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© alonso y marful, opus nigrum, 2014 (in progress)

Andy Warhol y las cápsulas del tiempo























 (andy warhol) 

Hay
días en que parece que todas las cosas se aliaran en un temblor unívoco, como si fuesen cómplices de una ceremonia secreta a la que también nosotros hemos sido convocados, sólo que no sabemos en qué consiste esa complicidad. A mí suele ocurrírseme que la complicidad por antonomasia, la que todos los seres compartimos,  no es otra que la del río que somos y que nos arrebata, como dijo Borges recordando los versos de Heráclito. Si nosotras coleccionamos agua no es porque hayamos tenido una ocurrencia. Llevar adelante los proyectos cuesta trabajo y trabajar cansa, como dijo Calvino, y no, no tiene alas, como quiso Cernuda en un ataque de optimismo impropio de un poeta como él, que tiene un jaretón de plomo en la túnica del verso y conoce la secreta simetría que existe entre la eterna caída de las almas y la fuerza ineluctable de la gravitación universal.

Si juntamos agua  es porque el agua es una metáfora del  fluir del tiempo y nada más apropiado para simbolizar su detención que ese dispositivo de resistencia lírica que consiste en atrapar diez centímetros cúbicos de su curso en un tubito de cristal. Cada tubito de cristal del Memorial del Agua es, en realidad, una capsula de tiempo. Transparencia muda de Cronos encarnado en un río que siempre es el Leteo, por más que despliegue sus arterias en un nomenclátor tan bello que dan ganas de escribirlo a mano.  Leteo, en griego, significa “olvido”, porque sus aguas hacían olvidar a quienes llegaban al Hades que dejaban atrás una existencia terrestre, quizá la clepsidra azul del oleaje, la umbría de una higuera o el escudo de un pecho curtido por el sol.

Las cápsulas de tiempo son tan antiguas como el mundo y su propósito no es otro que preservar nuestra historia del implacable olvido. En el poema de Gilgamesh se habla de una piedra de lapislázuli enterrada a buen recaudo en algún lugar de la ciudad de Uruk y en la que estaría grabada la historia del rey “que vio lo más profundo”. La cámara funeraria de Tutankamon, descubierta en el Valle de los Reyes en 1922, albergaba miles de objetos a partir de los cuales hemos podido acercarnos a la vida de un joven que reinó hace más de 3000 años. Y no anda errado el articulista anónimo de la wiki cuando escribe que la ciudad de Pompeya,  congelada por la lava del Vesubio en un instante de una sinceridad aterradora, es la mejor y más involuntaria cápsula del tiempo que quepa imaginar. Metidos en la harina de la historia reciente,  hay un puñado de cápsulas del tiempo que merecen la memoria de estas líneas. La cápsula creada por Westinghouse para la Exposición Universal de Nueva York en 1939 contiene mensajes de Einstein y de Thomas Mann y está enterrada a 16 metros de profundidad en el Parque de Flushing Meadows. Los mensajes hablan de la guerra. Teñidos de estupor antropológico desconfían con razón de que dentro de 5000 años (6939) el corazón belicoso de la especie haya logrado sobreponerse a la fascinación de Thanathos. La Cripta de la Civilización, enterrada en los sótanos de la Universidad Oglethorpe en 1940, recogía una amplísima muestra de lo que fue la cultura americana entre los años 1900 y 1930 y rogaba a los posibles asaltantes que preservaran la bóveda acorazada hasta el año 8113. Dentro de sesenta siglos, la voz de Popeye o la Hitler, obligadas a embarcarse juntas en el río de la historia,  al lado del Corán o de la Biblia, no serán más que testimonios remotos de una cultura que fascinará la imaginación de los crononautas que, para entonces, quizá podrán plantarse por aquí y enredar con las paradojas del espacio-tiempo. Por cierto que seguro que nosotros continuaremos paseándonos por estos mismos pagos, archivados como un romántico holograma fluyente de un pasado eterno.

También la sede del Instituto Cervantes, en la madrileña calle de Alcalá, tiene una cápsula del tiempo que, en coherencia con la institución, se llama Caja de las Letras, y que, antes de convertirse en el lírico testaferro de Francisco Ayala o de Antonio Gamoneda,  había sido una caja de caudales del Banco Central.
  
Más próximo a las manías del nostálgico que al del recolector de la memoria, Andy Warhol se paso más de veinte años coleccionando “detritus cotidianos” de su vida en cajas de cartón. Lo efímero del embalaje, que envuelve un sinfín de dibujos, entradas para conciertos, incluso “ropa de la madre de Andy Warhol”, se nos ocurren hoy como la obra más rematadamente conceptual de este artista del hambre metafísica que sólo quiso codearse con las celebridadades porque sabía perfectamente que una caja de detergente Brillo no es menos opaca ni menos biodegradable que la más rutilante y efímera celebridad. Entre 1964 y 1987, Warhol fue llenando hasta 617 cajas, fundamentalmente de papeles y cachivaches que, por acumulación, han conseguido erigirse en la más melancólica de las cápsulas de tiempo jamás construidas. Índice exhaustivo de la vida de Andrew Warhola, en un tiempo en que la metonimia y el índex  parecen haberse elevado a los altares de una estética de la contigüidad que soporta la memoria del sujeto mediante el objeto parcial que lo fetichiza, las cajas de Warhol son una extensión embalada del alma warholiana. Fuera las filmaciones tediosamente interminables, los ready mades, las polaroids y las serigrafías. Este es, después de wáter de Duchamp,  el segundo gran superobjeto del arte del siglo XX. Aquel que alegoriza la vida a base de pegarse a sus pliegues hasta la más abyecta y humanísima exudación.

Que sean más de 600 no es lo de menos. Una caja no arma un río, ni mucho menos si ese río es el del Leteo de nuestra frágil memoria. El Leteo del arte puede pasarse con unas Meninas, con un escalope abierto en canal, si se lo pinta como Rembrandt, o, llegada la ocasión, con un wáter del revés, pero no con una sola caja.

600 cajas son un Warhol alternativo que se pasea tembloroso por la orilla del tiempo y sabe que ese río que somos y que nos arrebata no se llena con una foto de Marilyn sino con esa tediosa letanía de papeles que ocuparon nuestras horas y fueron recibos de hipotecas, y billetes de tren, y recortes de periódico, y noches de hotel, y cartas de un amor inmarcesible y azul como este mar que hoy  se mece en un temblor extraño, como  si un comisario fabuloso hubiera decidido inventariar las olas, esta arena mojada, este fragor,  y enviar al futuro el oro de la tarde en la más prodigiosa de todas las cápsulas del tiempo.

© alonso y marful


la vida secreta de una artista 10 / día internacional del emigrante























 (corriente alterna © alonso y marful) 

1. Últimamente muchos de nuestros proyectos se acercan cada vez más a algo que hace tiempo que, para entendernos, llamamos “arte íntimo”.  Curvas procesuales de mínimo impacto visual y de intensa actividad imaginaria. Se diría que la obra tiene lugar en el flujo emocional que la impregna y que, finalmente, consigue adherirse a algún objeto. A menudo tan efímero como un recitado o como una fotografía impresa sobre papel ecológico y abandonada luego en el pinar de la Albufera. Estación Términi. Obra cuyo sentido se solapa con el sentido de la vida: tiempo y disolución.

