.

.
© alonso y marful, opus nigrum, 2014 (in progress)

el inconsciente espiritual de jung: del libro rojo a la torre de bollingen

En 1921 Carl Gustav Jung compra un terreno en Bollingen, en la orilla norte del lago de Zurich, con la intención de construir allí una vivienda y un lugar de estudio. Cumple, así, unos de los sueños que había acariciado desde la infancia: “siempre supe que tendría una casa junto al agua”. En el torreón de Bollingen Jung encuentra la paz necesaria para sumergirse en una de las aventuras de introspección más intensas de las que tenemos noticia. Es allí, en comunicación con las fuerzas naturales y sobrenaturales, donde el padre del inconsciente colectivo escribe buena parte de su obra. En los momentos de concentración, iza una bandera para indicar a las visitas que se alejen. Necesita de la soledad para sumergirse en las profundidades del ser e indagar en las secreta juntura que liga el psiquismo individual con la vivencia de lo arquetípico, un catálogo transpersonal de imágenes e historias que atraviesan la barreras geográficas reiterando aquí y allá, con la constancia de un canon,  los motivos que articulan las distintas mitologías, religiones y folclores. “En Bollingen –escribe- estoy en el centro de mi propia vida, soy mucho más el sí mismo. Por momentos siento que soy uno con el paisaje, que estoy dentro de las cosas, que estoy viviendo en cada árbol, en el batir de las olas, en las nubes, en los animales que van y vienen, en la sucesión de las estaciones”.
Jung construyó el torreón de Bollingen con sus propias manos. Con toda certeza, mientras iba subiendo las paredes de piedra, hilada por hilada, pensó en la verticalidad ascendente del edificio como en un axis mundi. Allí habrían de congregarse, con el tiempo, símbolos y presencias de dioses y demonios, ascensiones y caídas, el bien y el mal, el día y la noche, lo masculino y lo femenino, la tierra y el aire, la razón y la magia, el agua que lava y el fuego que aniquila y purifica. Contra el trabajo del sueño y la asociación libre, en los que Freud había buscado la emergencia de los dos radicales absolutos de la psique, el erotismo y la muerte, Jung opone el encuentro con los símbolos que nos habitan a través de la imaginación activa y apela al proceso de individuación que hará de cada hombre una encarnación específica del inconsciente colectivo. En su libro Recuerdos, sueños, pensamientos cuenta de qué forma, “a través del trabajo científico, fui asentando paulatinamente mis fantasías y los temas del inconsciente sobre un terreno firme. Sin, embargo, la palabra y el papel no me bastaron. Tuve que reproducir en piedra mis ideas íntimas y mi propio saber, o hacer una confesión en piedra. Ese fue el principio del torreón que me construí en Bollingen.”







Carl Gustav Jung
Resulta difícil no caer en la fascinación numinosa que inspira el encuentro de Jung con su propia alma a través de dos símbolos universales: una torre y un libro; una confesión en piedra y otra en palabras y en imágenes que Jung encerraría entre las páginas, delicadamente caligrafiadas e iluminadas, de un manuscrito que ha permanecido inédito durante casi ocho décadas: el Libro rojo.  “Siempre supe que toda experiencia encierra algo precioso y por ello no encontré nada mejor que escribirlas en un libro ‘precioso’, es decir, valioso, y en las imágenes revividas al pintarlas”. 
Libro y torre, en cuya concepción y ejecución se demoró durante largos años, acogieron las visiones del maestro y son, hoy, dos de los lugares donde los peregrinos del alma pueden abrevar su sed de infinito. “La llave es quedarse a solas con uno mismo. Ese es el camino”. Quienes quieran aventurarse en él aprenderán, sin duda, a no retroceder ante las visiones más sobrecogedoras. En la soledad de Bollingen Jung percibió la presencia de sus antepasados, vio imágenes arquetípicas que erizan el vello y escuchó música de origen desconocido. Tal vez por ello, esta finca que parece envolver a los visitantes es una luz misteriosa, sigue siendo uno de los cotos vedados más codiciados por la parapsicología. Tendrán, también, la oportunidad de elegir camino entre la concepción freudiana del inconsciente como fondo de reptiles en el que se aloja lo reprimido y el inconsciente yunguiano, pleroma cósmico que nos trasciende y al que debemos viajar para aportar activos a un universo que se manifiesta a sí mismo en la tarea de la conciencia.
 
