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© alonso y marful, opus nigrum, 2014 (in progress)

arte corporal, ¿perversión o catarsis?

                                                                                                      Qué haré, cuando todo arde?
                                                                                                      Francisco Sá de Miranda                             

La ola de frío deja decenas de muertos. Cadáveres que se aferran a la intemperie como a la condición última de todo lo que existe. Hace unas semanas, Manuel Borja-Villel, director de Museo Centro de Arte Reina Sofía, de Madrid (MCARS), elegía el movimiento 15-M como uno de los acontecimientos culturales más importantes de 2011. La declaración desató una marea de reacciones que manifestaban su asombro ante la posibilidad de que un movimiento social pareciera incorporarse a los mapas del arte como si se tratara de un acontecimiento plástico. A nadie que frecuente este blog podrá sorprenderle que la vida, que brota y arde en cada esquina, sea conceptuada como un ejercicio aledaño de la expresión artística. Detrás del movimiento 15-M vuelve a fraguar, con la ferralla oxidada por tanto y tan baldío epigonismo, esa columna alada de las vanguardias que un día reclamaron para el arte el derecho a romper los juguetes del orden dando un golpe de mano sobre la mesa de lo establecido. Un empeño nietzscheano, la transvaloración de todos los valores, parecía emerger de las entrañas mismas de la especie y elevar su energía disolutoria contra los fetiches de un Autor y de una Obra incapaces de expresar el escepticismo ante una historia que, como diría Ciorán, parecía empeñada en mostrarse como antídoto de la utopía y que acarreaba consigo la des-composición del sujeto.

Zaratustra nos había avisado de que empezábamos el largo camino del centro hacia la x. Y, efectivamente, el centro se revelaba como una ilusión, un mero flatus vocis que, llevándose por delante los tribunales de Dios y la Razón, parecía extenderse, como un reguero de pólvora, y reducir a cenizas las cándidas certezas que habían asentado nuestra posición en el mundo. No sólo era el hachazo, demoledor, de la I Guerra, sobre el que la II se afianzó, como un freudiano aprés-coup que desataba del todo los monstruos de un raciocinio en solfa, sino un auténtico haz de elementos entrelazados. Con genial intuición, André Breton había indicado que, a partir de entonces, ”la vida y la muerte, lo real y lo imaginario, el pasado y el futuro, dejarían de percibirse contradictoriamente”. El tiempo otorgaría a la frase el calado de una definición: las paradojas de la historia, con su infierno repleto de buenas intenciones, dictaminaban la condición surrealista del pasado y del presente y envolvían en una luz matinal los tenaces absurdos de la vida. El concepto de Realidad, que empezaba a disolverse de la mano de Einstein y de Heisenberg, se tambaleaba. La noción de Verdad iniciaba su lento descenso hacia un relativismo epistemológico que acabaría por reducirla a un puro efecto de perspectiva que cabalgaba inseguro sobre un puñado de fórmulas retóricas sedimentarias. Muy pronto la Filosofía no sería, como quiso Borges, más que una rama más de la literatura fantástica. Corría el año de 1927 cuando Marguerite Yourcenar subrayó una frase del epistolario de Flaubert que recogía, cum grano salis, la tragedia de una humanidad sin otro madero al que aferrarse que la celebración del fragmento desgajado de una unidad definitivamente perdida, la exaltación del gesto y el cultivo, a veces trágico y a veces definitivamente banal, de las ajadas rosas de una vida que empezaba a revelarse como una mera ocurrencia de la materia perfectamente acotada entre los dos extremos de un segmento. “Cuando los dioses ya no existían y Cristo no había aparecido aún, hubo un momento, único, en que el hombre estuvo solo”. Era el momento de saludar la reedición de ese instante. Lo que no resultaba previsible eran las formas de expresión en que ese instante de soledad se prolongaría hasta alcanzarnos.

