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© alonso y marful, opus nigrum, 2014 (in progress)

la vida secreta de una artista 16 / arte de morir, arte de renacer

                                                                                                     "¿Quieres que encienda yo la luz?"
                                                                                                     Crisótemis-Yannis Ritsos

Decía Ernesto Sábato que, "el rostro, como el arte, es una epifanía". Y, ¿qué no lo es?, se nos ocurrre. Paseamos al borde del río, sumido en el temblor de su propio viaje, y miramos nuestros pasos, que se estampan sobre la hierba dejando atrás la humilde epifanía de los diversos hundimientos que jalonan toda vida. Vemos el perejil de las riberas, que ha perdido la prestancia y el verdor del verano, y retiramos del agua las cañas putrefactas que la primavera traerá de regreso siguiendo el círculo imperioso de una Naturaleza que huye reiterando sus motivos. Si la esfera fue para los filósofos la forma perfecta es porque es el símbolo de todo aquello que vuela sobre un fondo pétreo, como si cada impronta que dejamos sobre el inmenso abanico de la vida no fuera más que la rúbrica de una secreta igualdad.

El pasado domingo, 22 de septiembre, entrábamos oficialmente en el equinoccio otoñal. Empezábamos, así, nuestro personal descenso a aquello a lo que Wallace Stevens, maestro de la paradoja,  llamó “las auroras del otoño”. Siempre hemos pensado que las estaciones oscuras, también las del alma, son ritos iniciáticos que nos enseñan a interpretar la caricia del sol desde el abismo de su propia extinción. Bajar. El arte de perder y el de bajar, como decía Elisabeth Bishop, se dominan fácilmente. Lo complicado es aprovechar ese descenso para aprender a subir  transustanciados en otros, igual que la primavera aprovecha el repliegue de la savia para reinventarse y renacer. 

El descenso ad ínferos de la propia individualidad forma parte de una compleja genealogía de mitos. Desposado con Gea, la madre Tierra, Urano, el cielo, esconde a una parte de su descendencia en el vientre de su mujer, el Tártaro, de donde son rescatados por la intervención de Cronos. Presa de la compulsión de repetición, que gobierna, por igual, estaciones y psiquismos, el propio Cronos, desposado con  Rea, devorará más tarde a sus propios hijos, entre ellos a Démeter, diosa de la agricultura y custodia de las estaciones. Será preciso que Rea engañe a su esposo para criar a Zeus, que obligará a su padre a regurgitar a su infortunada descendencia. Perséfone,  hija de Zeus y Démeter y diosa de la muerte,  se ve obligada a volver cada otoño al mundo subterráneo. Según el himno homérico, la hija de Démeter se encontraba jugando en un jardín cercano a Eleusis cuando, prendado de ella, el rey de inframundo, Hades, la arrastró hacia su reino y la convirtió en su esposa. Démeter acude a Zeus y le advierte que, incapacitada por la angustia para realizar sus tareas, no puede impedir que el sol decline, los árboles se desnuden y las flores se marchiten. Zeus accede a solicitar el rescate a condición de que Perséfone no pruebe del fruto de la muerte. Pero, ¿quién de nosotros no ha probado del fruto de la muerte? Para entonces, el rey del inframundo ha ofrecido a Perséfone doce semillas de granada y, urgida por el hambre, la joven ha ingerido la mitad. Deja, así, establecido, el ritmo de un descenso que se repite en los calendarios, igual que cada uno de nosotros se reitera en sus descensos a ese personal inframundo donde centellea, más honda, la luz de la conciencia. En lo futuro, Perséfone deberá permanecer en el Hades durante el otoño y el invierno y podrá regresar, cada primavera, al abrazo de Démeter, que exultante por el regreso de su hija, insuflará un nuevo vigor a la naturaleza desolada.
Las interpretaciones psicologistas de las sagas míticas nos enseñan que este cuadro de personajes que se relevan son representantes de nuestros actores internos, tratándose, en los tres casos, de variaciones sobre una dramaturgia íntima que expresa el descenso iniciático del psiquismo a los infiernos del inconsciente. Ennui, spleen, melancolía, emociones tan septembrinas y tan rematadamente artísticas, nos remiten a ese intrincado descendimiento que  llevará al artista a conquistar su individualidad creadora. El Dios romano Saturno, heredero de Cronos bajo cuya égida se colocan a un tiempo la depresión y el Arte, se identificó desde el principio con todo un cortejo de sombríos atributos que han ido cambiando con los siglos. Un grabado del siglo XV atribuido al orfebre florentino Maso Finiguerra, lo describe como “melancólico y oscuro (...). Ama la agricultura. Tiene de los metales el plomo, de los humores la melancolía, de las edades la vejez, de las estaciones el otoño.”  Bajo el signo de Saturno, tal como apuntan Klibanky, Panofsky y Saxl en su extraordinario estudio de la Melancolía I de Durero (1), están, o estamos, todos aquellos que, de forma más continua o incidental, hemos navegado por ese océano interior en cuya gélida latitud la razón encalla contra sus propios abismos. Basta con mirar el rostro de la melancolía, que se apoya, desfallecido, sobre el puño cerrado, para recordar mil y una citas en las que esa muerte interior reaparece, siglo tras siglo, llevando tras de sí la cohorte de síntomas que, revestidos por los códigos culturales de cada época, vuelven a nombrar la acedía saturnina que es propia de la vita speculativa, es decir, de un punto de inflexión y reflexión donde, quien más quien menos, ha visto de cerca los bífidos fulgores del “rayo de tiniebla”. Y basta mirar al niño que juega, inconsciente, a sus espaldas, para darse cuenta de que, como aclara Panofsky, "si todavía no es capaz de tristeza es porque no alcanzado la estatura humana”.
Para encontrarse con la Belleza, como nos recuerda Platón en el Fedón, es preciso traspasar las puertas de la muerte.  En su obra Problemata, Aristóteles habla de la melancolía como afección propia de los espíritus profundos, e incluye en la nómina al propio Platón, a Sócrates y a Empédocles, siendo de suponer que Heráclito, el oscuro, no andaba a la zaga.
A veces nos preguntamos qué seria de nuestra cultura, que ha medicalizado los humores naturales y sojuzgado a los perros negros de Perséfone hasta aturdirlos con sustancias psicotrópicas, si se educara al depresivo en el rendimiento de la tristeza y, a ser posible, en su rostro bifronte. Para Charles Baudelaire todo lo Bello lleva consigo “una idea de melancolía, de laxitud…, pero, al mismo tiempo, un ardor, un deseo de vivir” (2). Para Thomas Mann el artista no es sino “un mediador entre la muerte y la vida” (3).
Dejarse llevar en la nietzscheana danza del devenir y de la Naturaleza. Bajar y subir no son manifestaciones de otra enfermedad que la de la existencia, que sólo con la muerte deja de registrar picos y valles en la pantalla de un metafórico electroencefalograma. Hamlet, melancólico arquetipo de un descenso irresuelto a los sótanos de la vida interior, sostiene en sus manos la verdad última: el cráneo de Yorick. Muy bien, ya lo sabemos. La vida, finalmente, no debería ser otra cosa que un ars moriendi que supiera extraer de cada instante la lección y la alegría posible y montarlas sobre el tapiz, proteiforme, de una identidad que cambia y  se rehace dentro de sus  propios  límites,  pero también –ah, la humildad, nuestra virtud favorita- más allá de sí misma. Igual que cada otoño regresa en otro otoño y cada primavera en una primavera renovada.
Algo así nos propone Ana Mendieta en alguna de las intervenciones más intensas de su serie de siluetas. Pensamos en aquella en la que la artista siembra hierba con fertilizantes sobre la huella de su cuerpo y la fotografía más tarde, sugiriendo la resurrección del cadáver íntimo en una vigorosa y tenaz eflorescencia. O en aquella otra en que, en torno a la huella de su cuerpo, muy a menudo tumbado sobre el vientre de la tierra madre, hace crecer un rectángulo de hierba. Muerte y renacimiento. Las semillas de Perséfone repartidas entre el descenso al Hades del otoño y la pujanza alegre de la primavera.