Nosotras os invitamos a que os sumerjáis en el Libro rojo, publicado en 2009 tras no pocos forcejeos con la familia Jung, que sigue siendo, también, la propietaria de la torre.  Y no es mal consejo que lo hagan guiados por las páginas que Bernardo Nante le dedica en el minucioso estudio recientemente publicado por la editorial Siruela, El Libro rojo de Jung. Claves para la comprensión de una obra inexplicable.  
 
Quienes, además, tengan la oportunidad de visitar el santuario de Jung, que parece flotar, a esta hora de la tarde, en una suave neblina metafísica, quizá vean reptar, entre los árboles, a la negra serpiente que sedujo a Eva, o quizá, muy cerca del fuego donde Jung calentó el té, puedan adivinar, entre las sombras, al hombre encapuchado de los indios navajos.  Si es así, no tengan miedo.  Están a punto de emprender el viaje que los llevará a descubrir el oro de la alquimia.
© alonso y marful

Dos vínculos:

El primero os llevará a un fragmento de la Introducción a El Libro rojo de Jung. Claves para la comprensión de una obra inexplicable; el segundo, a la entrevista que el inefable Eduardo Punset hace a John Barth, profesor de la Universidad de Yale en Nueva York: El experto y sabio inconsciente.



arte corporal, ¿perversión o catarsis?

                                                                                                      Qué haré, cuando todo arde?
                                                                                                      Francisco Sá de Miranda                             

La ola de frío deja decenas de muertos. Cadáveres que se aferran a la intemperie como a la condición última de todo lo que existe. Hace unas semanas, Manuel Borja-Villel, director de Museo Centro de Arte Reina Sofía, de Madrid (MCARS), elegía el movimiento 15-M como uno de los acontecimientos culturales más importantes de 2011. La declaración desató una marea de reacciones que manifestaban su asombro ante la posibilidad de que un movimiento social pareciera incorporarse a los mapas del arte como si se tratara de un acontecimiento plástico. A nadie que frecuente este blog podrá sorprenderle que la vida, que brota y arde en cada esquina, sea conceptuada como un ejercicio aledaño de la expresión artística. Detrás del movimiento 15-M vuelve a fraguar, con la ferralla oxidada por tanto y tan baldío epigonismo, esa columna alada de las vanguardias que un día reclamaron para el arte el derecho a romper los juguetes del orden dando un golpe de mano sobre la mesa de lo establecido. Un empeño nietzscheano, la transvaloración de todos los valores, parecía emerger de las entrañas mismas de la especie y elevar su energía disolutoria contra los fetiches de un Autor y de una Obra incapaces de expresar el escepticismo ante una historia que, como diría Ciorán, parecía empeñada en mostrarse como antídoto de la utopía y que acarreaba consigo la des-composición del sujeto.

