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© alonso y marful, opus nigrum, 2014 (in progress)

el infinito en la palma de la mano / cuaderno del river's end

A veces ponemos la radio con la  intención de que nos ayude a dormir y conseguimos justamente lo contrario. Me sucedió esta noche. Intentaba evitar darles la vuelta a los asuntos que me habían ocupado durante el día y se me ocurrió que, en lugar de recitar un mantra y dejarme arrullar en su benéfica monotonía, iba a encender la radio. Las noches están llenas de náufragos que escriben en las ondas poemas de una belleza dulce y casi sobrehumana. Una belleza  que impregna el corazón, pero que nunca encontrará cobijo entre las páginas de otro libro que el del Tiempo, cuyas hojas están hechas de un cáñamo incomprensible donde la luces y las sombras se entrecruzan sin saber que en cada hilo que pasa están tejiendo el manto de la única historia, la de todas las cosas. Y que si tiramos de un nudo en un punto del mapa o de la vida, estaremos tensando el frágil equilibrio en que se apoya otro punto del tiempo o del espacio. Los antiguos tuvieron la intuición de que el mundo estaba hecho de una sola pieza, aunque la cortedad de nuestros sentidos nos invite a experimentar las cosas como entidades separadas.
El caso es que estaba intentando dormir cuando la voz de una anciana se hizo paso entre las sombras con una afirmación de esas que no pocos dudarían en calificar de desatino, pero que era cualquier cosa menos desatinada. La anciana llamaba para decir que las uvas eran una fruta extraterrestre y que basta con comer uvas para sentir en el estómago el silencioso aullido de todo el universo. La locutora la despidió con un saludo mordaz y me dejó soñando con racimos y tiernas bacanales en las que una anciana feliz escuchaba arrobada la música del mundo y escanciaba su vino en labios de un amante.
Me desperté, en fin, con la intención de comprar uvas y, a eso de las siete, me enfundé un vaquero y me fui caminando por la línea del mar hasta el supermercado.
Pensando en la anciana miré el atardecer. La codicia del sol que hundía su moneda en la alcancía de un mar ensangrentado.
Sobre un estante encontré unos racimos de un granate indeciso que me hicieron pensar en un bodegón de Van Gogh y en unos versos de Eliot. “Deja que el río avance en la alcoba del niño, que se lleve las uvas de la mesa de otoño.“  Mientras volvía a casa me acordaba de Eliot, del faro de Cabo Ann, en Massachussetts, de la posada de Giddins y de  aquel primer rincón donde unos labios rojos me enseñaron a amar el sabor de la muerte.
En estas cavilaciones me hallaba cuando me senté al fin en el pretil del puerto y miré al mar nocturno y luego al cielo de donde, según la anciana, habrían venido un día unas uvas muy parecidas a estas. Y pensé, aún, que hace muchos muchos siglos, nada más y nada menos que veinticinco, Pitágoras y Platón hicieron los cálculos matemáticos que permitieron alumbrar la teoría de un mundo músico. Para ellos, las esferas danzaban emitiendo una fastuosa melodía cuya influencia se dejaba sentir en todos los aspectos de la vida, desde el horror fratricida de una guerra a la emocionada trayectoria de una lágrima. Todo, así pues, era parte de un gran todo y, como ya sabemos, el aleteo de una mariposa en Sebastopol puede desatar un huracán en las Islas Seychelles.
El caso es que los últimos hallazgos de la ciencia parecen haberles dado la razón. La flamante Teoría de Cuerdas  sostiene que todas las partículas que componen el mundo, desde  los protones y electrones que bailan en el núcleo de los átomos hasta los gravitones, que guían el movimiento de la Vía Láctea, están compuestas por cuerdas cuya vibración produce notas que propagan su resonancia hasta los confines mismos de todo lo que existe.

Un visionario como William Blake nos invita a comprobar lo que sin duda fue el fruto de una experiencia mística:

Para ver un mundo en un grano de arena
y  un cielo en una flor silvestre,
sostén el infinito en la palma de tu mano.

Tomé las uvas pues, y sentí el infinito desplegarse en mi mano y un rumor en el fondo del estómago se desató de pronto en un gemido dulce y luego en una música muy suave que parecía venir de arboledas remotas. La anciana tenía razón.

Me despojé de mí y acaso, sólo acaso, por un sólo momento, contemplé el universo reunido en un racimo y supe que eran uno el puñal y la rosa.

© alonso y marful

la vida secreta de una artista 6 / procedimiento para hacer una herida



































(de la serie cómo nombrar el grito © alonso y marful)

(...)

