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© alonso y marful, opus nigrum, 2014 (in progress)

fumando espero

Mi nostalgia de exfumadora repasa la colección de cigarrillos que ha ido haciendo la memoria. Los camel sin filtro de François Châtelet,  los gitanes de Louis Althusser,  el habano del Che, los gauloises de Julio Cortázar,  el celtas corto de José Ángel Valente, el Caporal de Julia Kristeva,  los  ducados de Carmen Martín Gaite, el African dream de Ernest Hemingway, el Scaferlatti en la pipa de Jean Paul Sartre.

Y se me agolpan los cigarrillos en el nudo gordiano de la garganta. Es ella quien,  aún mejor que yo,  recuerda el resquemor  del primer winston y la llaga del último. Y quien recuerda, también, a François Châtelet preguntándole a Gilles Deleuze si debería hacerse la traqueotomía. Y a Deleuze repondiendo que mientras tuviera un buche de aire en los pulmones habría filosofía. Poco imaginaba el dulce Gilles que, incapaz de respirar, él mismo se tiraría de un quinto piso para no tener que hacer frente ni un minuto más a la tiranía de la asfixia.

No me pregunten cómo, pero sé de buena tinta que cada vez que encendía un cigarrillo algo en él, que tanto amaba el cine, le recordaba la camiseta blanca que custodiaba el corazón partido de  James Dean en Rebelde sin causa, o la gabardina que acompañó a Humphrey Bogart en su inolvidable viaje a Casablanca. Un cigarrillo puede ser parte de una boca y hasta es posible que sin el humo que regó generosamente el cine de los cincuenta y de los sesenta  nos hubiéramos ahorrado una parte de la cosecha de muertos que acompañaron, ya en los noventa, el descrédito progresivo del tabaco. Para entonces, Gilles ya era el mago del “acontecimiento”, si por tal entendemos ese abanico de causas y de efectos que se abren en cada hecho. Cada instante con humo es un inmenso desplegable en el que no sólo caben nuestras fascinaciones primeras sino también los muertos y las muertas que acompañan nuestras decepciones últimas. En su genoma de lumbre y nicotina Gilles Deleuze llevaba escrito el cáncer de pulmón que había acabado con las voces de Nat King Cole y Duke Ellington y no me parece improbable que, en sus paseos vespertinos, imaginara un cielo para fumadores en el que, ajenos al mal que acabó con sus vidas, Sammy Davis Junior y George Harrison cantarían El humo ciega tus ojos bajo la batuta de Leonard Bernstein.

Me pregunto si ese momento final en el que el cuerpo desciende hacia el asfalto y el alma se queda allá arriba, localizando entre las nubes su par de alas, Gilles Deleuze pensaría en pedirle un pitillo a Giacomo Puccini, o a Gary Cooper,  o a Steve McQueen, o a Robert Taylor, a tantos otros colegas de infortunio que habían sacado su pasaporte al otro mundo gracias a un carcinoma de pulmón o de laringe. El cielo está plagado de fumadores y, puesta a que me hicieran el boca a boca, yo misma elegiría a James Dean para ese beso sin sexo pero con tabaco.

A bote pronto y sin mucha sintaxis, porque no está el horno para bollos, recuerdo también a Ana María Matute diciendo que el cielo estaba muy cerca del infierno y que probablemente el cigarrillo no fuera más que el istmo que separa esos dos continentes. Y recuerdo, en fin, a mi amigo Martin Sontag, varado como una barca en el atardecer más triste de sus cuarenta años, esperando la muerte con un  chester en los labios. Si hubiera un dios, me dijo, y de eso hace sólo un par de horas, bajaría sobre mí y me haría entrega solemne de un par de pulmones nuevos. Claro que eso es una pavada porque Dios no existe  y a vos se os va a cansar la paciencia de esperar a que me quede.  Hacé una cosa, reina, en mi funeral prendé por mí una faria y mientras jodés vivos los ocho o nueve centímetros que mide, sublime travesía, cagate en la madre de todas las tabacaleras, ¿hace?

Lo dicho, eso ha sido hace un par de horas. Y aquí estoy, en el tanatorio, entonando este réquiem sin más sintaxis que el humo, con una faria en la boca y con los ojos llenos de lágrimas. 


Rita Hayworth más allá de lo sensual

 © alonso y marful