Ana Mendieta, Untitled (Silueta Series, Iowa) / Sin título (Serie Siluetas, Iowa), 1977




Ana Mendieta, Untitled, (Silueta Series, Iowa) / Sin título (Serie Siluetas, Iowa), 1978
Algo así, también, nos propone Jeff Wall en su obra La sepultura inundada. Ejecutada entre los años 1998 y 2000, la obra tiene como escenario un cementerio en el que el artista cavó una tumba e hizo fotografías de plano abierto. A continuación, hizo un molde del agujero y depositó en él un ecosistema marino gloriosamente vivo. La recomposición digital de las tomas hace que podamos contemplar la imagen resultante como una alegoría de la vida que entraña toda muerte.














Jeff Wall, The flooded Grave / La tumba inundada, 1998-2000
Y algo así, finalmente, ha hecho Giuseppe Penone en muchas de sus obras, las más representantivas de las cuales, a este propósito, son dos de nuestras favoritas. La primera,  esa mano de bronce que, en Alpes marítimos, no consigue detener el crecimiento del árbol, que resiste el asedio acogiendo el obstáculo e integrándolo en su estructura. La segunda, esa promesa de árbol que anida dentro de un tronco seco en La vida interior oculta.

Giuseppe Penone, Alpe maritime / Alpes marítimos, 1968


Giuseppe Penone, The hidden life within / La vida interior oculta, 2008
Dejamos, pues, a nuestros lectores en las cavilaciones propias de su noble y personal melancolía. No sin antes recordar que, en su discurso Sobre la dignidad del hombre (hoy habría sumado a las mujeres), Pico de la Mirandola da un nuevo y definitivo golpe de claridad a la historia de este concepto asociándolo a la aventura de autoconocimiento que hará de cada uno de nosotros un artista de su propia existencia. “En cuanto libre y honrado hacedor y configurador, habrás de modelarte a ti mismo en la forma que desees. Puedes degradarte a bestia inferior o transformarte en lo superior, en lo divino, como tú quieras.”
El menú está servido. Es tiempo de seguir el descenso de la savia.  De hundirse dulcemente en las cavernas del sentido y de extraer, como Perséfone, el zumo mortal de las granadas. Tiempo de ahondar. De sumirse despacio en las profundidades del otoño.
De descubrir, con Wallace, su puñado de auroras.
Buen viaje, amigos. Y, si Natura lo tiene a bien, que nuestros lectores y nosotras mismas vivamos para contarlo.