El “arte íntimo” está hecho con la condición expresa de que no dejará el menor testimonio de su existencia. Es pequeño, casi invisible, dulcemente fungible y manipulable. Se parece a la mayor parte de la infortunada humanidad.

2. Nos unimos a los actos programados por la artista conceptual cubana Tania Bruguera, fundadora de un movimiento sociopolítico auspiciado por Creative Time y el Museo de Arte de Queens y llamado Movimiento Inmigrante Internacional. Ideamos un pequeño dispositivo de resistencia lírica y lo incluimos en el mapa, entre casi dos centenares de acciones solidarias repartidas por el mundo. Se trata de una lectura simultánea de un folleto de una agencia de viajes y una noticia donde se da cuenta de la muerte de 25 inmigrantes. Se titula corriente alterna. Son cinco minutos de audio sin otra pretensión que desvelar la perversa sintaxis de los media.

http://www.goear.com/listen/9c73feb/corriente-alterna-alonso-y-marful

A lo largo de la semana formulamos 500 deseos y los imprimimos sobre papel reciclado. Esta mañana, finalmente, de forma más o menos coordinada con los actos de protesta convocados por el Movimiento en New York, ensartamos cada uno de los deseos en una hoja de hiedra y los llevamos a la playa. Deseos que avanzan mar adentro unos cien metros y que dejamos ahí, esperando que el agua los arrastre hasta la costa. Horas más tarde recorremos la orilla con la intención de rescatar del naufragio algunos de nuestros deseos. Medimos el mar. Parecemos salidas de un libro de Baricco.  Nos gustaría salir de una epopeya de Brecht: “en política no hay mucha alternativa, o se es sujeto o se es objeto.” De más está decir lo que el poder prefiere, cualquiera que sea la forma de poder.

Muy cerca del pantalán aparecen algunos de los deseos. Desplegados, rotos, casi ilegibles. Metáforas de fracturas y discontinuidad. Algunos permanecen aún a bordo de la hoja en la que han surcado este mar. Eternamente el mar.

Por los tambores de África, por la luna

Nupcial de [ilegible] y por [ilegible]

Por la estampa denuda y [ilegible] de sangre

Por el florin satisfecho en las aduanas

Y la alternancia azul de [ilegible]

Para  [ilegible] Ayo y Andwele.

© alonso y marful

la vida secreta de una artista 9 / corriente de conciencia
































 (el alma de las palabras (blanco) 2009, jaume plensa)

10h. de la mañana
Hace viento en la isla. La cruz donde tenemos montada nuestra pequeña vía dolorosa  se ha caído con un empellón de viento y yace ahora tumbada sobre el suelo. Mojada, vagamente inerme. Más tarde la levantaremos e intentaremos llevarla a la bodega. Encontrará en ella una intimidad que no le ha concedido esta intemperie límpida de la isla, el asedio implacable de la luz que escruta los rincones y me obliga a entornar las persianas buscando la indulgencia feliz de la penumbra.  Esa imagen de la cruz posada en la bodega trae a mi recuerdo nuestros juegos de adolescentes, cuando coleccionábamos imágenes de la prensa mística. La boca arrobada de algún santo bebiendo “de la interior bodega” de Cristo, la llaga que llamea en el costado, rociada con vinagre.  Mi corazón navega silencioso mientras las horas ven pasar las rutinas de un estudio que se esmera en mantener en orden la correspondencia.  La burocracia que rodea al Memorial del Agua circula con cierta fluidez en varios idiomas intentando vadear fronteras geográficas, fronteras administrativas, los corazones parapetados como fronteras.
A ratos me invade una sorda impotencia ante el silencio de un mundo moralmente anestesiado. A ratos me refugio en los acordes de Satie o de Ludovico Einaudi. Los proyectos parecen ir apilándose, uno por uno, como siguiendo el dictado de una armonía secreta. Escribimos sobre el Memorial del Agua, que va perdiendo la rigidez de los primeros mensajes y va sedimentando en una sustancia espiritual que será, a partir de ahora, la que marque su ritmo y su cadencia.  
L’eau est l’origine de la vie. Depuis les primitives cosmogonies, dans lesquelles elle a un rôle fondamental, l’eau fut reconne comme un élement revêtu d’ un gran symbolisme antropologique et culturel. Eau de la vie qui est presente dans les rites des différentes religions, son protagonisme dans l’histoire de l’art est constant, depuis les premiers répertoires iconographiques jusqu’aux dernières tendances de l’art contemporain.
Dans notre projet, le leit motiv de l’eau adquiert une articulation estétique totalment inédite. Elle souligne sa relation avec  notre matière première et celle de notre planète, qui propose un jeu de correspondances alégoriques dirigées à remarquer  une position holistique. Réunir de l’eau de chaque coin du monde au sein d’ une colection destinée à confluer dans un même récipient (la Bouteille de toutes les Eaux) c’est instaurer une puissante métaphore d’unité et d’ unión. L’eau recupérera, ainsi, son éternel symbolisme de vie, de solidarité, de pureté, de connexión mystique, de transformation spirituelle et de croissance. (fragmento de carta enviada esta mañana a la delegación de la ONU en Ginebra).
Hemos abierto una cuenta en facebook que alimentamos con una improvisada colección de agua y arte, no obstante nos damos cuenta de lo lejos que se ha ido el arte contemporáneo. Ayer colgamos la Crown Fountain,  de Jaume Plensa,  y  no parece que nadie sienta en ella las metáforas acerca de la filosofía del giro lingüístico y las soberbias alegorías acerca de la constitución retórica de la realidad que nos envuelve y nos asedia. No son muchos los que son capaces de emocionarse con las circunvoluciones de un metadiscurso. Plensa lo sabe. De ahí la obra, la caricia sensual, de tantos otros Plensa, la subyugante dulzura de formas y colores, las hiladas de letras derramadas sobre los rostros del Otro, el extranjero, el paria, el anciano, el enfermo. Si el arte no se siente, hay que dejarlo. Abriremos miles de gavetas, cementerios de artefactos incapaces de hablar el lenguaje de una estética que, como quiso Kafka, ha de darnos un hachazo en el cráneo para permitirnos mirar, por la fisura, algo que ingorábamos de nuestra propia esencia.
La pertinencia del viejo adagio sigue siendo plena: si no puedes olvidarlo, es arte. Abandonamos, por hoy, la tentación de hablar acerca de una modelización secundaria en las obras donde el bucle de la inteligibilidad parece volver sobre sí mismo con una intención icónica. Las palabras componen, efectivamente, el orden simbólico que, al plegarse sobre el imaginario, actúa sobre él igual que un molde que hace fraguar nuestros ideales, sueños, aspiraciones, opiniones, repulsas… Los tiranemas de las palabras juventud, delgadez, glamour, fuerza, control, equilibrio, dinero…  van tejiendo una malla de significantes-maestros que se diseminan como un cáncer, generando, aquí y allá, metástasis ideológicas de una cultura del malestar para la que nuestro estar ha de ser un estado de indigencia técnica. El mercado es el subrogado postmetafísico de la dynamis divina, y, muerto Dios, ya no se nos convoca al templo sino a la mezquita laica del centro comercial, nuevo axis mundi del animal deseante, máquina de consumo en cuya espiral de instisfacción se basa el movimiento de la rueda… Y aún así… “Cuando la rueda del dharma pase por Wall Street ensilla tus caballos, querida Jean, es hora de cambiarse de planeta."  Stop, pues.  Let´s change the subject. Nos refugiamos en los ritos primordiales. Concebimos metáforas de agua y solidaridad que son operativos de resistencia lírica y que, como tales operativos de resistencia lírica,  deben medir los tiempos en que la poesía de los flujos primordiales, arborescencias hermanas del agua, la sangre y el aire, ríos, arterias, bronquios, fisiología desnuda de la vida, alcancen a
ese otro autor que eres tú,
hermano que te conectas a la red desde las altas secuoyas de Valdivia,
desde la luna tórrida de Itahue
desde el fragor azul de todos los océanos,
a ti, que debes recoger el agua con nosotras, iniciar con nosotras una oración circular como el planeta, asumir tu papel de autor y de re-autor porque ninguna revolución se ha hecho con un sólo par de manos.
No reclamamos para nosotras, nunca lo hemos hecho, la impecable sutura de la lógica, la rigidez que anuda las teorías, las homilías, los mítines o los sistemas. Dadnos un margen de libertad y haremos del mundo una jerga habitable, un don, un plano americano sobre
un pecho sin nombre ni adjetivos
un corazón conectado a las mareas.