Zaratustra nos había avisado de que empezábamos el largo camino del centro hacia la x. Y, efectivamente, el centro se revelaba como una ilusión, un mero flatus vocis que, llevándose por delante los tribunales de Dios y la Razón, parecía extenderse, como un reguero de pólvora, y reducir a cenizas las cándidas certezas que habían asentado nuestra posición en el mundo. No sólo era el hachazo, demoledor, de la I Guerra, sobre el que la II se afianzó, como un freudiano aprés-coup que desataba del todo los monstruos de un raciocinio en solfa, sino un auténtico haz de elementos entrelazados. Con genial intuición, André Breton había indicado que, a partir de entonces, ”la vida y la muerte, lo real y lo imaginario, el pasado y el futuro, dejarían de percibirse contradictoriamente”. El tiempo otorgaría a la frase el calado de una definición: las paradojas de la historia, con su infierno repleto de buenas intenciones, dictaminaban la condición surrealista del pasado y del presente y envolvían en una luz matinal los tenaces absurdos de la vida. El concepto de Realidad, que empezaba a disolverse de la mano de Einstein y de Heisenberg, se tambaleaba. La noción de Verdad iniciaba su lento descenso hacia un relativismo epistemológico que acabaría por reducirla a un puro efecto de perspectiva que cabalgaba inseguro sobre un puñado de fórmulas retóricas sedimentarias. Muy pronto la Filosofía no sería, como quiso Borges, más que una rama más de la literatura fantástica. Corría el año de 1927 cuando Marguerite Yourcenar subrayó una frase del epistolario de Flaubert que recogía, cum grano salis, la tragedia de una humanidad sin otro madero al que aferrarse que la celebración del fragmento desgajado de una unidad definitivamente perdida, la exaltación del gesto y el cultivo, a veces trágico y a veces definitivamente banal, de las ajadas rosas de una vida que empezaba a revelarse como una mera ocurrencia de la materia perfectamente acotada entre los dos extremos de un segmento. “Cuando los dioses ya no existían y Cristo no había aparecido aún, hubo un momento, único, en que el hombre estuvo solo”. Era el momento de saludar la reedición de ese instante. Lo que no resultaba previsible eran las formas de expresión en que ese instante de soledad se prolongaría hasta alcanzarnos.

