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© alonso y marful, opus nigrum, 2014 (in progress)

nietzsche y el arte de vivir

Nos gustan los abismos. Tenemos, incluso, nuestra pequeña enciclopedia de abismos personales.  Algunos, como nuestros lectores saben,  son metáforas del vértigo que sentimos cuando nos asomamos al misterio de la vida, pero otros son abismos tan reales como el de Cabo Blanco, en la costa occidental de Asturias.  En Cabo Blanco hemos tenido la sensación de dialogar con el mar, como esa mujer que, en un cuadro inquietante de Paul Delvaux, que, por lo demás, nos parece un hortera, parece conversar con una rosa. Hace veinticinco siglos, Platón postuló que cada rosa que nace no es más que el fantasma de una Rosa Ideal y execró la flor pintada por ahondar un punto más  la brecha que nos separa del mundo inteligible al arrojar una sombra adicional sobre la sombra inmensa de la naturaleza.  Nosotras pensamos que basta con sentarse en esta mole bellísima de Cabo Blanco, con los pies colgando sobre el mar, para convencerse de que el más acá es gozosamente antiplatónico o, lo que es lo mismo, que el idealismo de Platón filosofó contra la vida. Ninguna declaración más intensamente platonizante que aquella que defiende que la luz, emblema de la naturaleza en majestad, no es más que la sombra de Dios. Y pocas reflexiones más acendradamente nietzscheanas que aquella que defiende que Dios no ha hecho más que arrojar un velo de oscuridad sobre la exuberante claridad de los sentidos y su esplendor dionisíaco de gloria y ditirambo. 

Si la vida en su conjunto pudiera hacer una profesión de fe filosófica sin duda diría que es nietzscheana y, por ende, artística, porque no es el menor de los méritos de Nietzsche el haber puesto proa a todas las vanguardias al defender que “sólo como fenómeno artístico está justificada la existencia del universo”. En la primavera de 2006 pasamos una tarde con Charles Carrère, un poeta senegalés que, a sus setenta y tantos años, brillaba igual que una manzana  pulida en los jardines del Paraíso. “El azar”, dijo Carrère, “es la obra que Dios no firma”.  Ni por entonces ni ahora tenemos la tentación de indagar en los sofismas de la teología natural, pero resulta extrañamente reconfortante pensar en el mundo como una obra de arte o, lo que es parte de lo mismo, que sólo como manifestación artística está justificada nuestra existencia.

Nietzsche disuelve la metafísica en estética y, con ese gesto, otorga al mundo y al devenir una perspectiva y una frescura radicalmente nuevas y emocionantes. No obstante, basta seguir el itinerario de su obra, desde El nacimiento de la tragedia hasta los escritos póstumos de los últimos años, para darse cuenta de que para ser arte no es suficiente con vivir. Basta mirar a nuestros políticos para darse cuenta de que actúan inspirados por un feísmo  estético y moral estomagante.

Una existencia artística, en términos neonietzscheanos y alonsomarfulistas, implica una radical afirmación de la vida en tanto experiencia de realización desprovista del asidero de la Verdad o de las fantasías animadas del cielo y el infierno. La verdad no es, para Nietzsche, más que una ficción reguladora que atempera la angustia de las posiciones relativas, o, para recordar una de nuestras citas de cabecera:

“¿Qué es entonces la verdad? Una hueste en movimiento de metáforas, metonimias, antropomorfismos, en resumidas cuentas, una suma de relaciones humanas que han sido realzadas, extrapoladas y adornadas poética y retóricamente y que, después de un prolongado uso, un pueblo considera firmes, canónicas y vinculantes; las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son."