6h. de la tarde
Estoy leyendo a Penrose. Leyendo a ráfagas, creando intermitencias que me llevan de Penrose a Pizarnik y de Pizarnik al Astavakra Gîtâ. Buscando la repristinación de un sonido que nada signifique. Un sarpullido aleatorio sobre la página en blanco. Un balbuceo. Un eco que idealmente pudiera ser desligado de toda interpretación, incluida la sobreinterpretación paranoide de cuáles son las razones que nos hacen perseguir la utopía de la abolición del sentido, el retorno a un protolenguaje evoadánico. Jugar con las palabras.

Puede parecer curioso
soñar (bien o mal) es insípido
sólo un dibujo, una grieta en un muro
cualquier momento de vigilia o insomnio
es un movimiento de Poincaré
algo en el viento, un sabor amargo
X me decía
las líneas–de-universo de los fotones
no el poema de tu ausencia
para poder extenuarlo, eximirlo.

Y para ti, lector, mon semblable, mon frère,
un sínodo de nombres y el osario
febril de la aduanas
que recorren el mar
en esta noche inmensa de las islas.

© alonso y marful

animula, vagula, blandula / disparar contra la muerte

(Jesús Lizano, de la serie palabras para un rostro © alonso y marful)

 "Animula, vagula, blandula..."
Poema fúnebre del emperador Adriano

Desde el instante mismo en que sus rasgos empiezan a prefigurarse, en el seno materno, todo rostro ha iniciado su viaje hacia la muerte. Entre ambos momentos, una sucesión de mutaciones, en ocasiones drásticas, como cuando somos víctimas de una enfermedad, un accidente o una emoción devastadoramente intensa, pero en general imperceptibles, van  tallando en la carne la historia de una vida. Testigo del tiempo, de su avance implacable, de su firme y pausada condición de escultor, como apuntaba con acierto Marguerite Yourcenar, la materialidad del rostro fluye hacia adelante en un despliegue infinito de apariencias. Sorprenderlo en un punto, entre la apertura y el cierre de un diafragma que nos permitirá fijarlo en el éxtasis de una fulguración irrepetible, es como mojar las manos en el curso de un río. Abismarse en el contacto de un fragmento del que, sin embargo, nos gustaría extraer una dimensión más amplia, recabar en la presencia muda ese plus de significatividad que hará de nuestra fotografía no ya una reproducción mecánica del rostro, sino un cierto salvoconducto, una llave, una linterna, una ruta de acceso o una barca que nos permita adentrarnos en las aguas de la interioridad.

Todo fotógrafo, toda fotógrafa, son como niños que se adentran desnudos en el caudal de un río en el que, como dijo Heráclito, las aguas cambian sin repetirse nunca. Cambian las aguas y el fotógrafo, o la fotógrafa, se cuelgan sus pertrechos, sus redes de cristal, e intentan atrapar el pez del alma, pero el pez del alma, si es que existe, casi siempre corre a esconderse entre las piedras de la timidez, o bajo un gesto teatral que lo cobija como cobija a las truchas el perejil de las riberas. Retratar es un arte difícil y suele suceder que en lugar de atrapar el pez, o el personaje, una tiene que conformarse con levantar acta de que, como dice Cristina Peri Rossi,  el pez “estuvo allí”, haciéndonos carantoñas desde la casa de un ser cuya casa, diga Heidegger lo que diga,  no es el lenguaje. Porque ni las palabras ni las fotografías pueden dar cuenta de todo lo que huye. Si acaso de esa acuidad fluyente, de ese rostro que se atreve a mirarnos a los ojos y a estampar en los sensores de nuestras cámaras un trazo pasajero, como escrito en el agua.

Ningún epitafio más certero que el que el poeta John Keats redactó para su tumba: Here lies one whose name was griten in water, lo que sin duda vale también para las fugaces apariencias que envolvieron su imagen. Muchos siglos antes, emperador Marco Aurelio le había dado la razón al escribir: “Muy pronto no seré más que un nombre.” Y, sin embargo, ¡cuánto amamos los nombres y las imágenes! De qué modo nos aprovisionamos de nombres y de imágenes y los guardamos, con cándida avaricia, en las maletas de un corazón que late apresurado hacia la muerte.