El arte no es más que un espejo al lado del camino. Si la vida era un drama donde el azar y el absurdo campaban a sus anchas, ¿a quién puede extrañar, a estas alturas, que las manos de Satie, Tzara, Duchamp, Marinetti, Breton o Artaud abofetearan con fuerza el rostro ajado de los repertorios artísticos? ¿A quién que esas mismas manos reclamaran el derecho al reconocimiento de nuevos códigos estéticos capaces de representar, esta vez por la vía negativa, una nueva épica de la existencia?
El que esta épica negativa despejara su ardor en las hogueras del arte corporal no era más que una cuestión de tiempo. Si el individuo postmoderno era carne, explorada hasta ese último rincón donde el espíritu se niega a mostrarse, nada más lógico, visto desde el presente, que llevar la carne hasta la desnudez más extrema, torturada y doliente. No obstante, tuvieron que darse las coordenadas históricas que permitieron al cuerpo incorporarse en cueros al discurso del arte y otorgar, así, a la vanguardia, un nuevo episodio de renacimiento. A la altura de los años 60, al calor de la revolución sexual y de la efervescencia del discurso feminista, el campo estaba abonado para mostrar a la humanidad a través del sustrato sufriente de la carne. A fin de cuentas, el ser humano no era más que el oscuro y triste de los materiales biológicos, no en vano los caprichos de la evolución han querido que sea capaz de ser, a un tiempo, el sujeto y el objeto de sus propias reflexiones y, en definitiva, que se vea obligado a beber, día tras día, del vino amargo de la conciencia.  Vigilado y torturado hasta la ortoposición por lo que Foucault llamó los biopoderes,  durante los años sesenta y setenta el cuerpo humano cortó, con gesto firme, las cínicas amarras del decoro y dio el golpe de gracia al muro de los tabués: defecar, masturbarse, autoinfligirse daño, pasaron de ser parte de las secretas liturgias de lo íntimo y se incorporaron a las calles, las universidades y los museos.  La provocación, probablemente por última vez, seguía siendo posible.  
Si 1968 fue un año de cristalización de la rebeldía juvenil, que manifestó su descontento con el sistema de valores, la educación y la política sacudiendo las universidades de Estados Unidos, México, Francia y Alemania y otorgando un nuevo sesgo a los movimientos contraculturales que, durante los años 50 y 60, habían protagonizado los beatniks y los hippies, lo que hechos que habrían de acontecer en la primavera artística vienesa distaban mucho de arrojar luz sobre el camino abierto por los jóvenes rebeldes. Muy lejos de las proclamas libertarias que perseguían el surgimiento de un nuevo humanismo, los hechos que tuvieron lugar en junio de 1968 en la capital austriaca suponían la salvaje exploración de las posibilidades anunciadas por Duchamp acerca de la artisticidad inherente a cualquier manifestación físiológica, pero no ya en sí misma, sino llevada por el artista, convertido en cuerpo del arte, a inusitados extremos de desafío y de violencia. En 1964, cuatro años antes de su impactante debut en el auditorio de la Universidad de Viena, Günter Brus había sido el cofundador del Accionismo Vienés, al que pertenecían, también, Otto Muehl, Herman Nitsch y Rudolf Swartzkogler. Su demoledora carrera contra los tabúes que prohíben autolesionarse o mostrar en público la intimidad de determinadas prácticas sexuales o funciones fisiológicas eran parte de un programa de provocación que había conseguido introducir en el desconcierto de los programas museísticos que, ya por entonces, no sabían demasiado bien a qué atenerse. No obstante, el evento celebrado en la Universidad de Viena bajo el título Arte y Revolución le daría la oportunidad de ir un paso más allá y, en realidad, de hacer un primer y nutrido compendio de escatología y masoquismo que marcaría un hito en la historia de la neovanguardia. Pero, ¿era arte? Dejemos, por el momento, la pregunta en suspenso.
Arte y Revolución venía precedido por las acciones de muchas mujeres,  a quienes, para variar, no suele recordarse. No obstante, la revolución feminista que permitió sacar a la palestra un cuerpo rabiosamente liberado de las asfixias de la cultura androcéntrica, daba a los “textos” femeninos un grado de legitimidad que, aún hoy, nos hace verlos bajo una luz diferente. Sus manifestaciones artísticas, de hecho, iban, en buena parte, destinadas a reivindicar no sólo el derecho a una voz y a una presencia tercamente marginados del ámbito de la cultura, sino también a una corporalidad hecha a la medida de la mirada y del deseo masculinos. Pero –esto es algo sobre lo que Carlos Granés se despacha sin miramientos en su reciente libro El puño invisible, por lo demás excelente- ¿qué sentido tenía la revolución de Günter Brus? Granés habla del “infamante rapto” que lo llevó a cortarse el pecho y el muslo con una cuchilla de afeitar para después, con el trasero vuelto hacia el público, defecar y revolcarse en su propia mierda. La traca final consistió en masturbarse mientras, entre contorsiones de histriónico placer, cantaba el himno nacional de Austria. “Mayo del 68 en Francia –dictamina Granés, avalado por el conservadurismo de su padrino mediático, Mario Vargas Llosa- había significado el triunfo y el fin de la revolución vanguardista. Junio del 68 en Viena significó la renuncia a la revuelta cultural y la apoteosis de la abyección humana. Con aquella acción de Brus también se decía adiós al primer tiempo de la revolución cultural y se saludaba al segundo, un tiempo en que el artista dejaría de ser un Prometeo que liberaría al mundo con la llama de su vitalidad y se convertiría, más bien, en un síntoma, en una pulsión perversa, en el espejo que reflejaba la frustración, la derrota y la incapacidad, ya no sólo para crear un mundo nuevo, sino incluso obras de arte.”