3.- Abolir el compromiso con las palabras. En su locura, Hölderlin es más lúcido que cualquiera de nosotros.  Pallacksh, pallacksh, dice. Un balbuceo sin código, aunque no sin sentido. Salvo en los asuntos más triviales, cada vez que decimos o no sacrificamos aquello que se opone a la afirmación o a la negación. Recordar a Freud cuando hace prevalecer la latencia sobre lo manifiesto, el fondo sobre la superficie. Recordar a Beckett cuando señala que todo lenguaje se “aparta” del significado que persigue. Recordar a Celan cuando dice que todo poema tiende al silencio. Recordar sin otro afán que hacer justicia a aquello que nos humaniza: la memoria. Sin el menor asomo de coquetería intelectual. Ya no. Sin recurrir a la auctoritas.  Sin buscar aliados para la ceremonia trágica de lo imposible.

4.- Hablamos, pues, de un dolor que demanda traducción. Traducir al lenguaje es abrir una vía de escape al dolor. He aquí la razón por la que hacemos cosas con el lenguaje, con los lenguajes.  Y he aquí la razón por la que lo hacemos aun asumiendo que todo lenguaje nos desvía, obediente a la tropología de un psiquismo que nos protege de nosotros mismos mediante la imposibilidad de la denotación pura:  metáfora y desplazamiento. Y asumiendo, es más, que no podría no desviarnos, puesto que no se puede decir con un lenguaje articulado aquello que procede del lugar de lo inarticulado, de lo que nos desarticula: el desfallecimiento del sentido en el espanto de la finitud. No pretendemos que esto que designamos como un radical antropológico se revele constantemente y en cualquier circunstancia. Defendemos, por el contrario, que, como sostiene Heidegger, este ser para la muerte, condición espantosa del Dasein, sólo alcanza a expresarse en la revelación poética. De ese hacer (poiein) que es el arte. 

5.- La muerte actúa en nosotros desde el principio, en una forma que nos produce “extrañamiento” y que nos “confina”. Son las palabras de Heidegger. Lo cotidiano –la vida- que, conteniendo in nuce su propia extinción, nos hace continentes de lo siniestro. Es siniestro que vivamos si estamos abocados a morir.  Siniestro que el polvo –quia pulvis eris-  iluminado por la conciencia vuelva al polvo sin conciencia –et in pulverem reverteris-.  La muerte, lo un-heimlich freudiano, es, por antonomasia, ese ser no ya, como dice Heidegger, para la muerte sino habitado desde el origen por la muerte.

6.- Re-presentar, pues, la muerte que nos acecha desde adentro. Hacerlo de modo que, lejos de cualquier frivolidad, pueda al menos sugerir ese universal espanto que nos aqueja. Un rostro blanco. Simbólicamente borradas las huellas que delatarían nuestra pertenencia a un género o a una raza. Un rostro que abre los ojos, sabedor de que en ese y en cualquier otro momento algo cava en él su propia tumba, y que los cierra en un gesto de rendición anticipado. Cerrar los párpados a la luz. Dejar que advenga a nosotros la in-consciencia que toda muerte significa. Curiosamente, no sabemos imaginarnos sin conciencia. Incluso en nuestros ejercicios de imaginación póstuma nos imaginamos como ese algo inmaterial que, a despecho de cualquier argumento, todavía y eternamente  piensa.  La herida, ritual, se practica con un cúter sobre la frente. La herida es real. Su significación, lo universal de su simbolismo,  queda librada a la plasticidad de cada imaginario. Si la imagen ha conseguido remover algo del orden de lo indecible en quien la mira, habremos logrado despertar una emoción que trasciende nuestra subjetividad y nos anuda al grito que nos recorre. Que compartimos. 


Procedimiento para hacerse una herida incisa 

Tómese una  lámina metálica provista de un borde cortante del tipo de un bisturí, una navaja o un cúter. El deslizamiento del corte sobre la superficie cutánea provocará una solución de continuidad nítida con penetración en los tejidos, una herida incisa de bordes regulares y bien delimitados. La herida presentará dos dimensiones: extensión y profundidad. La longitud del corte debe superar la profundidad. Los bordes serán limpios y estarán bien irrigados. La separación de los bordes será mayor cuanto más perpendicular sea el corte a las líneas de Langer que discurren de un lado a otro de la frente. 


Este es el testimonio de una performance. Obviamente, la verdadera performance no está en la herida, sino en la cavidad que se aloja detrás de la herida. 

© alonso y marful

la vida secreta de una artista 5 / cómo nombrar el grito


































(de la serie cómo nombrar el grito © alonso y marful)