Creo que no hay un solo fotógrafo que, ante la imagen de su modelo, no haya sentido el espesor que se esconde detrás de una efigie pasajera. Ni uno solo que, aunque el retrato resulte por ambas partes convincente, no sienta la melancolía que exuda toda imagen de un rostro humano, su invitación a internarse entre los pliegues de un aroma que perdura en el aire, aun extinto, o de una voz que se deja escuchar, dulcemente inaudible, más allá del mutismo en que se encuentra sumido quien, si ayer era el sujeto de la toma, ha devenido para siempre en objeto pasivo de mi contemplación.  Ni uno solo, al fin, que no dispare su cámara contra la muerte. Y, aunque es bien cierto que no conseguirá aniquilarla, en sus manos está, como bien dice Barthes, “el retorno de lo muerto”. Esta posición, que es, sin lugar a dudas, una posición moral, invita al Otro a adoptar una posición dialéctica, a dejarse llevar a través de esa lente que deberá restituirle  su imagen mediante una especularidad que, como el propio sujeto, pertenece únicamente al orden de lo imaginario. Quizá por eso cuando un hombre, una mujer, se enfrentan a una cámara, componen su imagen en función de un narcisismo oscuramente póstumo, oscuramente imaginan que retornan, la forma en que les gustaría retornar…

Nos lo decía Antonio Muñoz Molina, sentado en el sofá de su casa con ese gesto de tímido irredento que no sé si nuestras humildes fotografías han sabido arrancar de entre la niebla del tiempo: “la fotografía es un arte funeral”. Y miraba a la cámara, con los ojos quién sabe si abroquelados tras las gafas de pasta. Y en su boca había ese gesto del que huye riendo, como las truchas, sabiendo que nuestras pobres cámaras nunca podrían levantar el velo que esconde lo inasible, ese velo de piedras y de raíces que se remontan calladas hacia la  noche lenta de la especie, las ramas del alerce, del aliso, el alfabeto ignorado de los árboles con que nuestros antepasados se escribían versos que iban de un lado a otro, mecidos por el viento o escribiendo en el agua los nombres y los rostros que juegan a mostrarse para esconderse luego bajo el perejil de las riberas.


[© alonso y marful / el instante eterno / palabras para un rostro]


la matemática de Dios o la fascinante historia del número áureo

(de la serie metáforas del centro © alonso y marful)

Sentados en la terraza del River´s End, miramos el sol del atardecer que pinta sobre el mar un río de oro. Agua que tiembla rompiendo los espejos y nos recuerda ese dístico del Ángel de Silesia: “¿Qué más puedes desear, si tú mismo eres el cielo y la tierra?”
Autor de un puñado de versos publicados en 1657 bajo el título El peregrino querubínico, Johann Scheffler, más conocido como Ángelus Silesius o el Ángel de Silesia, es uno de los poetas más intensos de la lengua alemana. No obstante, probablemente ninguno de nosotros habría oído hablar de este católico converso, perito en ayunos y en introspecciones, de no ser por haberse erigido tempranamente en uno de lugares adonde  Borges acude con frecuencia en busca de esa filiación panteísta que es, sin duda,  uno de los pilares que sostienen la inmensidad de su obra.
“La rosa es sin porqué”, traduce Borges del original alemán, y enseguida interpreta la sentencia del místico como una advertencia “de la posible profanación que encierra todo análisis de lo bello”. Nada, sin embargo,  le impide desdecirse. En “Elementos de preceptiva”, afirma que  “es imprescindible una tenaz conspiración de porqués para que la rosa sea rosa”.
Lejos de interpretar el análisis de lo bello como una profanación, nuestra cultura ha indagado desde antiguo en la tenaz conspiración de porqués que parecen subyacer a la armonía de lo visible.  La comunidad pitagórica, que habitó en la “ciudad esotérica” de Crotona en el siglo VI a. de C., contempló el mundo como la materialización de una razón matemática. Para Pitágoras  “Dios es número” y,  conforme a ese número sagrado, están hechas la naturaleza, la música y, por extensión, todas las artes. Acogiéndose a los postulados pitagóricos, Platón atribuirá la  creación del mundo a un matemático sublime cuya obra estaría basada en el número phi 1,61803398…, adoptando, también, la teoría de  la música de las esferas que los distintos cuerpos celestes emitirían en su cósmica danza.
Las disquisiciones a que dio lugar esta visión del mundo ocuparon por igual a músicos, teólogos, arquitectos, escultores, pintores e incluso poetas, y sus hallazgos no han dejado nunca de sorprendernos. El Partenón, la Venus de Milo, el Hermes de Praxiteles o, ya en el Renacimiento, la Gioconda o el Homo quadratus de Leonardo siguen de cerca el canon impuesto por la proporción áurea. Más sorprendente, quizá, fue el reencuentro con la razón divina en los estudios de Fibonacci, en la Pisa del siglo XIII. La sucesión de Fibonacci  1; 2; 3, 5; 8; 13; 21; 34; 55; 89..., colocada por su autor en un apéndice del Libro del ábaco, ha demostrado estar presente en el patrón morfogenético que rige el desarrollo de las caracolas, los colmillos de los elefantes o las nerviaciones de las hojas. Lo más curioso es que, a medida que avanzamos en la sucesión, el cociente entre un número y el número precedente se acerca cada vez más al número áureo, a tal punto de que podrían tomarse por matrices generativas estrechamente solidarias. Tendrían que pasar más de siete siete siglos para que Benoît Mandelbrot sorprendiera al mundo con la geometría fractal que está en la base del desarrollo indefinido de las estructuras autosemejantes propias del brócoli, el árbol bronquial o el sistema circulatorio.
¿Existe una razón matemática subyacente a la armonía de la naturaleza y a la que muestran algunas de las más relevantes creaciones artísticas de todos los tiempos?
En enero de 2010, investigadores asociados de las Universidades de Oxford y Bristol, el Laboratorio Rutherford-Appleton en el Reino Unido y el Centro Helmholtz  para Materiales y Energía en Berlín, publicaron un artículo en la revista Science en el que se detallaba el reencuentro con el número áureo en la minúscula escala de las proporciones nanométricas. Al bombardear con neutrones átomos de cobalto niobato magnético, los científicos se encontraron con una escala de notas resonantes cuyas frecuencias de tono estaban en la proporción 1,6183398... ¿Responde a ese patrón la música de las esferas grabada por la Nasa y difundida a través del Center of  Neuroacoustic Research?  Veinticinco siglos después de que Pitágoras la intuyese, la música de las esferas acudía a una cita fraterna con la música de los átomos. El director del grupo de investigación radicado en Berlín, Alan Tennant, afirmó: “los descubrimientos están conduciendo a los físicos a especular que el mundo cuántico podría tener su propio orden subyacente”.
Más allá de estas vagas disquisiciones que entregamos, a beneficio de inventario, a la frágil memoria de este día y de esta tarde, ninguna de estas elegantes formulaciones acerca de una supraconciencia matemática que estuviera en el origen del universo nos proporciona otro consuelo que el de esta metafísica para amateurs a la que, por otra parte, hemos dedicado tantas tardes. Jorge Luis Borges destinó muchas de sus páginas inmortales a cábalas de un tenor semejante. Y no dejó de recurrir al sueño de Chuang Tzu buscando una metáfora de nuestra absoluta y radical incertidumbre. Chuang soñó que era una mariposa. Al despertar, era incapaz de determinar si era Chuang Tzu que había soñado que era una mariposa o si era una mariposa que estaba soñando que era Chuang Tzu.
¿Quién podría saber si en cada uno de nosotros, arrojados a una experiencia del mundo fatalmente esclava de nuestras percepciones, hay una rosa que sueña?
