El arte no es más que un espejo al lado del camino. Si la vida era un drama donde el azar y el absurdo campaban a sus anchas, ¿a quién puede extrañar, a estas alturas, que las manos de Satie, Tzara, Duchamp, Marinetti, Breton o Artaud abofetearan con fuerza el rostro ajado de los repertorios artísticos? ¿A quién que esas mismas manos reclamaran el derecho al reconocimiento de nuevos códigos estéticos capaces de representar, esta vez por la vía negativa, una nueva épica de la existencia?
El que esta épica negativa despejara su ardor en las hogueras del arte corporal no era más que una cuestión de tiempo. Si el individuo postmoderno era carne, explorada hasta ese último rincón donde el espíritu se niega a mostrarse, nada más lógico, visto desde el presente, que llevar la carne hasta la desnudez más extrema, torturada y doliente. No obstante, tuvieron que darse las coordenadas históricas que permitieron al cuerpo incorporarse en cueros al discurso del arte y otorgar, así, a la vanguardia, un nuevo episodio de renacimiento. A la altura de los años 60, al calor de la revolución sexual y de la efervescencia del discurso feminista, el campo estaba abonado para mostrar a la humanidad a través del sustrato sufriente de la carne. A fin de cuentas, el ser humano no era más que el oscuro y triste de los materiales biológicos, no en vano los caprichos de la evolución han querido que sea capaz de ser, a un tiempo, el sujeto y el objeto de sus propias reflexiones y, en definitiva, que se vea obligado a beber, día tras día, del vino amargo de la conciencia.  Vigilado y torturado hasta la ortoposición por lo que Foucault llamó los biopoderes,  durante los años sesenta y setenta el cuerpo humano cortó, con gesto firme, las cínicas amarras del decoro y dio el golpe de gracia al muro de los tabués: defecar, masturbarse, autoinfligirse daño, pasaron de ser parte de las secretas liturgias de lo íntimo y se incorporaron a las calles, las universidades y los museos.  La provocación, probablemente por última vez, seguía siendo posible.  
Si 1968 fue un año de cristalización de la rebeldía juvenil, que manifestó su descontento con el sistema de valores, la educación y la política sacudiendo las universidades de Estados Unidos, México, Francia y Alemania y otorgando un nuevo sesgo a los movimientos contraculturales que, durante los años 50 y 60, habían protagonizado los beatniks y los hippies, lo que hechos que habrían de acontecer en la primavera artística vienesa distaban mucho de arrojar luz sobre el camino abierto por los jóvenes rebeldes. Muy lejos de las proclamas libertarias que perseguían el surgimiento de un nuevo humanismo, los hechos que tuvieron lugar en junio de 1968 en la capital austriaca suponían la salvaje exploración de las posibilidades anunciadas por Duchamp acerca de la artisticidad inherente a cualquier manifestación físiológica, pero no ya en sí misma, sino llevada por el artista, convertido en cuerpo del arte, a inusitados extremos de desafío y de violencia. En 1964, cuatro años antes de su impactante debut en el auditorio de la Universidad de Viena, Günter Brus había sido el cofundador del Accionismo Vienés, al que pertenecían, también, Otto Muehl, Herman Nitsch y Rudolf Swartzkogler. Su demoledora carrera contra los tabúes que prohíben autolesionarse o mostrar en público la intimidad de determinadas prácticas sexuales o funciones fisiológicas eran parte de un programa de provocación que había conseguido introducir en el desconcierto de los programas museísticos que, ya por entonces, no sabían demasiado bien a qué atenerse. No obstante, el evento celebrado en la Universidad de Viena bajo el título Arte y Revolución le daría la oportunidad de ir un paso más allá y, en realidad, de hacer un primer y nutrido compendio de escatología y masoquismo que marcaría un hito en la historia de la neovanguardia. Pero, ¿era arte? Dejemos, por el momento, la pregunta en suspenso.
Arte y Revolución venía precedido por las acciones de muchas mujeres,  a quienes, para variar, no suele recordarse. No obstante, la revolución feminista que permitió sacar a la palestra un cuerpo rabiosamente liberado de las asfixias de la cultura androcéntrica, daba a los “textos” femeninos un grado de legitimidad que, aún hoy, nos hace verlos bajo una luz diferente. Sus manifestaciones artísticas, de hecho, iban, en buena parte, destinadas a reivindicar no sólo el derecho a una voz y a una presencia tercamente marginados del ámbito de la cultura, sino también a una corporalidad hecha a la medida de la mirada y del deseo masculinos. Pero –esto es algo sobre lo que Carlos Granés se despacha sin miramientos en su reciente libro El puño invisible, por lo demás excelente- ¿qué sentido tenía la revolución de Günter Brus? Granés habla del “infamante rapto” que lo llevó a cortarse el pecho y el muslo con una cuchilla de afeitar para después, con el trasero vuelto hacia el público, defecar y revolcarse en su propia mierda. La traca final consistió en masturbarse mientras, entre contorsiones de histriónico placer, cantaba el himno nacional de Austria. “Mayo del 68 en Francia –dictamina Granés, avalado por el conservadurismo de su padrino mediático, Mario Vargas Llosa- había significado el triunfo y el fin de la revolución vanguardista. Junio del 68 en Viena significó la renuncia a la revuelta cultural y la apoteosis de la abyección humana. Con aquella acción de Brus también se decía adiós al primer tiempo de la revolución cultural y se saludaba al segundo, un tiempo en que el artista dejaría de ser un Prometeo que liberaría al mundo con la llama de su vitalidad y se convertiría, más bien, en un síntoma, en una pulsión perversa, en el espejo que reflejaba la frustración, la derrota y la incapacidad, ya no sólo para crear un mundo nuevo, sino incluso obras de arte.”