1.- La identidad. Nos hemos detenido a  menudo no ya en la identidad que cobijan nuestros nombres, Su Alonso,  Inés Marful, sino en el concepto mismo de "identidad" como perseverancia de lo idéntico. Ego idem sum. Identidad. Pero, ¿cuál de ellas? ¿Acaso la identidad no es la suma, y la reducción a un hipotético común denominador, de todas las diferencias? La apelación al nombre propio  no es gratuita. Lejos de serlo, llama a la paradoja de la inestabilidad de una presencia que ha dejado atrás la quietud metafísica de la Idea e invoca al nombre y a la filiación que lo acompaña como al único asidero al que aferrarse. Presentamos el carnet de identidad y el funcionario se asegura de que nos parecemos a la foto, siquiera sea remotamente. Miramos las sucesivas cartes d´identité  –toda carta es a la vez escritura y juego- y apenas nos reconocemos en la muchacha que ríe con el pelo cortado a lo garçon o con el rostro abatido por la pena. Hemos sido. Y la instantánea registra el pasaje por esa identidad perentoria que, ya entonces, corría a nuestro encuentro. Al encuentro de la muerte. Buscamos, pues, la identidad en el nombre propio. Nos hacemos  un nombre e incluso un re-nombre. Acariciamos la ambición de que nuestro nombre sea re-nombrado, vuelto sobre sí, doble enfático de sí mismo que subraya el valor de marca de lo idéntico. Amasamos los semas y los biografemas que se van reuniendo en torno a él como la garantía de una existencia verdadera.  Porque lo que no se nombra no existe,  existir es, pues, ser nombrado. Paladear el éxtasis del yo en la carne lingüística de un significante de goce gracias al cual Narciso aprecia en el Otro la realidad de su existencia.

2.- No es la menor de las paradojas que acompañan al nombre propio cuando decimos, por ejemplo, Su Alonso o Inés Marful, pero también Paul Celan o Primo Levi, el que ese nombre no nombre en absoluto lo que hemos sido, sino esa ceremonia civil que nos actúa y reúne para nosotros un conglomerado de signos que aluden a nuestra existencia.  Un rostro, una biografía. Un nombre. Las certezas superficiales. Pero ¿qué somos en realidad? Y, sobre todo, ¿qué nos hace crear, cualquier cosa que sea la que creemos? Todo/a aquel/la que crea, ese es al menos nuestro punto de vista, crea para intentar expresar lo inexpresable. Ningún/a creador/a que merezca ese nombre estará orgulloso de todo aquello que acompaña su nombradía. O mucho nos equivocamos o no se sentirá tocado/a por la intensión semántica de un nombre que orbita en torno a ellas,  pongamos Alejandra Pizarnik o Marguerite Durás, como orbita una estrella en torno a un agujero negro.  Un/a creador/a superficial se sentirá orgulloso/a de su nombre. Un/a creador/a verdadero/a contemplará su nombre como un mero efecto retórico. Ese “Otro” de que hablaban Paul Eluard o Jorge Luis Borges. Un doble fantasmal que ahonda el surco o recubre la ausencia. El material semántico que será irreductible a la traducción porque es, por definición, in-traducible. Porque -punto donde la materia y la energía significante tropiezan una y otra vez contra el horizonte de sucesos-  no hay nada susceptible de ser trasladado hasta la superficie del lenguaje.  Porque ese fondo yacente que intentamos in-formar, lo que es tanto como dar forma, plástica o verbal, rehúsa la horma del significante en la misma medida en que es del orden de lo in-consciente.

A estas alturas del guión, estamos muy lejos de pensar que el prototipo de lo inconsciente sea lo sexual.  Más proclives a hablar de un radical de dolor antropológico, probablemente parejo de la adquisición de la conciencia, y en particular de su prototipo “erótico”, la conciencia de la muerte, creemos que toda poética, todo hacer, es un hacer contra lo inexpresable de esa falla fundacional en el tejido de la sensibilidad que es la conciencia de la muerte.

Ese es el grito de la especie. Esa es la carne del poema. (…)

Continuará...

© alonso y marful

el discurso erótico / el discurso estético

 (roland barthes) 

El discurso estético
“Trata de sostener un discurso que no se enuncie en nombre de la Ley y/o de la Violencia: un discurso cuya instancia no sea ni política, ni religiosa, ni científica; que sea, de alguna manera, el residuo y el suplemento de todos estos enunciados. ¿Cómo llamaríamos a este discurso? Erótico, sin duda, pues tiene que ver con el goce; o tal vez también: estético, si se prevé darle poco a poco a esta vieja categoría una ligera torsión que la alejaría de su fondo regresivo, idealista, y la acercaría al cuerpo, a la deriva.”
Roland Barthes por Roland Barthes

Dejar hablar al goce. Toda fascinación es orgánica. No hay emoción estética des-encarnada. Por eso el arte duele y da placer. Porque ahonda el surco de la escritura y de las imágenes que nuestra historia personal ha ido cavando, desde antes de nacer, en el block maravilloso de nuestro cuerpo-mente.
© alonso y marful

una estética para urólogos o más disquisiciones en torno al wáter





















































(untitled (medusa), terence koh)

 El discurso de la esquizofrenia es poético porque no responde a las reglas que rigen la lógica del discurso ordinario. El esquizofrécnico puede creer en la rebeldía de las ramas, en el dolor seminal del unicornio o en la pócima con la que el druida elabora un golfo y lo amasa sin ruido para llover la noche. Si la poesía consiste en desautomatizar lo cotidiano con un punto de rompedora extrañeza, como quiso algún sabio, la esquizofrenia es poesía porque es, en sí misma, extrañamiento. Eso es el arte, una fuerza capaz de arrancar las máscaras de la realidad y des-velar la verdad que se oculta detrás de la apariencia.