(de la serie métaforas del centro © alonso y marful)

De vuelta en el estudio, envuelto en la quietud fantasmal de las tardes de invierno, abrimos un par de fotografías para acompañar esta entrada un poco comme il faut. Con los mares y los cielos del Ángel de Silesia y la dorada proporción de un dios geómetra que quizá no sea otra cosa que el espejo velado de nuestras proyecciones y esperanzas.
En la primera, hemos utilizado el número phi para descomponer la fotografía  en rectángulos áureos. En la segunda  hemos  “pintado” un ábaco con diez esferas. Nuestra humildad ignora si hay un dios, y si, en el caso de que lo hubiera, aceptaría de nosotras este humilde regalo.
No obstante nos encanta imaginar a ese dios que es cielo y es tierra y eres tú y soy yo y somos todos y cada uno de nosotros,  apoyando sus dedos sobre estas diez esferas y componiendo en silencio la sinfonía de un mundo  que  navega cantando, como una barca ebria, sobre el río de oro de la tarde.

ESCUCHAD LA MÚSICA DE LAS ESFERAS. NO OS PERDÁIS EL ENLACE A CENTRO DE INVESTIGACIÓN NEUROACÚSTICA
Con razón Pascal calificó al espacio sideral de effrayant. No ponemos en duda que, tal como se dice en el enlace, los que emiten los cuerpos celestes son sonidos primordiales con enormes virtudes terapéuticas. No obstante, tienen algo de pavoroso, no en vano se trata de lo sublime kantiano.
Y NO DEJÉIS DE TOMAROS LAS MEDIDAS
Los distintos segmentos en que puede dividirse el cuerpo humano guardan entre sí una relación áurea. Prueba a medir tu altura y la distancia que hay desde el suelo hasta tu ombligo. A continuación divide la primera magnitud por la segunda. Si las medidas son 173 y 107, por ejemplo, el número resultante es casi phi: 1,616...

© alonso y marful

la vida secreta de una artista 8 / el arte de meditar, por supuesto sin proponérselo



































( © francesca woodman)

Se impone el silencio. A ratos es como un delicado manto de color topacio que se posa sobre las cosas.  Siempre se le ha ocurrido que la dulzura es del color del oro viejo, un suntuoso descenso de la sangre buscando la remota latitud de la infancia. Se abandona, pues, a ese descenso silencioso que arrasa la conciencia. Allí, donde no quedan palabras, hay imágenes que brotan sin conexión aparente. No siempre las ve. Sólo en algunos instantes de dejación en los que está segura de disolverse en un magma sin nombre, tiempo sin tiempo en que el alma regresa y roza los sagrados abismos de la vida. El incesante mar. La noche sin conciencia.  Entonces se despierta. Hay un punto y aparte y un guión. Un quiasma horizontal. La cesura de un verso. En ese instante, igual que si se incorporara de un satori,  pasa de ese estado de transparencia, figural, prelingüístico, a dejarse invadir por las palabras. Respeta la consigna. Dejarlas fluir, como si ella fuera el agua, torrencial, casi violenta, y arrancara a su paso pedazos de montaña, palabras que parecen desprenderse y rodar río abajo, por un cauce babélico, rojo estambul acacia ceregumil acerbo relato tierna zambra coronilla desván elevación distrajo toldo ruta deseo… Dejarlas despeñarse, romperse, desbastarse, lavarse, es-ta-cia-gu-mi-lo-bo-la-to-na-bra-ro-ván-va-dis-tol-do ruta, deseo.

Tocar apenas, con los ápices pulmonares, con los tobillos, con la lengua, las palabras que hieren al fin, las que desembocan en los mudos estuarios del dolor. Esse est percipi.

Ruta. Deseo.

La insoslayable ruta del deseo.

© alonso y marful

la esfera de Pascal


(de la serie metáforas del centro © alonso y marful)

Hace unos días jugábamos a mezclar frases de aquellos autores a quienes habíamos mencionado en nuestra entrada “cómo nombrar el grito”.  Freud, Celan, Pizarnik, Hölderlin, Duras… eran el pretexto para la elaboración de un poema en el que creímos encontrar la huella de un azar objetivo. Hablar de la causalidad subyacente, de la sincronicidad o del azar objetivo puede parecer una tentación irracional, más propia del pensamiento mágico que acecha a los neuróticos (aprovechamos para declararnos neuróticas) que de la “sana” razón que protege al cuerdo. Y, sin embargo, creemos firmemente que, tal como dijo William Blake, si las puertas de nuestra percepción no estuvieran oscurecidas por lo relativo de nuestra posición en el enigmático y fascinante universo, veríamos en cualquier cosa la trama del infinito. O, para decirlo a la manera de Paul Klee, lo visible no es más que un fragmento de lo real. Es bien sabido que, de todo aquello que compone el mundo, únicamente podemos observar un 5%. El resto son materia y energía oscura de cuyo comportamiento lo ignoramos prácticamente todo.


En virtud, tal vez, de esa visión tan fragmentaria del universo del que formamos parte, la ciencia no parece encontrar la clave que anude el aparente determinismo que gobierna las grandes magnitudes con el azar que parece imponerse a escala subatómica. Muy probablemente, las próximas décadas verán el nacimiento de una Teoría del Todo que, al combinar los hallazgos de la relatividad con los de la mecánica cuántica,  contribuya a reforzar las tesis del demonio de Laplace. Para esta criatura, que constituye, sin duda, la mejor de las metáforas acerca de una teoría general de que no hay efecto sin causa,  sería muy sencillo adivinar lo que ha sucedido o lo que sucederá en cualquier punto del espacio-tiempo. Para ello, bastaría con se le otorgara el acceso a toda la información necesaria. Para el demonio de Laplace, Dios no juega a los dados. Lo que significa que, si volviera a lanzar el mismo dado con un movimiento idéntico, volvería a poner sobre la mesa el mismo número. O, para lo que nos ocupa, el mismo universo.
 

ESTE ES UN TEXTO CON DOS TRAYECTORIAS


I. Si el universo es una trama extraordinaria, no debemos caer en la ingenuidad de imaginar que tiene un único centro. Como dijo Pascal, recogiendo una larga tradición, “Dios es una esfera cuya circunferencia está en todas partes y el centro en ninguna". Un círculo con un centro ubicuo es una geografía que satisface la imaginación humana.  Cualquiera de nosotros es un centro de ese formidable tapiz en el que la más pequeña de las partículas está completamente interpenetrada por todo aquello que la trasciende. En la Cena de las cenizas, Giordano Bruno  dice que “el mundo es el efecto infinito de una causa infinita y que la divinidad está más cerca y más dentro de nosotros de lo que lo estamos nosotros mismos.” Y añade, "Podemos afirmar con certidumbre que el universo es todo centro, o que el centro del universo está en todas partes”.


Nos preguntamos qué sería de nosotras si cada mañana, mientras dirigimos nuestros soñolientos pasos hacia un rincón del River´s End, poblado de cafés y de periódicos, pensáramos que ese sutra que nos acompaña significa hilo y es compañero etimológico de sutura, nudo que nos conecta al profundo hontanar sagrado del misterio. Y que los textos que llevamos con nosotras son también texos o tejidos. Porque todo sutra, y todo texto, no son más que fragmentos de un alfabeto azul donde algún Dios extraño está urdiendo la trama de una historia que un día será la nuestra...