Günter Brus, Self painting- Self mutilation / Autopintura-Automutilación, 1965 
Con toda la franqueza, resulta difícil no encajar el gesto de Brus, con otros muchos, entre los esfuerzos de la contracultura para devolver al ser humano, un ejemplar efímero y tan gratuito como una oveja o una col sobre la piel del cosmos, un cierto horizonte de trascendencia. Su reino, sí, era ya de este mundo, y quizá por esa razón los martirologios de los artistas corporales se mezclaban con los gestos de rabia y frustración. ¿Se trataba de un último esfuerzo del espíritu por traspasar con su luz las paredes de la carne? ¿Acaso no era esa misma frustración la que empujaba a los artistas a todo tipo de atentados contra las servidumbres del recato? ¿Tenían algún sentido nuestros triviales pudores en el seno de una sociedad que no había tenido el menor empacho en embarcar a sus miembros en los crímenes más sinestros? Los beatniks y también los hippies se habían refugiado en las drogas buscando en los estados alterados de conciencia la huida del sinsentido y la búsqueda de un horizonte de sutura incierto que Carlos Castaneda acertó a canalizar a través del personaje de Don Juan. Los corporalistas, por su parte, recuperaban para sí el látigo del místico, y parecían remedar, con sus actuaciones, los sacrificios propios de los antiguos ritos. ¿Acaso no se trataba de dar un último y desesperado salto en la escala ontológica y rescatar al hombre para una ligazón perdida con lo sagrado?











Bob Flanagan, Autoerótic SM / Autoerótica SM, 1989
Ciertamente, el discurso de los body artists no siempre secunda esta hipótesis. Sin embargo, en nuestra opinión no debe confundirse el discurso del arte con el arte mismo, ni exigirle al artista que atine a ser su mejor crítico. Tampoco, por supuesto, meter en el mismo saco a quienes, efectivamente, consiguieron y aún consiguen despertar en el público la sensación de magia y vértigo antropológico con quienes únicamente repiten el gesto sin otro compromiso que el que los liga al famoseo y a la histeria. Pondremos algunos ejemplos. Es imposible no ver en las performances de Ana Mendieta la primitiva luz de un animismo que renace, envuelto en sangre, para estampar en la pared las mismas manos que vemos aparecer, impresas sobre la roca, en la pintura rupestre. Trazo permanente de una conciencia desgarrada que busca trascender los límites de la carne y extender su huella más allá de sí misma. Imposible, también, no ver en los happenings de Carollee Schnemann la llamada al restablecimiento de un equilibrio pánico en el que las mujeres no tendrían que luchar por ser admitidas en lo que la artista calificó, y no sin razón, el “Club Artístico de los Sementales”. Imposible, finalmente, no pararse a pensar de dónde nace el impulso –que nos negamos a calificar de perversión o de rapto- que lleva a Bob Flanagan a apuntalarse el pene en una tabla. Es muy posible que nuestras sociedades precisen inventar las fórmulas de una oración laica y de un instinto sacrificial que asimila al artista con el pharmakós, el chivo expiatorio que lava con su sangre los absurdos de una especie que ha sido capaz del rapto de locura y perversión más acabadamente maléfico que quepa imaginar: el Holocausto nazi.
¿Tiene sentido, todavía, la transgresión? Sin duda alguna. Quizá hoy, más que nunca, necesitamos artistas que nos demuestren que la auténtica transgresión no está en las sentinas del arte sino en las del capital y la política. En los crímenes impunes. En los atentados contra la libertad y contra el cuerpo de los Otros. En tanta y tan atroz violencia inmerecida. Que el movimiento 15-M ponga sobre el tapete las contradicciones del guardián es parte de un nuevo y gran happening al que no le falta ni el coraje ni la ingenuidad ni el inequívoco punto de catarsis que comporta la rebelión contra la inmensa farsa de lo establecido.
A fin de cuentas, ni a los banqueros, ni a los grandes capitales que se amasan en la extorsión del más débil,  ni a los políticos que avalan con su firma la más abyecta de las muertes les da por enseñar el culo o por masacrarse. Quien atenta contra su propia integridad, pinta con la vagina o se come sus propias heces es algo más y mejor que un masoquista o un perverso. Es, tal vez, quien pone su cuerpo al servicio de un acto extremo de significación.
En su libro Apolo con un cuchillo en la mano Marcel Detienne nos enseña la proximidad originaria que existía entre el filo que corta y el que establece el límite, el que dibuja el altar y el que señala el camino. Cuerpos morbosos, liberados, obscenos, mutilados, dolientes. Pocas veces hemos visto expresar con tanto y tan liberador exceso el insoportable dolor que supone, no pocas veces, el simple ejercicio de viajar a lomos de un genoma sin alma, de mirar hacia atrás sin encontrar motivos para el menor optimismo antropológico y de habitar una piel que, en muchas ocasiones, nos complica hasta la desesperación la aventura, apasionante, de estar vivos.
© alonso y marful

1 minuto con Ana Mendieta

Blood sign /Signo de sangre, 1974

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