© alonso y marful
NOTAS:
1. Cfr. R. Klibansky, E. Panosfsky y F. Saxl, Saturno y la melancolía, Alianza Forma, Madrid, 1991.
2. Cfr. Baudelaire, Ch., “14. Cohetes. Sugestiones”, en Mi corazón al desnudo y otros papeles íntimos, Madrid, Visor, 1995, p. 26.
3. Cfr. Carlota en Weimar, Obras completas, Plaza & Janés, Barcelona, 1995, p. 1294.

la sangre se llevara vuestras palabras. pioneras del body art / cuaderno del river's end

Marina Abramovic, Balkan Baroque, 1997

Uttar Pradesh. India. 2005. Al saltar una barda de alambre nos hemos hecho daño en las palmas de las manos. Bajo la intensa lluvia del monzón la sangre, que mana abundantemente, se diluye con rapidez dejando un rastro de memoria, intensamente rojo, que parece hundirse muy abajo y elevarse a la vez en un acorde mudo. La sangre se demora apenas un instante y, sin embargo, ha cavado un surco en algún lugar tan arcano, tan profundo, que tenemos la sensación de adentrarnos en la noche de la especie. Fulguración o satori, ese momento de intensidad pánica, mil veces recordado, adquiere con el tiempo la cualidad de un block maravilloso donde se han ido inscribiendo otras sangres y otros cuerpos. En el seno del documental autobiográfico The artist is present Marina Abramovic dice: “descubrí que el cuerpo era el lienzo y la sangre el color”. La sangre pinta sobre el cuerpo. Reinstaura el grafo originario. No obstante, su sentido permanece velado tras múltiples estratos de palabras.

Siempre nos ha parecido que en cada pieza de un proyecto, en cada imagen, en cada coyuntura que ensambla lo figural a lo lingüístico, hay un río que se abre a la afluencia de tantas aguas que si pudiéramos remontarnos desde ese fenotexto vibrante hasta las últimas raíces donde arraiga el genotexto, en un lapso de tiempo lo bastante grande habríamos cubierto con una red de asociaciones la topología de todo lo que existe.

Julia Kristeva distinguió con razón entre genotexto y fenotexto, estructura significada y productividad significante, para poner de relieve la apertura de la obra, aparentemente atrapada en sus límites formales, a una vertical de engendramiento en la que estaría inscrito un proceso de significancia que rebasa con mucho las fronteras de un momento, de una subjetividad o de una biografía. Y es en el espesor de esa vertical donde creemos que la sangre vertida por tantas artistas del cuerpo desde los años sesenta alcanza a revelar sus aspectos más profundos. Inmanencia del sujeto histórico postmetafísico, del estar y del ahora, yo sangro ahora, que, sin embargo, atrapa en su destello la entera historia de las mujeres.

Los años sesenta son una época de cristalización particularmente intensa. Si la primera guerra mundial había asestado un duro golpe a los metarrelatos de la Razón ilustrada y obtenido en la primeras vanguardias una respuesta irracionalista que abogaba por la transvaloración de todos los valores, empezando por el concepto de arte y sus fetiches sagrados, los horrores de Holocausto arrojaron una nueva sombra sobre el decurso de una historia definitivamente en entredicho, generando toda suerte de contragolpes subversivos. El auge del existencialismo, la contracultura, el feminismo, la revolución sexual, el ecologismo o el pacifismo naif del movimiento hippie son otras tantas reacciones a los horrores de la guerra, a la violencia impuesta por las máquinas de poder, a la devastación de los entornos naturales y a la vacua anonimia de las sociedades de consumo, elementos, todos ellos, conjurados en torno a un orden simbólico andrologocéntrico que mayo del 68 haría fraguar en la imagen de los adoquines urbanos bajo los que hay que rescatar la playa subyacente. Sous les pavés, la plage.
Para entones, la música había alcanzado su punto máximo de tensión en el silencio, la obra plástica en su desmaterialización, el cuerpo representado en la emergencia de un cuerpo real que pulveriza las narrativas que lo ahorman y se presenta desnudo, oponiendo la sangre, fresca, fluyente, como un grafema primario que limpia y resignifica el verbum patriarcal y libera la piel, particularmente la piel de las mujeres, para la materialidad de un territorio que reclama su propia práctica significante. Ellas (nosotras), que habíamos sido concebidas y narradas como mater/materia (románticamente idealizada o relegada a la abyección, según el tenor del contexto), se mostraban ahora en su naturaleza carnal y presentaban la piel desnuda como un complejo fenotexto que recogía en sí largos siglos de dominación y de silencio.

En su libro Meat joy, Carolee Schneemann (USA, 1939), pionera del arte corporal, señalaba el carácter rupturista y fundacional de su obra Eye body: 36 transformative actions (New York, 1963), y reivindicaba el cuerpo femenino como material artístico conformado y firmado por la propia autora, que violentaba, así, “las líneas territoriales de poder por las que las mujeres eran admitidas en el Club Artístico de los Sementales”.

En Escalade non-anesthesiée, en 1971Gina Pane (Francia, 1939) convierte una escalera tapizada de cuchillas de afeitar en su particular metáfora de la reapropiación de un cuerpo alienado al que, remedando la subida al Gólgota y el sacrificio de la comunión, la artista alude en primera persona del singular: “mi cuerpo, mi carne”. Ese mismo año, en una acción certeramente titulada Eros/ion, Valie Export (Austria, 1940) rodó desnuda sobre un plano de cristales rotos. Un montón de trozos de transparencia fragmentada, discontinua, se internan en el cuerpo de la artista y operan como disrupciones de la presunta neutralidad de la mirada hegemónica, que se ve obligada a volver sobre sus rutinas y a indagar en el cuerpo femenino como un territorio que reclama sus propias marcas y que visualiza sin falsos pudores la toma de relevo en las maquinarias de gestión simbólica. Un año después, en Le lait chaud, en París, una Gina Pane sobria, concentrada, completamente vestida de blanco, articula una de sus acciones más cruentas en torno al leitmotiv “el blanco no existe”. Provista de una cuchilla, la artista se practica numerosas incisiones en la espalda. La acción llega a su acmé cuando se corta las mejillas. Derribaba, así, el último bastión del narcisismo femenino: la integridad estética del rostro. Sobre el mitema del imposible folio en blanco, la acción presentaba la contrafigura vacía del palimpsesto de la cultura occidental y borraba su rastro con un flamante grafo de sangre de mujer. Deconstrucción y reconstrucción abierta a la deriva del porvenir desde la materialidad de un cuerpo en el que sólo el trazo de una violencia estructural parecía iluminar los imposibles perfiles de cualquier esencia. El remanente histórico: el cuerpo biológico, precultural, no hollado aún por la violencia del signo.

