en el instigador del primer happening. A partir de entonces, sería realmente difícil afianzar un criterio que separase el arte de las incidencias de la vida…
Por fin, la profecía se había consumado: en 1913-14 Duchamp había tirado tres metros de hilo sobre tres tiras de tela de color azul Prusia y había confeccionado tres reglas de madera siguiendo sus sinuosidades. Un metro lineal había dejado de ser una medida científica vinculante para convertirse en una magnitud azarosa. El reinado del azar, que había inspirado el proyecto filosófico de John Cage, alcanzaría, con el tiempo, a la indecisión cuántica en que habría de desenvolverse la ciencia misma. El movimiento acompasado del espacio-tiempo era, a partir de entonces, la única de las verdades a las que insoslayablemente estaría sometido el ser humano, devenido en artista de una poética tan extensa que no sólo incluía el objeto encontrado, sino la mirada que se arroja sobre el objeto, la mirada que mira a quien lo mira, la mirada que interpreta a quien mira mirar el objeto encontrado... El mundo entero es un happening.
Libérate y escucha. Respira.
© alonso y marful
Hola , he visitado tu blog , me gusta la publicación y presentación del mismo , felicidades , un saludo cordial.
ResponderEliminarGracias, amig@. Saludos cordiales, Su + Inés
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