Günter Brus, Self painting- Self mutilation / Autopintura-Automutilación, 1965 
Con toda la franqueza, resulta difícil no encajar el gesto de Brus, con otros muchos, entre los esfuerzos de la contracultura para devolver al ser humano, un ejemplar efímero y tan gratuito como una oveja o una col sobre la piel del cosmos, un cierto horizonte de trascendencia. Su reino, sí, era ya de este mundo, y quizá por esa razón los martirologios de los artistas corporales se mezclaban con los gestos de rabia y frustración. ¿Se trataba de un último esfuerzo del espíritu por traspasar con su luz las paredes de la carne? ¿Acaso no era esa misma frustración la que empujaba a los artistas a todo tipo de atentados contra las servidumbres del recato? ¿Tenían algún sentido nuestros triviales pudores en el seno de una sociedad que no había tenido el menor empacho en embarcar a sus miembros en los crímenes más sinestros? Los beatniks y también los hippies se habían refugiado en las drogas buscando en los estados alterados de conciencia la huida del sinsentido y la búsqueda de un horizonte de sutura incierto que Carlos Castaneda acertó a canalizar a través del personaje de Don Juan. Los corporalistas, por su parte, recuperaban para sí el látigo del místico, y parecían remedar, con sus actuaciones, los sacrificios propios de los antiguos ritos. ¿Acaso no se trataba de dar un último y desesperado salto en la escala ontológica y rescatar al hombre para una ligazón perdida con lo sagrado?











Bob Flanagan, Autoerótic SM / Autoerótica SM, 1989
Ciertamente, el discurso de los body artists no siempre secunda esta hipótesis. Sin embargo, en nuestra opinión no debe confundirse el discurso del arte con el arte mismo, ni exigirle al artista que atine a ser su mejor crítico. Tampoco, por supuesto, meter en el mismo saco a quienes, efectivamente, consiguieron y aún consiguen despertar en el público la sensación de magia y vértigo antropológico con quienes únicamente repiten el gesto sin otro compromiso que el que los liga al famoseo y a la histeria. Pondremos algunos ejemplos. Es imposible no ver en las performances de Ana Mendieta la primitiva luz de un animismo que renace, envuelto en sangre, para estampar en la pared las mismas manos que vemos aparecer, impresas sobre la roca, en la pintura rupestre. Trazo permanente de una conciencia desgarrada que busca trascender los límites de la carne y extender su huella más allá de sí misma. Imposible, también, no ver en los happenings de Carollee Schnemann la llamada al restablecimiento de un equilibrio pánico en el que las mujeres no tendrían que luchar por ser admitidas en lo que la artista calificó, y no sin razón, el “Club Artístico de los Sementales”. Imposible, finalmente, no pararse a pensar de dónde nace el impulso –que nos negamos a calificar de perversión o de rapto- que lleva a Bob Flanagan a apuntalarse el pene en una tabla. Es muy posible que nuestras sociedades precisen inventar las fórmulas de una oración laica y de un instinto sacrificial que asimila al artista con el pharmakós, el chivo expiatorio que lava con su sangre los absurdos de una especie que ha sido capaz del rapto de locura y perversión más acabadamente maléfico que quepa imaginar: el Holocausto nazi.
¿Tiene sentido, todavía, la transgresión? Sin duda alguna. Quizá hoy, más que nunca, necesitamos artistas que nos demuestren que la auténtica transgresión no está en las sentinas del arte sino en las del capital y la política. En los crímenes impunes. En los atentados contra la libertad y contra el cuerpo de los Otros. En tanta y tan atroz violencia inmerecida. Que el movimiento 15-M ponga sobre el tapete las contradicciones del guardián es parte de un nuevo y gran happening al que no le falta ni el coraje ni la ingenuidad ni el inequívoco punto de catarsis que comporta la rebelión contra la inmensa farsa de lo establecido.
A fin de cuentas, ni a los banqueros, ni a los grandes capitales que se amasan en la extorsión del más débil,  ni a los políticos que avalan con su firma la más abyecta de las muertes les da por enseñar el culo o por masacrarse. Quien atenta contra su propia integridad, pinta con la vagina o se come sus propias heces es algo más y mejor que un masoquista o un perverso. Es, tal vez, quien pone su cuerpo al servicio de un acto extremo de significación.
En su libro Apolo con un cuchillo en la mano Marcel Detienne nos enseña la proximidad originaria que existía entre el filo que corta y el que establece el límite, el que dibuja el altar y el que señala el camino. Cuerpos morbosos, liberados, obscenos, mutilados, dolientes. Pocas veces hemos visto expresar con tanto y tan liberador exceso el insoportable dolor que supone, no pocas veces, el simple ejercicio de viajar a lomos de un genoma sin alma, de mirar hacia atrás sin encontrar motivos para el menor optimismo antropológico y de habitar una piel que, en muchas ocasiones, nos complica hasta la desesperación la aventura, apasionante, de estar vivos.
© alonso y marful