VALIE EXPORT, Eros/sion, 1971 

Gina Pane, L'Escalade non anesthésiée (Détail), 1971

Las performances de Ana Mendieta (Cuba, 1948) a lo largo del mismo año confieren a este retorno un regusto animista y sacrificial. Inspirada en las ceremonias de purificación de la santería cubana, en Untitled  (Chicken piece), la artista sostiene con las manos un gallo recién degollado. El animal agoniza, batiendo enérgicamente las alas muy cerca del vientre y el sexo de Mendieta y desatando una multiplicidad de sentidos que van desde la blancura inerme del macho, simbólicamente mudo, castrado y pendiente de las manos de una mujer, hasta la sangre que riega abundantemente un cuerpo femenino mil veces ultrajado por la Ley. En palabras de la propia Mendieta, “Mi arte es la forma en que restablezco los lazos que me unen al universo […]. Me convierto en una extensión de la naturaleza y la naturaleza en una extensión de mi propio cuerpo. Este acto obsesivo de reafirmar mis lazos con la tierra es, en realidad, una reactivación de creencias primigenias, una fuerza femenina omnipresente […], es una manifestación de mi sed de ser”.

Ana Mendieta, Untitled (Self portrait with Blood), 1973

La sed de ser de las mujeres seguiría escribiendo con sangre el alfabeto perdido de una feminidad robada. Si el género epistolar había sido a lo largo de los siglos el reducto de una escritura femenina confinada en lo privado, lettre en souffrance, hurtada, eternamente suspensa o diferida, la carta del arte corporal femenino, lienzo y folio en blanco, hablaba de sí sin otra autoridad que la de una gesto augural que intentaba repristinar las formas y las conciencias.
En 1974, en Rythm 0, Marina Abramovic (Yugoslavia, 1946) llevaba un punto más allá la Cut piece de Yoko Ono (1963) y facilitaba al público asistente el acceso incondicional a su cuerpo: “En la mesa hay setenta y dos utensilios que pueden usarse sobre mí como se quiera. Yo soy el objeto”. La explicitud de la performance, que concluyó por iniciativa de los asistentes ante la visión, incomparablemente reveladora, de una Abramovic semidesnuda y sangrante, convenció a la artista de que se encontraba ante el capítulo final de sus investigaciones en torno a su propio cuerpo. No fue así, sin embargo. Su carrera continuó internándose en la investigación de las posibilidades expresivas del mismo y dejando, al paso, escenas tan aceradamente intensas como las que registra la obra Balkan baroque (1997). Pocas imágenes del arte corporal femenino han conseguido una plasticidad tan dolorosamente deslumbrante como esa pietá laica en la que Abramovic limpia huesos sobre su regazo, literalmente elevada sobre una montaña de violencia y de cadáveres inocentes.
Lejos de haber abierto un hiato en las prácticas de resistencia ideológica que, desde los primeros sesenta, han otorgado cuerpo de naturaleza a la liberación de las mujeres, han sido muy numerosas las artistas que han seguido sellando con sangre nuestras demandas de un nuevo pacto social. La historia de la igualdad sigue sangrando por la brecha abierta a lo largo de una travesía milenaria que hoy, como ayer, abre su genotexto a la revelación vibrante de otras sangres y otros cuerpos. Millones de mujeres de todo el mundo continuamos escribiendo con sangre. Inventando el grafema y el temblor genesíaco de una lengua que es soma, que rezuma y duele y es color y tejido de un sueño tan largo como nuestra historia.
Rehenes de una inscripción lingüística sin retorno, las bodiartistas han continuado y continuarán presentando su cuerpo, singular, único, muy a menudo más allá de géneros y binarismos reduccionistas, como un vibrante territorio de descolonización cultural. Cuerpo interrogante, vulnerable, herido. Cuerpo denuncia, manifiesto, contrahorma, desorden. Cuerpo que se entrega al estertor primigenio de un caos liminar donde lo femenino se niega a ser apresado en la cuadrículas del canon. Cuerpo postmetafísico, antiontológico, abierto al devenir de una identidad incierta.
Cuerpo que vuelve la mirada sobre sí y busca su propia imagen en los fragmentos de un espejo roto.


 © alonso y marful




la vida secreta de una artista 22 / Teresa Matas, L' encontre

En el previo de la performance L´Encontre, celebrada el pasado 2 de marzo, dentro de la programación balear del Festival Miradas de Mujeres, Teresa Matas decía: “El cinco de mayo de 2005 perdí a mi hijo en un accidente de tráfico.  No he tenido la suficiente fuerza ni coraje para visitar el lugar donde acaeció”. Casi ocho más tarde, la artista mallorquina ha emprendido una ruta psicogeográfica que ha hecho del acto de caminar, el más rematadamente trivial y humano, al decir de Barthes, un punto de cristalización dinámica del ejercicio del duelo.