Enamoramiento, dadá, surrealismo, patafísica, poesía  o esquizofrenia son ese barco ebrio donde navega el alma liberada de la razón, que no es más que el férreo estuche donde nos encerramos cada día para convertirnos en cucaracha, como Gregorio Samsa. Damos una patada a la mesa de la razón y sale un poeta o un/a tip/a rar/o. Si el tipo, o la tipa, tienen carisma, o galería, los convertimos en artistas, y si no lo tienen, se pelean toda la vida con el sambenito de chiflados. Lo chungo es que a veces se nos va la olla y no sabemos muy bien a qué atenernos.

En 1917 (el lector o lectora comprobarán que no perdemos la sintaxis) Duchamp cuela un cañonazo de mil pares en la portería de la historia del arte y pone un inodoro en la galería de Stiglitz. La maniobra era de doble dividendo, como dicen los economistas: si, por una parte, criticaba el arte de boudoir como mercancía, con su valor de cambio y sus siete novillos capitales, por la otra elevaba la mercancía a obra de arte. La teoría sigue siendo válida. Nada más desautomatizador que poner un urinario en un museo y hacer que los objetos que decoran la vida, los hallazgos casuales o causales, se codearan con el canon  y alcanzaran, ellos mismos, el estatuto de canon. Duchamp echó la razón por la ventana y escribió con su fuente una canción de gesta. Hasta tal punto es así que más de quinientos críticos de arte han designado la Fuente como la obra de arte más influyente del siglo XX.

En la vertiginosa profecía del wáter duchampiano estaba contenida la rebeldía del 99%, el corazón ardiente del 15 M y la túnica de estameña donde abreva el menesteroso. El animal humano, fieramente humano,  encontraba en los más leves, infraleves, testimonios de una existencia estabulada una vía regia para la trascendencia. Por esa escala ontológica habrían de subir poetas como John Cage o Joseph Beuys. Todas las pequeñas manifestaciones externas de la energía habían cambiado de luz y de escala.

La relación de Duchamp da pie a una auténtica  estética para murciélagos: “el exceso de presión sobre un interruptor eléctrico, la exhalación del humo del tabaco, el crecimiento del cabello y de las uñas, la caída de la orina y de la mierda, los movimientos impulsivos del miedo, de asombro, la risa, la caída de las lágrimas, los gestos demostrativos de las manos, las miradas duras, los brazos que cuelgan a lo largo del cuerpo, el estiramiento, la expectoración corriente o de sangre, los vómitos, la eyaculación, el estornudo, el remolino o pelo rebelde, el ruido al sonarse, el ronquido, los tics, los desmayos, ira, silbido, bostezos.

Duchamp liberó a la vida para la estética y atrapó la estética en una trampa mortal. El peligro, que no siempre sabemos ver, es que, o seguimos siendo revolucionariamente expresivos, es decir, esquizofrénicos, poetas, extranjeros y extraños a esta cruda realidad que nos devora, o el único talento que cabe reconocernos es el de saber vender un mal plagio.

Decimos esto porque detrás de la Fuente de Duchamp, de la que, desaparecido el original, el propio Marcel hizo un puñado de réplicas, han venido otras “fuentes”. Rebozadas en oro, con calcomanías en la bajante, replicando sus propias réplicas, como las de Robert Gober  y, últimamente, pintadas de negro, como la que nos propone el joven artista chino-canadiense Terence  Koh.

Famoso por poner a la venta ropa interior con restos de semen y de excrementos, Koh nos deja este cuasi-místico rayo de tiniebla: un urinario pintado de negro encerrado en un confesionario.  Como imaginamos al lector, o lectora, dueños y señores de la cuadratura de su propio círculo hermenéutico, no abundamos más. Lo dejamos con la fuente de Koh y en el trance de decidir si estamos ante un poeta, un esquizofrénico o una secuela más bendecida por los mandarines.

Esos que, con sólo mover un dedo, convierten en poesía una ensaimada.

© alonso y marful

la estética del canibal o la liturgia del arte / cuaderno del river's end















































(marcel duchamp con uno de sus urinarios)

Querido/a lector/a: nos hemos vuelto vigilantes de la ortodoxia gramático-política y heterodoxos de la más elemental de las morales. Como diría nuestra amiga Chantal, son cosas… Eso pensábamos esta mañana mientras nos encaminábamos al River´s End, allí donde el despacho se prolonga y se asoma al milagro tenaz de la bahía.

El otoño avanza de puntillas sobre las copas de los tamarindos y el cielo va dejando de ser un cielo de postal y en días como hoy  se abisma en una turbia pesadumbre de plomo.  Pasan los días y los temas van y vienen, igual que las mareas, no obstante algunos se quedan un rato entre nosotros. Ese ha sido el caso de Marina Abramovic, con la que hemos estado "coexistiendo", en amoroso pugilato, durante la última semana. Habíamos estado mirando y remirando sus performances,  e incluso nos habíamos enterado de que la galería Sean Kelly, de Nueva York, vende las fotos de la guru serbia al módico precio de 40.000 $ la más barata. Por si alguien con la liquidez suficiente se sientiera tentado de darse un capricho, nosotras nos permitimos recordarle las tesis de Benjamin. El carácter aurático de la obra, como defendía el infortunado Walter, es inversamente proporcional al número de reproducciones mecánicas en que incurra el artista. 