II. Muchos son los juegos literarios que han basado en las posibilidades combinatorias de un puñado de palabras la creación de un complejo universo. En el manifiesto que acompañó la creación del Ouvroir de litérature potentielle (Oulipo), sus fundadores, Raymond Queneau y François Le Lionnais, definían la literatura potencial como “la búsqueda de nuevas formas y estructuras que podrían ser utilizadas por los autores como mejor les pareciera”. Aficionados a las sorprendentes libertades que nos depara el determinismo, no en vano se trata de un grupo de escritores aficionados a la matemática,  los “oulipos” proponen fórmulas limitadas para la creación poética. La littérature à contraintes puede partir de un corpus de diez sonetos con la misma rima, de forma tal que cada verso pueda ser sustituido por el verso correspondiente de otro soneto. Por ejemplo: el verso 1 del soneto 1 puede ser substituido por el verso 1 de cualquiera de los sonetos 2 al 10…  Las posibilidades combinatorias arrojan un número total de sonetos posibles que asciende  a nada menos que 10 elevado a la decimocuarta potencia, es decir, cien billones de sonetos. La lectura de este puñado de sonetos nos llevaría más o menos unos doscientos años. Para el diablo de Laplace sería un ejercicio extraordinariamente ingenuo. De modo que intentemos imaginarlo analizando la prodigiosa combinatoria que ha dado lugar a un ser como usted, que mira a esta improbable pantalla, hija a su vez de delicadas combinaciones, y en la que un interminable tapiz de hipervínculos le permite desplazarse por una red de informaciones virtualmente interminable. ¿Es casual que esté usted de visita en este blog o se trata de un ejemplo más del azar objetivo? 

A estas horas el River´s End  navega en la penumbra de la bahía, arrasada por una lluvia fresca tan fina y transparente como el hilo que, inadvertidamente, conecta nuestro corazón al pulso inconcebible del inconcebible universo.  El toldo de la terraza, desgarrado aquí y allá por las manos del viento, se asoma a un cielo roto donde brilla el ayer. Pues no es la menor de las maravillas que nos rodean estar mirando las luces del pasado que llegan a nosotros después de un largo viaje al corazón del Norte. Allí donde viajó una vez el gran poeta Matsuo Basho para exclamar, con sencilla palabra:


Maravilloso:
ver entre las rendijas
la Vía Láctea.


© alonso y marful

el infinito en la palma de la mano / cuaderno del river's end

A veces ponemos la radio con la  intención de que nos ayude a dormir y conseguimos justamente lo contrario. Me sucedió esta noche. Intentaba evitar darles la vuelta a los asuntos que me habían ocupado durante el día y se me ocurrió que, en lugar de recitar un mantra y dejarme arrullar en su benéfica monotonía, iba a encender la radio. Las noches están llenas de náufragos que escriben en las ondas poemas de una belleza dulce y casi sobrehumana. Una belleza  que impregna el corazón, pero que nunca encontrará cobijo entre las páginas de otro libro que el del Tiempo, cuyas hojas están hechas de un cáñamo incomprensible donde la luces y las sombras se entrecruzan sin saber que en cada hilo que pasa están tejiendo el manto de la única historia, la de todas las cosas. Y que si tiramos de un nudo en un punto del mapa o de la vida, estaremos tensando el frágil equilibrio en que se apoya otro punto del tiempo o del espacio. Los antiguos tuvieron la intuición de que el mundo estaba hecho de una sola pieza, aunque la cortedad de nuestros sentidos nos invite a experimentar las cosas como entidades separadas.
El caso es que estaba intentando dormir cuando la voz de una anciana se hizo paso entre las sombras con una afirmación de esas que no pocos dudarían en calificar de desatino, pero que era cualquier cosa menos desatinada. La anciana llamaba para decir que las uvas eran una fruta extraterrestre y que basta con comer uvas para sentir en el estómago el silencioso aullido de todo el universo. La locutora la despidió con un saludo mordaz y me dejó soñando con racimos y tiernas bacanales en las que una anciana feliz escuchaba arrobada la música del mundo y escanciaba su vino en labios de un amante.
Me desperté, en fin, con la intención de comprar uvas y, a eso de las siete, me enfundé un vaquero y me fui caminando por la línea del mar hasta el supermercado.
Pensando en la anciana miré el atardecer. La codicia del sol que hundía su moneda en la alcancía de un mar ensangrentado.
Sobre un estante encontré unos racimos de un granate indeciso que me hicieron pensar en un bodegón de Van Gogh y en unos versos de Eliot. “Deja que el río avance en la alcoba del niño, que se lleve las uvas de la mesa de otoño.“  Mientras volvía a casa me acordaba de Eliot, del faro de Cabo Ann, en Massachussetts, de la posada de Giddins y de  aquel primer rincón donde unos labios rojos me enseñaron a amar el sabor de la muerte.
En estas cavilaciones me hallaba cuando me senté al fin en el pretil del puerto y miré al mar nocturno y luego al cielo de donde, según la anciana, habrían venido un día unas uvas muy parecidas a estas. Y pensé, aún, que hace muchos muchos siglos, nada más y nada menos que veinticinco, Pitágoras y Platón hicieron los cálculos matemáticos que permitieron alumbrar la teoría de un mundo músico. Para ellos, las esferas danzaban emitiendo una fastuosa melodía cuya influencia se dejaba sentir en todos los aspectos de la vida, desde el horror fratricida de una guerra a la emocionada trayectoria de una lágrima. Todo, así pues, era parte de un gran todo y, como ya sabemos, el aleteo de una mariposa en Sebastopol puede desatar un huracán en las Islas Seychelles.
El caso es que los últimos hallazgos de la ciencia parecen haberles dado la razón. La flamante Teoría de Cuerdas  sostiene que todas las partículas que componen el mundo, desde  los protones y electrones que bailan en el núcleo de los átomos hasta los gravitones, que guían el movimiento de la Vía Láctea, están compuestas por cuerdas cuya vibración produce notas que propagan su resonancia hasta los confines mismos de todo lo que existe.

Un visionario como William Blake nos invita a comprobar lo que sin duda fue el fruto de una experiencia mística:

Para ver un mundo en un grano de arena
y  un cielo en una flor silvestre,
sostén el infinito en la palma de tu mano.

Tomé las uvas pues, y sentí el infinito desplegarse en mi mano y un rumor en el fondo del estómago se desató de pronto en un gemido dulce y luego en una música muy suave que parecía venir de arboledas remotas. La anciana tenía razón.

Me despojé de mí y acaso, sólo acaso, por un sólo momento, contemplé el universo reunido en un racimo y supe que eran uno el puñal y la rosa.

© alonso y marful

la vida secreta de una artista 6 / procedimiento para hacer una herida



































(de la serie cómo nombrar el grito © alonso y marful)

(...)