1 minuto con Ana Mendieta

Blood sign /Signo de sangre, 1974

las bolas de martin creed o la enésima muerte del arte



¿Quién salvará al arte de esta epidemia de banalidad?


Si no fuera patético, resultaría divertido. Como somos firmes partidarias de que una imagen vale más que mil palabras, os acercamos de nuestra mano a la sala Alcalá 31, de la Comunidad de Madrid, y medimos nuestra capacidad de asombro con la retrospectiva del “artista” británico Martin Creed (Wakefield,1968). Elevado a los altares del MOMA y del Pompidou, e inminente responsable de que las campanas de Gran Bretaña repiquen al unísono durante la ceremonia de inauguración de los juegos olímpicos de Londres (2012, Obra nº 1197), Creed –desgarbado, apacible, largo rizo de inocencia rubia cayendo sobre la frente- recala en Madrid envuelto en una polémica tan baldía como su obra. Enésima resurrección de las piruetas de Dada, los 25 trabajos que Creed expone en la sala madrileña bajo el marchamo Things/Cosas son el colofón patafísico a esa estética de la disolución que ha acabado por poner un botón de vacua monotonía al arte del concepto. Si la postmodernidad es, como quiso Lyotard en La condición postmoderna, el acta de ejecución de los grandes metarrelatos que habían puesto eje y dirección a la cultura occidental, su obra es, sin duda alguna, la media verónica con que rematan la faena el universal descrédito de la razón, de la fe y de lo que entendíamos por Arte.


Martin Creed, Work No. 79, Some Blue-Tack kneaded, rolled into a ball and depressed against a wall / Un poco de Blue-Tack amasado, hecho una bola y aplastado contra la pared, 1993.

Es cierto –lo hemos dicho en otras ocasiones- que, después de los poemas aleatorios de TristanTzara, de la fuente-urinario de Duchamp o del silencio de Cage, abrazar la consigna de que “la vida es arte” supone la condición preestética de cualquier objeto, al que basta con situar en el marco pragmático de la sala o del museo para que adquiera, por el mero hecho, el estatuto de objeto estético. Arte, dijo en cierta ocasión Achille Bonito Oliva, es "todo aquello que está registrado en las historias del arte", de tal forma que basta con armar la bulla suficiente, lo que implica una cierta dosis de marketing empresarial sin implicar, sin embargo, la menor dosis de talento, para colarse de polizón en la barca ebria de nuestra postcultura. Pero, don´t worry, si las enciclopedias han podido ignorar durante tantos siglos el arte de las mujeres, no nos sorprende que, con la aquiescencia de cierta crítica, la ocurrencia bobaina de cualquier espontáneo se convierta en una orgía de sentidos. Eso sí, si el espontáneo es una señora se verá en serios apuros para conseguirlo, no en vano la presencia de obras de mujeres en las colecciones institucionales supone, todavía, un raquítico 4%.
Veamos: una de las obras que Alcalá 31 alberga en estos momentos, oportunamente fechada para coincidir con ARCO, consiste en una bolita de masilla de montaje azul (lo que se conoce en el mundillo como blue-tack) aplastada contra la pared (Obra nº 79). Quien albergue la lírica ambición de defender, con algún argumento legitimable a estas alturas, si la bolita es o no es arte, se verá en muchos apuros.