Hablar de performances, por más que nosotras mismas estamos en vena performadora, es como destapar la caja de los truenos. A cualquiera se le ocurre preguntar por qué un tipo paseando por el malecón del puerto es sólo un tipo paseando por el malecón del puerto y si, pongamos por caso, echamos al mismo tipo a pasear por el Casal Solleric, en horario de apertura al público y con la señalética adecuada, ese tipo se habrá convertido en una obra de arte. El caso es que, mientras devorábamos Kaffe und Kuche al módico precio de 2.50 €, trajimos a colación a las escuelas de Moscú, Tartu, Praga, Frankfurt y el sursuncorda y no quedó Lotman con Tinianov que no invocáramos en nuestra ayuda. Es curioso, sin embargo, que, cada vez que se suscita semejante cuestión, sea el más expeditivo y lúcido de los Mukarovsky el que nos saque del brete. Para abreviar: un tipo que se pasea por el malecón es un “artefacto” y, apenas el mismo tipo se sitúa en el contexto pragmático de un museo, el horizonte de recepción que inmediatamente suscita lo trasmuta, por obra y gracia, en un “objeto estético”. Razón que explica la sacralización de la celebérrima fuente de Duchamp, sin ir más lejos, como el acta fundacional del arte conceptual y, sin duda, como uno de los iconos indiscutibles del arte del siglo XX. Al cambio, que el urinario en cuestión es un "artefacto" y el mismo artefacto trasmutado en ready made por el genio duchampiano, exhibido en la galería 291 con la complicidad del Joseph Stiglitz  y renombrado Fontaine –es imprescindible recordar que corría la primavera de 1917- es un “objeto estético”.

Lo divertido del café, con todo, lo puso la propia Abramovic, ocupada a la sazón en la dirección artística de la gala anual del Museo de Arte Contemporáneo de Los Ángeles (MOCA). La fiesta, genuinamente “abramovic”,  y por más que la artista no ha cobrado un duro por organizarla, ha traído cola. Cumplimos con contaros que las mesas estaban decoradas con floreros humanos, cabezas que habían sido elegidas tras un casting extenuante con el único objeto de emerger del mantel y permanecer más o menos sin mover pestaña durante las cuatro horas que duró la ceremonia. Mientras tanto, algunos artistas se encargaban de reproducir famosas performances de Marina Abramovic. Aunque hemos escrutado las fotos publicadas por el Style Magazine del New York Times, únicamente hemos podido ver aquella en la que la performer se agitaba debajo de un esqueleto en su particular danza de la muerte. No obstante,  el broche de oro lo puso un pastel que reproducía con perturbador realismo la figura de la artista y que fue cocinado por el foodartist  Raphael Castoriano.  La controvertida liturgia, a la que asistieron 769 invitados, concluyó con la ingesta ritual de la sagrada forma de la Abramovic, no sabemos si con algún que otro irónico y postmoderno “amén” por parte del respetable.

Imaginamos que a nadie se le escapa el carácter paródico del gesto. Igual que Cristo instituyó el sacramento de la eucaristía durante la última cena, celebrando con los apóstoles el memorial de la pasión, Marina Abramovic aprovechó la gala del MOCA para hacer lo propio con su Artist Life Manifesto.

A la incombustible Abramovic sólo le quedó entregar, con los postres, un ejemplar del misal de Pio V, más que nada por aquello del accipite et manducate, hic est corpus meum.  Por lo demás, según cuentan las sanguijuelas de Internet, a sus sesenta y cinco años Marina Abramovic sigue estando buenísima.