Los más o menos 2 kilómetros que distan entre el domicilio del que Joan Miquel salió la noche del accidente, en el Carrer de Santa Bárbara (Marratxí , Mallorca), hasta el lugar donde se produjo el accidente han sido, no sólo para ella sino para quienes hemos tenido el privilegio de asistir a la performance, una nueva y conmovedora refutación del tiempo. Matas salió de la casa cargada con un enorme manto de 340x 418 ctms. confeccionado a lo largo del año posterior al óbito con las camisetas del hijo muerto. Con algo de dolorosa intemporal, estilema muy del gusto de una poética con frecuentes acordes místicos, la artista avanzaba como surcando, en un acoplamiento proustiano, el ritmo del presente y la memoria, y nos recordaba, con Bergson, que el tiempo del aquí y del ahora no es más que la fina punta de un cono que se ensancha hacia atrás, buscando la duración y el fulgor de una herida insondable y –esta es la grandeza de Matas– las resonancias de un pasado mítico que devuelve a quien la mira el denominador común de todas las muertes. Teresa Matas, tejedora de abismos.



Si el espacio se dibujaba bajo sus pies, marcando sus hitos como cualquier tejido urbano, el tiempo se había convertido en una suerte dramática de off-beat que nos recordaba la eternidad de un viaje en metro, en El perseguidor, de Cortázar,  y el deambular ultraterreno de Miles Davis, cuando, ajeno a los latidos de la batería y a la puntuación rítmica del bajo, hacía volar sus notas más allá de lo visible. Muy lejos de latido de nuestros relojes, Matas se concentraba sobre el asfalto, arrastrando su inmensa tela, mientras a quienes la seguíamos nos asediaba la certeza de que, igual que en todo rito, asistíamos a la reencarnación de un tempo circular, eterno, en el que la muerte del hijo continuaría sucediendo para siempre. Un nudo en la garganta. Nos arrodillamos para obtener una imagen: la artista, extenuada, enfilaba por fin la carretera MA-3016. Al lado izquierdo, la carretera, al derecho, la mano de Matas aferrada a su manto, muy cerca del encuentro. “Al llegar al lugar del accidente en donde se hallaron esparcidos sus objetos personales, extenderé la tela en toda su dimensión y me cubriré con ella, permaneciendo un espacio de tiempo arropada”.

Un espacio de tiempo. Intuitiva hasta la médula, la artista, parca en declaraciones, pone el dedo en la llaga de lo que debe haber exigido de ella el trabajo o la función del duelo: la espacialización en objeto-arte –un singular manto hecho de camisetas– de un tiempo interior que, densificado por la angustia, parece inacotable. La sobredeterminación de los términos “espacio”, “tiempo” y “arropada” desborda, con mucho, el propósito de esta reseña, no obstante nos detendremos en los aspectos más relevantes.

A propósito de la muerte de su hija Sophie en 1929, Freud, que había teorizado ampliamente acerca de la pérdida de un ser querido, admite que “uno permanecerá inconsolable, sin hallar jamás un sustituto”. Por más que desaparecido en lo real, el objeto perdido refuerza su existencia interior, reclamando un espacio psíquico cuyas exigencias son capaces de “empobrecer” el mundo. La artista, despojada de su hijo, experimenta lo que Lacan llamará “un agujero en lo Real”, e intenta traducir esa pérdida, o restaurar esa fisura, mediante un objeto transnarcísico a través del que le es posible simbolizarla. Es notable, a este respecto, que la desaparición progresiva de los rituales asociados al duelo en el ámbito social hace que la elaboración de la pérdida sea, cada vez más, una labor solitaria.

Desaparecido en la práctica, el hijo se multiplica en decenas de tejidos que Teresa Matas sutura con mimo, como volviendo a reunir sus objetos personales, “esparcidos por el suelo” en virtud del impacto, reparando el daño infligido al cuerpo y transfiriendo a la tela una parte de su angustia. La tela, el soporte de preferencia para esta artista genialmente versátil, no sólo crea un espacio donde sólo habitan la madre y el hijo sino que lo llena de orificios que representan directamente ese lacaniano “agujero en lo Real”, al tiempo que drenan la sensación de asfixia –“no podía respirar”, dice Matas– y ponen ante nosotros la evidencia plástica de la relación entre mortaja y placenta al representar, en aquello que podría interpretarse como un sudario para arropar al hijo imaginario, multitud de canales de parto por donde el fallecido renace, una y otra vez, “sin hallar jamás un sustituto”.


Un detalle más, para subrayar la grandeza de una artista textural, cuya obra multiplica sus estratos hermenéuticos partiendo de enclaves de una simplicidad aparente. En el lugar del accidente, Matas extiende su tela como quien acota una fortaleza. Colgando sobre la alambrada, el manto es apenas media tienda de campaña que cubre el cuerpo de la artista, transubstanciada en su hijo, y los defiende de cualquier riesgo. Imposible expresar lo que pudimos sentir cuando un golpe de viento dejó caer la tela sobre ella, cubriéndola como un cadáver de los que hemos visto en alguna ocasión al borde de la carretera. Après-coup. La muerte, la real, volvía a insinuarse ofreciendo una metáfora como señuelo. El tiempo de la realidad y el de la reparación volvían a confluir por obra y gracia de un azar objetivo que parecía distinguir bien entre la duración y el transcurso, entre la temporalidad del duelo y el peregrinaje, puntual, al lugar de la tragedia. La duración de la performance fue interminable en su espesor emotivo y significante. En los relojes habían transcurrido un par de horas.