Si apuesta por un NO, cualquier adversario eventual podría recordarle la impagable pila de "duchampismos" perpetrados por una auténtica miríada de artistas, e, incluso, defender su capacidad de subvertir, todavía, lo que ya no tiene remedio. Ensayando un contraataque necesario, es preciso afirmar, con absoluta contundencia, que todas las modalidades imaginables de renuncia a la forma y a la sustancia han sido repetidas hasta el agotamiento y que, si un día la destrucción creativa del Arte tuvo un sano sentido de regeneración estética y moral de un mundo en guerra, una tecnología sin alma y un capitalismo mutilado, a estas alturas del guión, incurrir en epigonismos facilones no es más que el síntoma de una imaginación agotada que no se toma ni la molestia de construir un artefacto distinto o formalmente solvente. Lo que un día fueron gestos de rebeldía contra la fetichización de una noción de belleza fungible y extenuada, se revelan, hoy, como la histérica reiteración de un blablablá conservacionista y, por ende, reaccionario.

Si, por el contrario, opta por darle un SI a la bolita azul de Creed, la vapuleada cuestión semántica vendrá en su ayuda, no en vano cualquier cosa que pongamos en un museo, lamentamos repetirnos, no solo se estetiza por defecto, sino que parece convocar en torno a sí los mil y un sentidos que tiene cualquier cosa: un lapicero sin mina arrojado sobre el linóleo, una avestruz desplumada que agoniza sobre una cama con baldaquino de ébano, un parado de entre los 5 millones doscientos mil que cuenta España, un postit pegado en el techo o, sencillamente, nada. Haga la prueba y, en todos estos casos, y en cualesquiera otros, encontrará un buen puñado de razones que lo informarán de una condición que es inherente al común de las cosas que existen y aún de las que no existen: la sobredeterminación del sentido y su irrevocable irradiación de significados de toda estirpe y ralea. Digámoslo con la claridad necesaria: como maquinaria de producción de sentido todo vale, lo que no vale es colgar sobre las mismas paredes la misma tontuna y pretender entrar en los museos previo paso por una caja escandalosamente cara: la bolita azul de Creed no sale por menos de unos 30.000 euritos. De esto se deduce que, si los gestos de las vanguardias fueron prácticas de ocupación ideológicamente revulsivas, las gracietas de Creed colocando un lunarcito de masilla en la pared, o una pelota de papel arrugado en una vitrina, no son más que prácticas de asentamiento. Gracias, en buena parte, a la pérdida de Norte de los premios, y al poder casi omnímodo de los comisarios, que no pocas veces sitúan a los galeristas en una suerte de limbo sin criterio, el arte se ha convertido, demasiado a menudo, en una estrategia mercantilista que cruza las fronteras con el salvoconducto de una opinión que fragua su prestigio en la improvisación más etérea.

La obra de Creed, se dice, "necesita del público". El propio Creed lo ha venido repitiendo aquí y allá, con oportunidad y sin ella. Es natural: si alguien se encuentra a la Gioconda en el pasillo de su casa, es posible que se rinda de emoción ante la enorme dificultad que entraña su ejecución plástica, ante el misterio indescifrable de la sonrisa, ante la tensa sensación de una profundidad que despliega sus fugas mucho más allá de la quietud mineral de las montañas… Si encuentra una bolita de masilla azul, o de papel blanco, lo más probable es que la obra termine en el tacho de la basura.

Veamos, porque sin duda merece la pena hacer el esfuerzo, la forma en que los luminosos de Creed han sido ejecutados (curiosa palabra) por artistas como Bruce Nauman o Joseph Kosuth. Véanlos y decidan si los artilugios de Martin Creed, sintomáticamente llamados “cosas”, merecen una cotización que, en el caso de la mujer que intenta vomitar en una película rodada en 35 milímetros, puede rondar los 400.000 euros.

Joseph Kosuth, Five words in blue neon / Cinco palabras en neon azul, 1965.