© alonso y marful

la vida secreta de una artista 4 / la escritura de Dios o Mandelbrot con Platón

























Amanece en la bahía. Fuera, junto al cobertizo, hay una cruz de palo que habíamos pensado utilizar para reproducir una escena de la "vía dolorosa". Probablemente un gato ha estado pasando por encima y ha roto el encolado de las junturas. Vuelta a empezar. La lluvia arrecia y golpea con furia las cornisas. Mejor hacer café y recluirse a leer o a hacer bocetos. Últimamente me quedo absorta frente al modulor de Le Corbusier y pienso en las escalas matemáticas que subyacen a la armonía… Recuerdo ahora una conversación con Fernando Arrabal, obsesionado entonces por el conjunto de Mandelbrot y por la metafísica de los números. Cuando el propio Benoît Mandelbrot contempló la apacible regularidad con que iban mostrándose las figuras originadas por la iteración de una determinada fórmula sobre un sencillo plano de coordenadas x e y tuvo la sensación de que eran el fruto de algún elegante error de computación. Se hallaba, por el contrario, ante el despliegue de una delicada y portentosa mise en abyme que recordaba la apelación platónica a un mundo inteligible donde habitarían los modelos de realidad inventados por algún matemático sublime. Nosotros, habitantes de la caverna, no seríamos, para Platón -y la tenaz repetición de los patrones de Mandelbrot parece sugerirnos algo similar- más que fenómenos resultantes de la aplicación, más bien chapucera, de un puñado de fórmulas maestras. El mundo platónico de las Ideas esperaba a Mandelbrot para seguir apostando por un catálogo de abstracciones intemporales e implacablemente exactas  que gozan de una existencia absolutamente autónoma. La eidética platónica, y con ella la incomprensible hiancia entre el noúmeno y el fenómeno,  parecen haber  sido objeto de una poética y puntual revelación.

El conjunto de Mandelbrot es arte. El vertiginoso despliegue de mandalas, espirales y estrellas que una sencilla operación de cálculo genera –siendo, además que un mandala es a la vez un símbolo de la impermanencia y de la totalidad -hace que nos sintamos acechados por la presencia de un fastuoso ingeniero que no juega a los dados, sino que escribe su ley en la piel de los jaguares, eso postula Borges, o en la partitura trascendental de un lenguaje devuelto, como postula Mallarmé, “a su ritmo esencial”… Mallarmé persiguió sin éxito el poema del mundo que Orfeo llevó en su flauta hasta los mismos infiernos y cuyo canto, como la divina escala del conocimiento platónico, era capaz de devolvernos a la divina latitud que a veces  roza nuestra humana ignorancia, como a veces sentimos que nos roza la caricia de un muerto que vuelve del ayer o la de un ángel terrible que deja en nuestra ropa la púrpura sagrada de la inmortalidad.

Probablemente ese ingeniero inconcebible que conoce a Platón y también a Mandelbrot, mira arder la naranja del sol en la bahía y, conocedor del grafo y la gramática, del inasible origen y el destino, contempla mi tranquila incertidumbre tabletear sin paz sobre estas veintisiete letras cuya permutación podría crear el mundo o extinguirlo.
 
Yo, igual que Jacob Bóhme vio a Dios en un vaso de estaño, me inclino hoy ante el satori que me ofrecen los mandalas de Mandelbrot y pienso, con algunos poetas de la cábala, que fue una única imperfección en un sólo grafema la que introdujo en el mundo la semilla del mal…



PARATEXTOS

Roger Penrose

“¿Es la matemática invención o descubrimiento? Cuando los matemáticos obtienen sus resultados, ¿están produciendo solamente elaboradas construcciones mentales que no tienen auténtica realidad, pero cuyo poder y elegancia bastan simplemente para engañar incluso a sus inventores haciéndoles creer que estas construcciones mentales son “reales”? ¿O están descubriendo realmente verdades que ya estaban ahí, verdades cuya existencia es independiente de las actividades de los matemáticos? Creo que, por ahora, debe quedar muy claro para el lector que me adhiero al segundo punto de vista (…)  Existen casos en los que sale de la estructura mucho más de lo que se introdujo al principio. Podríamos adoptar el punto de vista de que, en tales casos, los matemáticos han tropezado con obras de Dios.”

La nueva mente del emperador, cap. 3: Matemáticas y realidad.


J. L. Borges

"En ese afán estaba cuando recordé que el jaguar era uno de los atributos del dios. Entonces mi alma se llenó de piedad. Imaginé la primera mañana del tiempo, imaginé a mi dios confiando el mensaje a la piel viva de los jaguares, que se amarían y se engendrarían sin fin, en cavernas, en cañaverales, en islas, para que los últimos hombres lo recibieran. Imaginé esa red de tigres, ese caliente laberinto de tigres, dando horror a los prados y a los rebaños para conservar un dibujo.

Entonces ocurrió lo que no puedo olvidar ni comunicar. Ocurrió la unión con la divinidad, con el universo (no sé si estas palabras difieren). El éxtasis no repite sus símbolos: hay quien ha visto a Dios en un resplandor, hay quien lo ha percibido en una espada o en los círculos de una rosa. Yo vi una Rueda altísima, que no estaba delante de mis ojos, ni detrás, ni a los lados, sino en todas partes, a un tiempo. Esa Rueda estaba hecha de agua, pero también de fuego, y era (aunque se veía el borde) infinita. Entretejidas, la formaban todas las cosas que serán, que son y que fueron, y yo era una de las hebras de esa trama total, y Pedro de Alvarado, que me dio tormento, era otra. Ahí estaban las causas y los efectos, y me bastaba ver esa Rueda para entenderlo todo, sin fin. ¡Oh dicha de entender, mayor que la de imaginar o la de sentir! Vi el universo y vi los íntimos designios del universo. Vi los orígenes que narra el Libro del Común.