3.- Abolir el compromiso con las palabras. En su locura, Hölderlin es más lúcido que cualquiera de nosotros.  Pallacksh, pallacksh, dice. Un balbuceo sin código, aunque no sin sentido. Salvo en los asuntos más triviales, cada vez que decimos o no sacrificamos aquello que se opone a la afirmación o a la negación. Recordar a Freud cuando hace prevalecer la latencia sobre lo manifiesto, el fondo sobre la superficie. Recordar a Beckett cuando señala que todo lenguaje se “aparta” del significado que persigue. Recordar a Celan cuando dice que todo poema tiende al silencio. Recordar sin otro afán que hacer justicia a aquello que nos humaniza: la memoria. Sin el menor asomo de coquetería intelectual. Ya no. Sin recurrir a la auctoritas.  Sin buscar aliados para la ceremonia trágica de lo imposible.

4.- Hablamos, pues, de un dolor que demanda traducción. Traducir al lenguaje es abrir una vía de escape al dolor. He aquí la razón por la que hacemos cosas con el lenguaje, con los lenguajes.  Y he aquí la razón por la que lo hacemos aun asumiendo que todo lenguaje nos desvía, obediente a la tropología de un psiquismo que nos protege de nosotros mismos mediante la imposibilidad de la denotación pura:  metáfora y desplazamiento. Y asumiendo, es más, que no podría no desviarnos, puesto que no se puede decir con un lenguaje articulado aquello que procede del lugar de lo inarticulado, de lo que nos desarticula: el desfallecimiento del sentido en el espanto de la finitud. No pretendemos que esto que designamos como un radical antropológico se revele constantemente y en cualquier circunstancia. Defendemos, por el contrario, que, como sostiene Heidegger, este ser para la muerte, condición espantosa del Dasein, sólo alcanza a expresarse en la revelación poética. De ese hacer (poiein) que es el arte. 

5.- La muerte actúa en nosotros desde el principio, en una forma que nos produce “extrañamiento” y que nos “confina”. Son las palabras de Heidegger. Lo cotidiano –la vida- que, conteniendo in nuce su propia extinción, nos hace continentes de lo siniestro. Es siniestro que vivamos si estamos abocados a morir.  Siniestro que el polvo –quia pulvis eris-  iluminado por la conciencia vuelva al polvo sin conciencia –et in pulverem reverteris-.  La muerte, lo un-heimlich freudiano, es, por antonomasia, ese ser no ya, como dice Heidegger, para la muerte sino habitado desde el origen por la muerte.

6.- Re-presentar, pues, la muerte que nos acecha desde adentro. Hacerlo de modo que, lejos de cualquier frivolidad, pueda al menos sugerir ese universal espanto que nos aqueja. Un rostro blanco. Simbólicamente borradas las huellas que delatarían nuestra pertenencia a un género o a una raza. Un rostro que abre los ojos, sabedor de que en ese y en cualquier otro momento algo cava en él su propia tumba, y que los cierra en un gesto de rendición anticipado. Cerrar los párpados a la luz. Dejar que advenga a nosotros la in-consciencia que toda muerte significa. Curiosamente, no sabemos imaginarnos sin conciencia. Incluso en nuestros ejercicios de imaginación póstuma nos imaginamos como ese algo inmaterial que, a despecho de cualquier argumento, todavía y eternamente  piensa.  La herida, ritual, se practica con un cúter sobre la frente. La herida es real. Su significación, lo universal de su simbolismo,  queda librada a la plasticidad de cada imaginario. Si la imagen ha conseguido remover algo del orden de lo indecible en quien la mira, habremos logrado despertar una emoción que trasciende nuestra subjetividad y nos anuda al grito que nos recorre. Que compartimos. 


Procedimiento para hacerse una herida incisa 

Tómese una  lámina metálica provista de un borde cortante del tipo de un bisturí, una navaja o un cúter. El deslizamiento del corte sobre la superficie cutánea provocará una solución de continuidad nítida con penetración en los tejidos, una herida incisa de bordes regulares y bien delimitados. La herida presentará dos dimensiones: extensión y profundidad. La longitud del corte debe superar la profundidad. Los bordes serán limpios y estarán bien irrigados. La separación de los bordes será mayor cuanto más perpendicular sea el corte a las líneas de Langer que discurren de un lado a otro de la frente. 


Este es el testimonio de una performance. Obviamente, la verdadera performance no está en la herida, sino en la cavidad que se aloja detrás de la herida. 

© alonso y marful

la vida secreta de una artista 5 / cómo nombrar el grito


































(de la serie cómo nombrar el grito © alonso y marful)

1.- La identidad. Nos hemos detenido a  menudo no ya en la identidad que cobijan nuestros nombres, Su Alonso,  Inés Marful, sino en el concepto mismo de "identidad" como perseverancia de lo idéntico. Ego idem sum. Identidad. Pero, ¿cuál de ellas? ¿Acaso la identidad no es la suma, y la reducción a un hipotético común denominador, de todas las diferencias? La apelación al nombre propio  no es gratuita. Lejos de serlo, llama a la paradoja de la inestabilidad de una presencia que ha dejado atrás la quietud metafísica de la Idea e invoca al nombre y a la filiación que lo acompaña como al único asidero al que aferrarse. Presentamos el carnet de identidad y el funcionario se asegura de que nos parecemos a la foto, siquiera sea remotamente. Miramos las sucesivas cartes d´identité  –toda carta es a la vez escritura y juego- y apenas nos reconocemos en la muchacha que ríe con el pelo cortado a lo garçon o con el rostro abatido por la pena. Hemos sido. Y la instantánea registra el pasaje por esa identidad perentoria que, ya entonces, corría a nuestro encuentro. Al encuentro de la muerte. Buscamos, pues, la identidad en el nombre propio. Nos hacemos  un nombre e incluso un re-nombre. Acariciamos la ambición de que nuestro nombre sea re-nombrado, vuelto sobre sí, doble enfático de sí mismo que subraya el valor de marca de lo idéntico. Amasamos los semas y los biografemas que se van reuniendo en torno a él como la garantía de una existencia verdadera.  Porque lo que no se nombra no existe,  existir es, pues, ser nombrado. Paladear el éxtasis del yo en la carne lingüística de un significante de goce gracias al cual Narciso aprecia en el Otro la realidad de su existencia.

2.- No es la menor de las paradojas que acompañan al nombre propio cuando decimos, por ejemplo, Su Alonso o Inés Marful, pero también Paul Celan o Primo Levi, el que ese nombre no nombre en absoluto lo que hemos sido, sino esa ceremonia civil que nos actúa y reúne para nosotros un conglomerado de signos que aluden a nuestra existencia.  Un rostro, una biografía. Un nombre. Las certezas superficiales. Pero ¿qué somos en realidad? Y, sobre todo, ¿qué nos hace crear, cualquier cosa que sea la que creemos? Todo/a aquel/la que crea, ese es al menos nuestro punto de vista, crea para intentar expresar lo inexpresable. Ningún/a creador/a que merezca ese nombre estará orgulloso de todo aquello que acompaña su nombradía. O mucho nos equivocamos o no se sentirá tocado/a por la intensión semántica de un nombre que orbita en torno a ellas,  pongamos Alejandra Pizarnik o Marguerite Durás, como orbita una estrella en torno a un agujero negro.  Un/a creador/a superficial se sentirá orgulloso/a de su nombre. Un/a creador/a verdadero/a contemplará su nombre como un mero efecto retórico. Ese “Otro” de que hablaban Paul Eluard o Jorge Luis Borges. Un doble fantasmal que ahonda el surco o recubre la ausencia. El material semántico que será irreductible a la traducción porque es, por definición, in-traducible. Porque -punto donde la materia y la energía significante tropiezan una y otra vez contra el horizonte de sucesos-  no hay nada susceptible de ser trasladado hasta la superficie del lenguaje.  Porque ese fondo yacente que intentamos in-formar, lo que es tanto como dar forma, plástica o verbal, rehúsa la horma del significante en la misma medida en que es del orden de lo in-consciente.