Queda, para el registro videográfico de la acción, que pudimos ver en el Festival Miradas de Mujeres de Mallorca en la Fundación Joan y Pilar Miró, la grabadora conectada al corazón de Teresa Matas. La evidencia, quizá, de que el latir sincopado de la memoria, más allá de un tiempo que fluye hacia adelante, es esa eterna contradanza en la que el yo se configura como una compleja ucronía en la que el presente es apenas la punta del cono en el seno de un engranaje prodigioso, capaz de crear resurrecciones tan bellas como esta inmensa pietá de Teresa Matas. Aferrada a su hijo. Aquí y ahora.


© alonso y marful

Volviendo a amarlo, por siempre, en la quietud del re-encuentro.

¡Feliz verano!

Fuente: http://www.m-arteyculturavisual.com/2013/03/06/3450/

 © alonso y marful

la vida secreta de una artista 21 / cómo repoblar un libro

La vida es mágica. Y no. No me ha dado un puntazo new age ni soy fan de Paolo Coelho. Para contarlo rápido, este invierno, durante una de mis estancias en Asturias, asistí al desbordamiento del río del Mazo, en Boimouro.  Llevaba un libro de Chantal Maillard que, por algún azar misterioso, se me cayó de las manos y se marchó con el río, como una Ofelia deleuziana que, antes de sucumbir a la atracción del agua, hubiera decidido cargarse a Platón y llevarse consigo el vértigo feliz de todas las Ideas. Para consternación general, el libro, Matar a Platón, reapareció días después, descansando de espaldas sobre un lecho de agua y hojas muertas… El resto fue rendirse ante el prodigio y hacer un libro de artista que parasita el de Chantal con un nuevo libro que combina ilustraciones y poemas. El papel vegetal en que está impreso y cosido deja ver el texto de Chantal y sugiere la condición genealógica de todo acto de cultura y el espesor diacrónico de cada uno de nuestros gestos. La trama de hilos no es más que un frágil icono de la urdimbre prodigiosa que fragua en cada instante de nuestras vidas. Si fuéramos capaces de desplegarla en su infinita red de asociaciones, acabaríamos recorriendo, palmo por palmo, la topología de todo el universo…
El libro se titula Efectos personales / Para Matar a Platón. Estas son algunas de sus páginas. Espero que os guste.
























8. Sopla el viento del nordeste. A ratos, lleva consigo una letanía.

De la evolución de las especies, protégenos. De las palabras eternas, libéranos. De la ilusión de ver y de ser vistos, ten piedad.

Mientras saco una cerveza del caldero me pregunto a quién invocan las palabras. Cualquier palabra. Quién debe protegernos o liberarnos. Tener piedad.


9. Ya por entonces (saborear el tiempo en  el fragor del adverbio) detestaba la paz que anida en cualquier binarismo, la falsedad que anima las contra-posiciones, la reducción fenomenológica o metafísica, la simplicidad.





















16. Es de noche. Tu rostro se recorta contra el cielo. En una noche como esta Galileo se asomó a su catalejo y destruyó para siempre la ilusión de las estrellas fijas.

Tú te acercas y me susurras al oído:

-Matemos a Platón.
























17. Al amanecer, empuñas tu cámara y disparas contra el río. Ráfagas de 16 fotografías por segundo. Luego las imprimes y las vas colocando en orden sucesivo. Aparentemente, nada cambia. Sin embargo, si aplicas una lupa sobre la corriente, puedes ver el movimiento del agua. Su aliento entrecortado.

Alguien, un neoplatónico quizá, dijo que el diablo está en el detalle. Probablemente amaba los nombres y, de los nombres, probablemente su voracidad por lo inmutable. ¿Qué es un río?, me pregunto. Ya en tiempos de Platón, entre los corros de los sofistas, se escuchaban comentarios divertidos acerca de la “meseidad” o la “silleidad”. Del logos que subyace y es dis-curso.

Alguien dijo que el diablo está en el detalle. Pero es Dios quien habita en él.























25. Lo que sé de mí: mi cuerpo/texto está roto. Enlazar los fragmentos, uno a uno, uno por uno, me proporciona una cierta ilusión de integridad.

© alonso y marful

Angela Merkel, poeta del absurdo / Cuaderno del River´s End

En cierta ocasión, Italo Calvino, para entonces ya autor de Las ciudades invisibles, propuso la Breve guía de lugares imaginarios como una obra de consulta indispensable. Hablaba, naturalmente, de la Biblioteca de lo Superfluo, entre cuyas obras aspiramos a incluir estas modestas flores que dedicamos a Marcel Duchamp.  La Breve Guía de lugares imaginarios, de Alberto Manguel y Gianni Guadaluppi es, efectivamente, una obra de consulta indispensable para quienes, amén de parasitar a menudo otras ficciones, no sentimos particular atracción por la realidad.  Algunas tardes, cuando la lluvia golpea con su fusta de alambre las ventanas del River´s End, nos dedicamos a perdernos en la Gruta de los amantes, paseamos de incógnito por la Abadía de la Rosa buscando como locas el tratado sobre la comedia o miramos de reojo a las mujeres de Capillaria, cuya piel, transparente, deja entrever los órganos internos y, ligeramente inclinado, del lado izquierdo, el insondable mapa de Isla corazón.
 