No hay objetividad que no sea un producto de las contingencias de nuestro cerebro y, en cuanto a la fe, “cuando no se coloca el centro de gravedad de la vida en la vida misma, sino en el más allá, en la nada, se ha quitado a la vida su centro de gravedad. Convertir la aventura humana en arte significa, por tanto,  apurar hasta el fondo el cáliz de lo posible  y hacerlo con la lorquiana “norma de alegría” de quien sabe que por cada instante de dicha nos esperan al menos un par de sufrimiento. En la conciencia, trágica, de quienes saben que la vida  es un proyecto que siempre acaba mal y en el que, sin embargo, hay que sumergirse con el fulgor dionisíaco de la lluvia cuando cae sobre el mar,  con su peaje de muerte y de disolución.  Ejercitando, contra viento y marea, una libertad de pensamiento que no se deje acobardar por la opinión común, la doctrina, la ideología o el consenso. Siendo la encarnación de una cultura absolutamente ajena a las exigencias del canon, las instituciones y la crítica. Con la serena alegría del superhombre o la supermujer. ¿Qué es difícil? Sí. Por eso es arte. 

Hace un puñado de miles de millones de años, Cabo Blanco era tierra sumergida. Imposible recordar, sin las muletas de la red, en qué período geológico esta tierra que amamos y que nos ama se elevó de las aguas llevando en su interior poblaciones de peces que hoy nos hablan con su idioma de formas fosilizadas.  En algún momento del pasado sobrevolar Asturias era sobrevolar el mar. Probablemente, en un futuro indeterminable este festón de rocas de imposible belleza descenderá  buscando sus orígenes y, como una esfinge más, entregará al abismo la única certeza de la vida.  Al final de su hermoso y profundo libro sobre Nietzsche, Rüdiger Safranski escribe: “Kant había preguntado: ¿hemos de abandonar el suelo firme de la razón y adentrarnos en el mar abierto de lo desconocido?;  y optó por quedarse aquí, en el terreno seguro. Nietzsche, en cambio, se hizo a la mar.” 

Nietzsche fue un pirata de la filosofía. Su amor por el saber lo llevó a embarcarse en una nave sin más bandera que la de la autonomía de juicio.  Dueño de un olfato exquisito para todo aquello que oliera a falsedad, esclavitud, mixtificación o complacencia,  su pensamiento no tuvo otra patria que la de la libertad. Voló arrasando a su paso las ideas preconcebidas e insuflando en las nuevas  la furia diamantina de un estilo que amartilla sin duelo las formas y los conceptos. Apenas un año antes de precipitarse para siempre en la sima de la locura, escribe: “Me temo que yo desgarro la historia de la humanidad en dos mitades”. Nosotras,  y también usted, somos pasajeros de la segunda. De la que ya no comulga con ruedas de molino y se levanta cada día lidiando con la perplejidad que le inspira el común descrédito de la fe y de la razón.

El 3 de enero de 1889, en Turín, Nietzsche ve como un cochero castiga a su caballo y, abatido por un pathos misterioso, se aferra al cuello del animal intentando consolarlo. Humano, demasiado humano, el pirata se hunde dejando tras de sí la bandera negra que más de un siglo después miramos ondear aquí, en Cabo Blanco, y que, si usted aguza la vista, verá también, eternamente izada sobre el horizonte, desafiando la niebla y la miopía, como un bronco y desnudo manifiesto por un humanismo trágico que se confunde con el arte.





Nietzsche enfermo, Hans Olde, 1899.

Permítanos el lector que hoy salgamos del blog  con un contraplatón o contrahegel que es, a la vez, un entusiasta pronietzsche. Arte no es la manifestación sensible de la Idea y, si lo fuera, nos daría un poco lo mismo porque no hay más rosa que la que arde. Arte es ser capaz de conservar a un tiempo la lucidez y la alegría sabiendo que todo conspira para que no gocemos de ninguna de las dos.

© alonso y marful

NOTA:
1. Cfr. Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, disponible en red a través del enlace:

DOS CITAS INEXCUSABLES:

1.- La primera con El caballo de Turín (2011),  de Béla Tarr. Quien no entienda el dolor de Nietzsche no es humano.
2. La segunda con Más allá del bien y del mal (1977), de Liliana Cavani (1977), una espléndida película sobre las relaciones entre Nietzsche, Lou Andreas Salomé y Paul Rée.