A estas alturas del guión, estamos muy lejos de pensar que el prototipo de lo inconsciente sea lo sexual.  Más proclives a hablar de un radical de dolor antropológico, probablemente parejo de la adquisición de la conciencia, y en particular de su prototipo “erótico”, la conciencia de la muerte, creemos que toda poética, todo hacer, es un hacer contra lo inexpresable de esa falla fundacional en el tejido de la sensibilidad que es la conciencia de la muerte.

Ese es el grito de la especie. Esa es la carne del poema. (…)

Continuará...

© alonso y marful

el discurso erótico / el discurso estético

 (roland barthes) 

El discurso estético
“Trata de sostener un discurso que no se enuncie en nombre de la Ley y/o de la Violencia: un discurso cuya instancia no sea ni política, ni religiosa, ni científica; que sea, de alguna manera, el residuo y el suplemento de todos estos enunciados. ¿Cómo llamaríamos a este discurso? Erótico, sin duda, pues tiene que ver con el goce; o tal vez también: estético, si se prevé darle poco a poco a esta vieja categoría una ligera torsión que la alejaría de su fondo regresivo, idealista, y la acercaría al cuerpo, a la deriva.”
Roland Barthes por Roland Barthes

Dejar hablar al goce. Toda fascinación es orgánica. No hay emoción estética des-encarnada. Por eso el arte duele y da placer. Porque ahonda el surco de la escritura y de las imágenes que nuestra historia personal ha ido cavando, desde antes de nacer, en el block maravilloso de nuestro cuerpo-mente.
© alonso y marful

una estética para urólogos o más disquisiciones en torno al wáter





















































(untitled (medusa), terence koh)

 El discurso de la esquizofrenia es poético porque no responde a las reglas que rigen la lógica del discurso ordinario. El esquizofrécnico puede creer en la rebeldía de las ramas, en el dolor seminal del unicornio o en la pócima con la que el druida elabora un golfo y lo amasa sin ruido para llover la noche. Si la poesía consiste en desautomatizar lo cotidiano con un punto de rompedora extrañeza, como quiso algún sabio, la esquizofrenia es poesía porque es, en sí misma, extrañamiento. Eso es el arte, una fuerza capaz de arrancar las máscaras de la realidad y des-velar la verdad que se oculta detrás de la apariencia.

Enamoramiento, dadá, surrealismo, patafísica, poesía  o esquizofrenia son ese barco ebrio donde navega el alma liberada de la razón, que no es más que el férreo estuche donde nos encerramos cada día para convertirnos en cucaracha, como Gregorio Samsa. Damos una patada a la mesa de la razón y sale un poeta o un/a tip/a rar/o. Si el tipo, o la tipa, tienen carisma, o galería, los convertimos en artistas, y si no lo tienen, se pelean toda la vida con el sambenito de chiflados. Lo chungo es que a veces se nos va la olla y no sabemos muy bien a qué atenernos.

En 1917 (el lector o lectora comprobarán que no perdemos la sintaxis) Duchamp cuela un cañonazo de mil pares en la portería de la historia del arte y pone un inodoro en la galería de Stiglitz. La maniobra era de doble dividendo, como dicen los economistas: si, por una parte, criticaba el arte de boudoir como mercancía, con su valor de cambio y sus siete novillos capitales, por la otra elevaba la mercancía a obra de arte. La teoría sigue siendo válida. Nada más desautomatizador que poner un urinario en un museo y hacer que los objetos que decoran la vida, los hallazgos casuales o causales, se codearan con el canon  y alcanzaran, ellos mismos, el estatuto de canon. Duchamp echó la razón por la ventana y escribió con su fuente una canción de gesta. Hasta tal punto es así que más de quinientos críticos de arte han designado la Fuente como la obra de arte más influyente del siglo XX.

En la vertiginosa profecía del wáter duchampiano estaba contenida la rebeldía del 99%, el corazón ardiente del 15 M y la túnica de estameña donde abreva el menesteroso. El animal humano, fieramente humano,  encontraba en los más leves, infraleves, testimonios de una existencia estabulada una vía regia para la trascendencia. Por esa escala ontológica habrían de subir poetas como John Cage o Joseph Beuys. Todas las pequeñas manifestaciones externas de la energía habían cambiado de luz y de escala.

La relación de Duchamp da pie a una auténtica  estética para murciélagos: “el exceso de presión sobre un interruptor eléctrico, la exhalación del humo del tabaco, el crecimiento del cabello y de las uñas, la caída de la orina y de la mierda, los movimientos impulsivos del miedo, de asombro, la risa, la caída de las lágrimas, los gestos demostrativos de las manos, las miradas duras, los brazos que cuelgan a lo largo del cuerpo, el estiramiento, la expectoración corriente o de sangre, los vómitos, la eyaculación, el estornudo, el remolino o pelo rebelde, el ruido al sonarse, el ronquido, los tics, los desmayos, ira, silbido, bostezos.

Duchamp liberó a la vida para la estética y atrapó la estética en una trampa mortal. El peligro, que no siempre sabemos ver, es que, o seguimos siendo revolucionariamente expresivos, es decir, esquizofrénicos, poetas, extranjeros y extraños a esta cruda realidad que nos devora, o el único talento que cabe reconocernos es el de saber vender un mal plagio.

Decimos esto porque detrás de la Fuente de Duchamp, de la que, desaparecido el original, el propio Marcel hizo un puñado de réplicas, han venido otras “fuentes”. Rebozadas en oro, con calcomanías en la bajante, replicando sus propias réplicas, como las de Robert Gober  y, últimamente, pintadas de negro, como la que nos propone el joven artista chino-canadiense Terence  Koh.

Famoso por poner a la venta ropa interior con restos de semen y de excrementos, Koh nos deja este cuasi-místico rayo de tiniebla: un urinario pintado de negro encerrado en un confesionario.  Como imaginamos al lector, o lectora, dueños y señores de la cuadratura de su propio círculo hermenéutico, no abundamos más. Lo dejamos con la fuente de Koh y en el trance de decidir si estamos ante un poeta, un esquizofrénico o una secuela más bendecida por los mandarines.

Esos que, con sólo mover un dedo, convierten en poesía una ensaimada.

© alonso y marful