El propio River´s End tiene una existencia tan frágil que únicamente se manifiesta ante determinados estados de ánimo y rara vez puede localizarse, perdido sobre el oro tenaz de la bahía, más allá de los límites de este blog.  Sentadas frente al mar, en una tarde como esta, más propicia a la gracia de lo superfluo que a la necesidad de los filósofos, vimos surgir un día la Ensenada del Viento, acariciamos los muros de ceniza del Cementerio de la Memoria y nos asomamos –qué vértigo- a los Acantilados de Arena que Fiona Baldwerg situó, con precisión de cartógrafa, en la costa norte de Noruega, muy cerca de donde yace enterrado el único hombre que nunca se humilló.
No obstante su naturaleza quimérica, al River´s End llegan todos los días las noticias y hay veces que, como el lector comprobará enseguida, no hay mayor diferencia entre leer la prensa y dejarse llevar por los fantasmas de la imaginación.
Shangri-La, lugar imaginario creado por James Hilton en su novela Horizontes perdidos es, muy probablemente, un trasunto de la mítica Shamballa de la tradición budista, una región inaccesible en el corazón de los himalayas donde, amén de Manguel y Guadaluppi y de un sinfín de cándidos utopistas, recala, también, el inefable y quimérico James Redfield en su nefasta y undécima revelación. Al fin, todos los lugares imaginarios se conectan por el istmo, perenne, de nuestra perenne insatisfacción. No obstante, en la última década han sido muchas las iniciativas que han intentado recuperar la mítica Shangri-La para proyectos microutópicos insertos en la vida real, y hemos visto crecer cadenas de resorts, líneas de investigación en el campo de las tecnologías verdes e incluso una universidad, la Shangri-La University, que intenta amortizar los réditos espirituales del nombre para poner en marcha iniciativas de enseñanza basadas en la peregrina idea de un humanismo global; idea que, más allá de su ingenuidad, merece toda nuestra aprobación. El caso es que, para celebrar el décimo aniversario del Día Mundial de la Poesía, propuesto por la Unesco en 2001, la Universidad de Shangri-La propuso en 2011 la celebración de un Congreso Internacional de Poesía y Política en el que fueron invitados a intervenir, por videoconferencia, una amplia muestra de líderes mundiales. Entre ellos se encontraban Barack Obama, Bill y Hillary Clinton, Nicolas Sarkozy, Benjamin Netanyahu, Angela Merkel, Evo Morales o el recientemente fallecido Hugo Chávez. A juzgar por los resultados, ninguno de ellos reparó en la contradicción… Retransmitidos en streaming a un reducido grupo de centros receptores, la mayoría de los discursos tienen el inequívoco aroma de una utopía risueña que bien podría haber salido de la imaginación del propio Italo Calvino si no fuera por las garantías que nos merece la que ha sido nuestra fuente de información: la British Educational Research Association (BERA/UK). Después de una breve experiencia de difusión en abierto, oscuros intereses decidieron que los vídeos se archivaran. Hay quien dice que, más que por el carácter de las ponencias, por la que fue su declaración final, un breve manifiesto en el que, al más puro estilo de Adrienne Rich, se solicitaba a la Asamblea General de las Naciones Unidas la declaración de la poesía como un derecho humano. Y sí. Es increíble pero cierto. Enfriadas las brasas del evento, alguien debió de reparar en que reclamar el derecho a la poesía sonaba como una tremenda bufonada en geografías tan poco imaginarias como los campos de Tinduf, las territorios ocupados de Gaza y Cisjordania, los monasterios devastados en el Tíbet o las barricadas de Alepo y Al Raqa. Y así fue como la carta a la ONU se quedó descansando sobre la chimenea de algún prefecto, como en el cuento de Poe.   
Varadas en la terraza del River´s End, durante el verano de 2011 emprendimos la traducción de la que fue la ponencia de la canciller alemana, la doblamos al español, me temo que con escasa pericia, pero con bastante lealtad al original, y la dejamos descansar durante meses, esperando a que un día como hoy, en el equinoccio de primavera de este 2013 que Dios confunda, nuestros amables seguidores celebraran con nosotras la existencia de esta joya del absurdo. Les aseguramos que hay otras, pero esta no tiene precio. Ángela Merkel hablando de poesía y, subliminalmente, también de política en un gazpacho épico que, parasitando a Calvino, está destinado a convertirse en un documento indispensable de nuestra Videoteca de lo Superfluo. Aunque cabe preguntarse si no es más necesaria una Merkel que habla de Deep Purple y del engrudo cósmico que aquella que asedia, año tras año, la prosa indefectible de nuestras vidas recomendándonos contención.
No se la pierdan. Feliz Día de la Poesía y que descienda Breton…

 
© alonso y marful

el punctum de la fotografía o los arpones del imaginario / cuaderno del river's end













































Camino por la bahía de Pollensa, al borde de un mar denso como el aceite que cabecea indolente contra las rocas. De repente, en una tienda de souvenirs, una fotografía
me
llama

la atención. Más tarde la localizaré en el archivo Bestard. Pondré una fecha tentativa a la imagen de ese niño moreno que escruta la penumbra. Es un niño fotógrafo. Consciente de su oficio, se ha encaramado a una silla para poner sus ojos a la altura de la lente. Para ocupar mentalmente el lugar de la lente que le permitirá atrapar lo que sucede fuera y almacenarlo en ese micromundo silencioso que va creciendo en la habitación de al lado, la que su madre llama “la habitación de la memoria”. Cientos de negativos que se van apilando con los días y que parecen arder en una danza inmóvil. El niño se llama Federico Bestard y, a la altura de la primavera de 1889, momento en el que fue obtenida la fotografía, tiene siete años. Todavía no es capaz de concebir el Tiempo, pero es extrañamente consciente de que es el depositario de un pacto demiúrgico que le permitirá detener el momento…