Vi las montañas que surgieron del agua, vi los primeros hombres de palo, vi las tinajas que se volvieron contra los hombres, vi los perros que les destrozaron las caras. Vi el dios sin cara que hay detrás de los dioses. Vi infinitos procesos que formaban una sola felicidad, y, entendiéndolo todo, alcancé también a entender la escritura del tigre.  

Es una fórmula de catorce palabras casuales (que parecen casuales), y me bastaría decirla en voz alta para ser todopoderoso. Me bastaría decirla para abolir esta cárcel de piedra, para que el día entrara en mi noche, para ser joven, para ser inmortal, para que el tigre destrozara a Alvarado, para sumir el santo cuchillo en pechos españoles, para reconstruir la pirámide, para reconstruir el imperio. Cuarenta sílabas, catorce palabras, y yo, Tzinacán, regiría las tierras que rigió Moctezuma. Pero yo sé que nunca diré esas palabras, porque ya no me acuerdo de Tzinacán.  

Que muera conmigo el misterio que está escrito en los tigres. Quien ha entrevisto el universo, quien ha entrevisto los ardientes designios del universo, no puede pensar en un hombre, en sus triviales dichas o desventuras, aunque ese hombre sea él."

“La escritura de Dios”, de El aleph.

© alonso y marful

la vida secreta de una artista 3 / ¿pero quiénes son, dime, los errantes?































(portrait with scorpion (opened eyes) © marina abramovic)

Y no. No somos ajenas a la contradicción. ¿Quién podría ignorar que ninguna vida secreta puede hacerse pública a través de un blog? Y, sin embargo, late en este proyecto una emoción tan dulcemente anónima… La certeza de que nada puede ser dicho, de que toda gramática se revela en su inutilidad absoluta para expresar/nos.

Nos detenemos al borde del mar, buscando el restallido de la luz y la memoria colgada en el silencio de las últimas ramas. Las botas resbalan por el desfiladero que baja hasta la cala de es Coll Baix. Su se deja caer por un talud de unos dos metros y me hace recordar a Marina Abramovic. No sé por qué Marina Abramovic con la espalda apoyada en una cruz de hielo. Con una estrella de cinco puntas / herida incisa / Gillette que rasga, que se demora y rasga la pupila de un perro andaluz que siempre será Lorca / sangrando por encima del pubis.

Su recita como un mantra en su francés originario “un mar de aceite”. Une mer d huile, dice, old dear Stockholm, une mer d´huile. Yo río y miro el mar que probablemente me mira desde el azul indulgente de sus ojos inconcebiblemente inmensos. Recuerdo entonces que una vez escuché cantar a una poeta portuguesa. Traía en su cuaderno unos versos de Rilke. Su recita su mantra un mer d´huile, old dear Stockholm un mer d´huile y yo me dejo recitar por unos versos de Rilke o de Ana Hatherly. Hoy todo son poemas que se columpian sin paz de un lado a otro. Ese es nuestro destino: temer al agua quieta.

Os errantes / os fugaces viajantes / que nós somos / buscando sempre a vibração perdida. O bien, ¿pero quiénes son ellos, me digo, los errantes? Su recita su mantra y yo vuelvo sobre mis pasos con cuidado de no caer. Con los pies apoyados en un verso me digo, quiénes somos, nosotras, las errantes, un poco más fugitivas cada día.

Sonreír. Hacer de recipiente para un pensamiento que mi cabeza aloja, como un cuerpo extraño, como si me dejase habitar por el fluido inmemorial de las imágenes que son comunes a todos los hombres, a todas las mujeres. Abominar de logos y sintaxis y ser únicamente algo que se mueve / que sin cesar se mueve
la dynamis divina
este mar que no para
une mer d´huile old dear Stockholm une mer d´huile
el mar donde se agita la memoria
dorada de la especie
ese viento que cruza
y nos iguala.



PARATEXTOS

Antonio Gamoneda


“Estoy desnudo ante el agua inmóvil. He dejado mi ropa en el
silencio de las últimas ramas.
Esto era el destino:
llegar al borde y tener miedo de la quietud del agua.”

“El aspirante”



Rainer María Rilke

"¿Pero quiénes son ellos, me digo, los errantes,
esos que son un poco más fugitivos que nosotros todavía...?"

Quinta Elegía de Duino


Ana Hatherly


“Os errantes
os fugazes viajantes
que nós somos
buscando sempre a vibração perdida
diariamente caem
da árvore da memória
onde brilha o nome
o melancólico ansiado barco…”

“Rilkeana"


© alonso y marful

la vida secreta de una artista 1 / inestabilidad del yo o el aire que pasa y agita los mandalas

mutaciones IX (de la serie she's © alonso y marful)

En nuestra serie She´s  los yoes proliferan, fragmentados, y se organizan en torno a la aparente estabilidad de un mandala. Un mandala es un símbolo de la totalidad. Representaría, por tanto, la suma de todo lo que hemos sido: sucesividad implacable del espacio y del tiempo, caudal inabarcable de nuestras mutaciones.
    
