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© alonso y marful, opus nigrum, 2014 (in progress)

Cuaderno de Benarés / La llegada

Llegar a Benarés desde Madrid por un precio más o menos módico supone adaptarse a las exigencias de las aerolíneas y tomar alguna decisión que, como veremos, puede deparar sorpresas no del todo agradables para una mentalidad occidental. Esta es la enésima ocasión en que viajamos desde Madrid con destino Nueva Delhi y hemos elegido volar con las líneas aéreas de Emiratos Árabes haciendo una escala de par de horas en Abu Dhabi por un precio total de 225 euros, una verdadera ganga si pensamos en la distancia que nos separa de India y en la experiencia que una estancia auténtica entre sus gentes nos depara. A estas alturas del guión, hemos aprendido a discernir lo que distingue a un “turista” de un “viajero” y, tratándose de India, un mundo capaz de exportar espiritualidad a un Occidente que ha ido dejando a sus dioses por el camino, también a un simple viajero de un “viajero espiritual”, aunque, como tendremos ocasión de comentar, nuestra manera de experimentar lo que hemos convenido en llamar “la aventura del alma” no tenga mucho que ver con la experiencia religiosa tal como ha venido siendo entendida tradicionalmente.
Salimos de Madrid rumbo a Abu Dhabi a las 9:45 de la mañana. Por diversas razones, hemos tenido una noche accidentada, así que, apenas nos acomodamos en nuestros asientos, intentamos dormir un rato. Unas horas más tarde entreabro los ojos y, a través de los cristales de la ventanilla, tintados de un violeta intenso, miro subir el sol sobre las costas del Egeo. Pido un café con leche y tomo algunas notas en mi cuaderno de viaje a sabiendas de que en algún momento nos serán útiles para contar esta experiencia. Las pantallas muestran la velocidad de vuelo. Nos hemos estado alejando de Madrid a más de 1000 km por hora y en poco más de seis horas desembarcamos en el aeropuerto de Abu Dhabi. Son las 19:50 de la tarde hora local y las cafeterías están llenas de occidentales con cara de aburrimiento que se distraen tomando unos snacks y unas cervezas. Una caña de Carlsberg en el aeropuerto de Abu Dabhi, para quienes tengan pensado seguir nuestros pasos, cuesta nada más y nada menos que 12 euros. Después de un regateo interminable, la camarera acepta nuestra moneda con cara de pocos amigos, de modo que decidimos aprovechar la espera para cambiar y hacernos con nuestras primeras rupias. El cambio oscila cada día, así que no nos apresuramos a cambiar mucho dinero. Hace cuatro años, la última vez que estuvimos en India, el cambio era de 85 rupias por euro. Hoy es de sólo 73, un testimonio fiel de que el subcontinente indio se encuentra en un momento de rápida expansión económica y demográfica y de que registra, año tras año, unas tasas de crecimiento superiores al 7%.
El trayecto Abu Dhabi-Delhi suma otras dos horas cuarenta minutos y, con un desfase horario de cuatro horas y media con respecto al meridiano de Greenwich, llegamos al aeropuerto Internacional Indira Ghandi a las 2:30 de la mañana. Quienes, como nosotras, vayan a tomar un taxi hasta la estación de trenes de Delhi deben hacerlo solicitando un vehículo de prepago en la cabina habilitada para ello una vez franqueamos las puertas del aeropuerto. Son detalles que nosotras hemos tenido ocasión de agradecer a quienes nos han precedido y que, por lo tanto, queremos compartir con todos vosotros. Pocas veces hemos tenido ocasión de leer, a pesar de los muchos blogs que cuentan sus experiencias en tierra india, la increíble sensación que nos proporciona viajar en un taxi desde el aeropuerto hasta la estación en medio de un caos circulatorio en el que se avanza a bocinazos midiendo al centímetro las distancias para no sucumbir a los ímpetus desaforados de un parque móvil que parece salir de una poética y fantasmal posguerra. Es sólo el prefacio de una serie de shocks encadenados que empiezan con la visión de la estación de trenes, tapizada de durmientes abrigados con mantas que debemos sortear hábilmente con nuestros trolleys para no desbaratar este apretado encaje de cuerpos que nos miran con ojos sonrientes, esperando, quizá, que vayamos soltando una nube de rupias desde la atalaya de poder que presuntamente nos confiere tener la piel clara y un equipaje absolutamente inusual para quienes sólo disponen de unas bolsas de rafia vieja donde atesoran todo tipo de enseres. Finalmente, alcanzamos el andén desde donde saldrá el Naachal Expreso, un tren “de lujo” cuyo lujo consiste en disponer de un catre de plástico y unas sábanas limpias en medio de una cabina tan mugrienta que nos hace pensar en cuáles serán los estándares de higiene en peores contextos. Pronto tendremos la ocasión de comprobarlo. Aunque, para entonces, India nos habrá envenenado el corazón con su dulzura y eso de tal manera que seremos incapaces de reparar en la suciedad de otro modo que como un tributo inexcusable pagado a una miseria que nos asedia de mil formas diversas y que de mil diversas formas nos atenaza y nos conmueve. Entretanto, asistimos al amanecer desde nuestros catres y, a lo largo de los más de ochocientos kilómetros que nos separan de Varanasi vemos desfilar un monótono paisaje de miseria. Chabolas dispuestas mirando a las vías y algunos transeúntes que caminan en mitad de la nada como si se tratara de personajes en busca de un autor que, por el momento, ha rehusado hacerse cargo de sus vidas y los ha soltado como al azar, como fichas de un ajedrez descabalado que pone en jaque todas nuestras rutinas. Nadie parece ocuparse de nada, a no ser los vendedores que se cuelan en el expreso y recorren a toda prisa los compartimentos vendiendo té con leche y con azúcar y unas suculentas somosas (empanadillas rellenas de una pasta vegetal deliciosamente indiscernible) que degustamos con placer a pesar de que la caja de plástico donde vienen nos hace concebir las peores sospechas. Ceder a la necesidad de ir al aseo, algo absolutamente necesario en un trayecto de más de quince horas, puede convertirse en una aventura peligrosa. Las dos huellas de acero de la letrina están indescriptiblemente pringosas y el traqueteo del tren hace que sentar sobre ellas los pies para orinar sea una maniobra de alto equilibrismo. No obstante, incluso los más ancianos salen airosos de la aventura y nos miran con una sonrisa de este a oeste cuando nos ven fumar de hurtadillas echando el humo por la puerta impunemente abierta a las inmensas llanuras verdes punteadas, aquí o allá, por una vaca o un perro que parecen vagar sin destino aparente antes de sumirse en la neblina.




