En La cámara lúcida Roland Barthes señala la fotografía como un ámbito de copresencia de lo simbólico y lo imaginario, del studium y el punctum. Se trata de un Barthes epilogal que se debate entre la voluntad minuciosa del ensayo y el pathos de la elegía, entre el studium que enlaza la experiencia personal al régimen simbólico y el punctum que tiende sus arpones desde lo más hondo de la conciencia individual. La cámara lúcida pivota sobre estos dos conceptos. Su suerte ha sido tal que, a estas alturas, resulta difícil contemplar una imagen fotográfica sin aludir a esa parte –pues todo punctum es consustancial a lo metonímico y a lo fragmentario- que parece emanar desde un detalle para apuntar a fuego sobre el corazón de nuestra vida emocional. La madre de Barthes, Henriette, quizá el suprapunctum que recorre toda su biografía, como una arteria subterránea, ha muerto hace apenas dos meses… También a mí me sonríe Henriette, como un día reconociera Jacques Derrida. También a mí me sonríe y, de alguna manera, seguirá sonriéndome para siempre desde esa fotografía que la recoge, la mirada clara, tan clara, en el jardín de invierno. Su hijo la seguirá enseguida, igual que si ese punctum mortal del óbito materno –áspid que muerde el fondo y convoca a la memoria a la orgía de todos los retornos- se prolongara en el hijo y lo arrastrara consigo, igual que la parte convoca al todo en una deriva perpetua que se desplaza sin fin a lo largo del eje de lo imaginario. Pero no… No es el momento de la academia sino de esta
tarde que arroja
sus luces sobre el mar
y deja un río de sangre en la bahía. Es el momento de dejarse herir por esa dentellada silenciosa que emana de la foto. La foto primero en la arena. Luego en mi mano. Bajo mis ojos que escrutan su penumbra y dejan que el punctum busque mi pecho para enhebrar su aguja. Punctum que viene a mí como
un ágil
zarpazo
de la memoria. ¿Dónde localizarlo? ¿En los ojos? ¿En el dedo índice de la mano izquierda, que se eleva fáustica
mente erecto, ordenando al instante que se detenga? ¿En el gesto de las piernas, que se doblan hacia adentro insinuando el andar patizambo del adulto?

Toda fotografía es un viaje al interior de una conciencia que eternamente retrocede, igual que el agua del río ante la sed de Tántalo. Mi punctum. El mío. El que me hará viajar a lo largo de una ruta desconocida,
geografía de una intimidad enconada
mente arcana, tomando como pretexto esa mano que aprieta la perilla del obturador. La perilla. Primacía lacaniana del significante. El bigote exquisitamente perfilado de mi padre… Mis manos de niña que acarician la barbilla arrubiada y rasposa y descansan después sobre las suyas. Apretando las suyas, dejándose apretar
tan dulcemente.

Oh, tierra de la Muerte. ¿Dónde está tu victoria?"


PARATEXTOS

Luis Cernuda


“(…) Del viento nació el dios y volvió al viento
Que hizo de mí una pluma entre sus alas.
Oh, tierra de la Muerte, ¿dónde está tu victoria?”

Luis Cernuda, “Quetzalcoatl”.


Roland Barthes


Studium: "la extensión de un campo que el espectador percibe familiarmente en función de su saber, de su cultura."

Punctum: “la herida que causan ciertas fotografías, ese pinchazo”

Cfr. La cámara lúcida, disponible en la web a través de distintos vínculos.

Jacques Derrida

“Quiero pensar ahora en Roland Barthes; hoy, cuando atravieso la tristeza, la mía y la que creí sentir siempre en él, sonriente y cansada, desesperada, solitaria, tan incrédula en el fondo, refinada, cultivada, epicúrea, siempre cediendo y sin crisparse, continua, fundamental y desentendida de lo esencial; quiero pensar en él, a pesar de la tristeza, como en alguien que a pesar de no privarse (por supuesto) de ningún goce, en efecto se los dio todos. No sé si es posible decir esto, pero tengo la impresión de que puedo estar seguro de que, como dicen ingenuamente las familias en duelo, le hubiera gustado este pensamiento. Tradúzcase: la imagen de ese yo (moi) de Barthes, que Barthes ha escrito en mí, pero que ni él ni yo consideramos verdaderamente algo esencial, esa imagen -me digo en el presente- es quien ama en mí ese pensamiento, goza con él, aquí y, ahora, y me sonríe. Desde que leí La chambre claire, la madre de Roland Barthes, a quien nunca conocí, me sonríe en este pensamiento, como sonríe a lo que ella infunde de vida y reanima de placer. Ella le sonríe y, por tanto, también en mí desde -¿por qué no?- la Fotografía del jardín de Invierno, desde la invisibilidad radiante de una mirada de la cual él sólo nos dijo que fue clara, tan clara.”

Cfr. Jacques00 Derrida, “Las muertes de Roland Barthes”, en Poétique nº 47, 1981.
http://www.jacquesderrida.com.ar/tectos/barthes.htm 

(Naturalmente, todos los detalles acerca de la vida de Federico Bestard, incluída su existencia, son invención mía.)


© alonso y marful