Bruce Nauman, My Name as though it were Written on the surface of the moon / Mi nombre como si lo hubiera escrito sobre la superficie de la luna, 1968.




Martin Creed, Fuck off / Jódete / Obra nº 240, 1999

Efectivamente, las imágenes son más explícitas que las palabras. Y, ya que colgamos en la pared de nuestro blog esta chuchería de Joseph Kosuth, que, vana ilusión, aspiraba a provocar en el espectador algo más que indiferencia, vamos a llamarlo en nuestra ayuda para ir cerrando esta entrada. En su ensayo ArtAfterPhilosophy –qué manía de aplicarle la extremaunción a todo lo que pillan sin que, ya metidos en harina, soliciten para su obra una piadosa eutanasia- Kosuth defendía, cómo no, que el Arte, tal como había sido concebido hasta principios del XIX, había muerto. Y proponía, lo que son las cosas, una investigación a fondo de lo que es el arte para nuestra sociedad. Cómplice oportunista de las filosofías del giro lingüístico, que gozan, por cierto, de una vitalidad extraordinaria, Kosuth inició la gestación y parto de una serie de “obras” consistentes en la reproducción -sobre una sufrida pared- de una serie de definiciones procedentes del diccionario: arte, color, pintura, nada, valor, significado... Todo ello con la intención de subrayar que el "arte", con minúscula, no era más que otra palabra capaz de alojar el sentido que coyunturalmente se le aplicara, de tal forma que, para concluir, artístico sería todo aquello que al artista le apetezca, el público acate y la crítica sacralice. Museo, enciclopedia y santas pascuas.

Efectivamente, la obra de Creed ha merecido las bendiciones de lo que nosotras llamamos “la crítica del desconcierto”. Ha merecido, también, la socarrona dureza de quienes, no necesitando alinearse más que con su propia dignidad, no tienen prejuicios en admitir que el emperador va desnudo. Por lo demás, poco dado a la megalomanía, el propio Creed sostiene que está dispuesto a creer que su obra no es más que una basura. Su mayor audacia, sin ninguna duda, es el arte de poner la venda antes que la herida. 

Hace unos días, hablando acerca del Premio Nobel, recordábamos la negativa de Sartre a recogerlo con el sano pretexto de liberar su arte del cerco invisible de las instituciones. Recordábamos, también, la aceptación humilde de Albert Camus. Corría el año 1958, no obstante hoy, igual que ayer, las palabras de Camus durante la ceremonia de entrega hablan del Arte en términos que no precisan de las definiciones de la RAE: “el verdadero artista se hace en un eterno ir y venir de sí mismo a los demás, de los demás a sí mismo.” Quizá es esa la razón por la que ese público que la obra de Creed "necesita" lo que piensa de ella es que no es más que una tomadura de pelo. Y quizá por eso, no siempre el personal de la limpieza distingue entre una obra y el billete de autobús que se desliza del bolsillo y cae al suelo, llenando de "arte", en un perfecto bucle melancólico, la vacuidad inerme de la sala.

La estética de la disolución, tal como Creed o Kosuth la practican, ha perdido, con su contacto con el ser, su legitimidad como Arte. Ha perdido, también, su conexión con una época que reclama nuevos espejos y relatos nuevos en los que ver reflejados los múltiples aspectos de la condición humana. Ha perdido, finalmente, ese horizonte de producción microutópica que aspira a contagiar a todo aquel que se acerque con el dulce veneno de la esperanza.

Hoy, gracias a Creed, estamos más cansadas que nunca de los profesionales del nihilismo, del minimal roído hasta las bolas azules de Martin Creed, de la vaca en formol y del conejo iridiscente. Como dijo Camus:

Indudablemente, cada generación se cree destinada a rehacer el mundo. La mía sabe, sin embargo, que, por mucho que lo desee, no alcanzará a rehacerlo. Por eso su tarea es más dura si cabe. Consiste en impedir que el mundo se deshaga.

© alonso y marful