Finalmente, llegamos a Varanasi. Hemos viajado quince horas para hacer los ochocientos quince kilómetros que nos separan de Delhi y, aunque nuestra mente-corazón se dispone a disfrutar de una estancia de cuatro semanas en el corazón de la India más profunda, nuestros huesos piden a gritos unas cuantas horas de auténtico reposo. Son las diez y cuarto de la noche y, haciendo recuento, nos percatamos de que hemos estado desplazándonos a razón de unos vertiginosos cincuenta kilómetros por hora. Sonreímos, aunque muy pronto se nos helará la sonrisa ante la agridulce melancolía que nos produce volver a ver una nube de mantas en el suelo y un resquicio delgado y serpenteante que nos permite avanzar hacia la salida. La visión de la estación de Nueva Delhi se reproduce aquí, corregida y aumentada, antes de que un taxista encantador nos ofrezca su tuk tuk para acercarnos a nuestro alojamiento, una céntrica hospedería en la que sacrificaremos alguna que otra comodidad a cambio de estar a solo unos pasos de una de las escaleras (ghats) que descienden al Ganges y que se extienden, en número de ochenta y cuatro, a lo largo de una línea costera de un encanto y una temperatura espiritual especialísimos.
Antes de irnos a dormir nos asomamos a pequeña terraza que domina la Munshi ghat, la escalera que habremos de bajar una y otra vez en los próximos días para alcanzar las aguas de la madre Ganga, el río sagrado que en un pasado remoto bajó del cielo para regar los sueños de fertilidad de los antepasados hindis. El Ganges desciende lentamente hacia el Golfo de Bengala tachonado de minúsculas “pujas”, platillos de aluminio llenos de flores con una vela encendida en el centro que susurra su ofrenda bajo la luz de la luna. Igual que un cielo desdoblado que navegara insomne bajo la cúpula del cielo, el sagrado Ganges llama a sus fieles a la inmortal ceremonia de las aguas. Mañana por la mañana bajaremos las escaleras y saludaremos al sol desde la ciudad más sagrada del planeta. Gopal, nuestro hospedero, nos recibe con una enorme sonrisa sobre las manos unidas en el primer “namasté” de los que jalonarán, a partir de ahora, nuestra estancia en Varanasi.

“Bienvenidas a India”.