La totalidad del mandala no es más que la geometría de un espejismo.  Imposible subsumir el movimiento, la impermanencia, sino es multiplicando los rostros, haciendo de cada uno de ellos un rostro ligeramente distinto del de al lado. Por eso nuestros rostros mutan y se suceden. Un@ nunca se baña dos veces en las mismas aguas.
    
Si fuéramos sadhus, o si  jugáramos con los niños, como durante los meses de verano, habríamos dibujado mandalas en la arena. Rostros que el viento dispersa. Rostros que borra el agua… Pero los niños ya no están. Y hace frío en la playa. Y, por algún don misterioso que la vida nos otorga, somos dos tipas raras que se pasan la vida mirando a través de una lente.  Aunque en nuestras credenciales ponga “photographer”, a nosotras nos gusta decir que somos “cazadoras de instantes”.  Damos caza a un instante y luego lo rompemos en los distintos rostros que todo instante arroja a la corriente de un tiempo que avanza inexorable.  Al ser-para-la muerte…
    
Porque todo ser es para la muerte. Por eso somos cazadoras de instantes.


PARATEXTOS
    
Heráclito:

"Entramos y no entramos en los mismos ríos: somos y no somos" (Fr. 49a). "No es posible descender dos veces al mismo río, tocar dos veces una substancia mortal en el mismo estado, sino que por el ímpetu y la velocidad de los cambios se dispersa y nuevamente se reúne, y viene y desaparece".(Fr.91)
    
Heidegger :

“El Dasein, concebido en su posibilidad más extrema de ser, no es en el tiempo, sino que es el tiempo mismo”. El Dasein –ser-ahí-  es, para Heidegger, “ser-para-la-muerte”. Ser y tiempo.

© alonso y marful

las fotolateras y la magia del estenopo


























(de la serie ciudades enlatadas © fotolateras)

Hace cuatro años que Lola Barcia y Marinela Forcadell se pasean por el mundo con un lírico equipaje de cajas de lata. Las conocimos en las Salinas de Añana,  enamoradas de un misterio que, ya en el siglo IV a. de C., permitió a Aristóteles contemplar un eclipse de sol sin quemarse las retinas. Siendo, como era, un genio de la observación, el Estagirita comprobó que bastaba con practicar un pequeño agujero en el tejado para poder mirar el disco solar convertirse en “una aguzada hoz”,  que, como habría de anotar Guillaume de Saint-Claud, un astrónomo parisino de finales del siglo XIII, “parecía empeñada en advertir de algún augurio funesto a los espíritus mortales”.  A los ojos de una física rudimentaria, parecía obra de magia el que la luz aprovechase un ingenuo orificio para colar sus pinturas invertidas en el fondo de una cámara oscura. Según parece, muchos pintores la utilizaron a partir del siglo XIV para dotar de mayor realismo a las perspectivas y los rostros. Las latas de café o de panettone que las “fotolateras” llevan consigo tienen, pues, precedentes tan eximios como las enormes habitaciones a oscuras que ayudaron a bocetar a Leon Battista Alberti, Piero della Francesca o Leonardo da Vinci.

Las imágenes que se filtraban a través del agujero estenopeico tendrían que esperar hasta el siglo XIX para encontrarse con los compuestos químicos que les permitirían fraguar en una instantánea fija. Coetánea de la muerte de Dios y del ascenso de una burguesía ávida de perpetuarse en la estabilidad de un retrato,  la fotografía hacía su aparición de la mano de Niepce, Daguerre y Fox Talbot y nacía rodeada de una fascinación metafísica. Los largos tiempos de exposición a la luz forzaban a los modelos a permanecer en sus poses, y la obligada inmovilidad otorgaba a sus gestos la solemnidad de una durée en la que se masticaba el tiempo. El instante que huía en los relojes parecía doblegarse al ingenuo mecanismo con que William Henry Fox Talbot había conseguido atraparlo en sus distintos modelos de “ratonera óptica”. 

Igual que el erudito inglés en las inmediaciones del lago de Como, las fotolateras que envasaban el blanco de las Salinas de Añana parecían poseídas por un hechizo. Para quienes tuvieron el privilegio de verlas “cocinar” sus fotografías, la frase “quien se mueva no sale en la foto” dejó de ser un misterio. Bastaba con pasearse por delante de una de las latas apostadas aquí y allá, como extraños soldados de una guerra perdida, para quedar reducido a un tímido ectoplasma. La identidad que pasa y deja apenas un hálito de niebla, el mínimo común estertor capaz de imprimir su huella sobre la dúctil memoria de un papel fotosensible. Luego las vimos crecer y seguir atizando los fogones donde continúan cocinando sus ciudades enlatadas. Valencia, San Sebastián, Padua, Nápoles, Berlín, París, Nueva York…

Nosotras nos quedamos a pasar esta tarde plomiza de noviembre en esta maravilla oval donde sueña, forever, el madrileño parque del Retiro. 


http://www.fotolateras.com/

© alonso y marful