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© alonso y marful, opus nigrum, 2014 (in progress)

una estética para urólogos o más disquisiciones en torno al wáter





















































(untitled (medusa), terence koh)

 El discurso de la esquizofrenia es poético porque no responde a las reglas que rigen la lógica del discurso ordinario. El esquizofrécnico puede creer en la rebeldía de las ramas, en el dolor seminal del unicornio o en la pócima con la que el druida elabora un golfo y lo amasa sin ruido para llover la noche. Si la poesía consiste en desautomatizar lo cotidiano con un punto de rompedora extrañeza, como quiso algún sabio, la esquizofrenia es poesía porque es, en sí misma, extrañamiento. Eso es el arte, una fuerza capaz de arrancar las máscaras de la realidad y des-velar la verdad que se oculta detrás de la apariencia.

Enamoramiento, dadá, surrealismo, patafísica, poesía  o esquizofrenia son ese barco ebrio donde navega el alma liberada de la razón, que no es más que el férreo estuche donde nos encerramos cada día para convertirnos en cucaracha, como Gregorio Samsa. Damos una patada a la mesa de la razón y sale un poeta o un/a tip/a rar/o. Si el tipo, o la tipa, tienen carisma, o galería, los convertimos en artistas, y si no lo tienen, se pelean toda la vida con el sambenito de chiflados. Lo chungo es que a veces se nos va la olla y no sabemos muy bien a qué atenernos.

En 1917 (el lector o lectora comprobarán que no perdemos la sintaxis) Duchamp cuela un cañonazo de mil pares en la portería de la historia del arte y pone un inodoro en la galería de Stiglitz. La maniobra era de doble dividendo, como dicen los economistas: si, por una parte, criticaba el arte de boudoir como mercancía, con su valor de cambio y sus siete novillos capitales, por la otra elevaba la mercancía a obra de arte. La teoría sigue siendo válida. Nada más desautomatizador que poner un urinario en un museo y hacer que los objetos que decoran la vida, los hallazgos casuales o causales, se codearan con el canon  y alcanzaran, ellos mismos, el estatuto de canon. Duchamp echó la razón por la ventana y escribió con su fuente una canción de gesta. Hasta tal punto es así que más de quinientos críticos de arte han designado la Fuente como la obra de arte más influyente del siglo XX.

En la vertiginosa profecía del wáter duchampiano estaba contenida la rebeldía del 99%, el corazón ardiente del 15 M y la túnica de estameña donde abreva el menesteroso. El animal humano, fieramente humano,  encontraba en los más leves, infraleves, testimonios de una existencia estabulada una vía regia para la trascendencia. Por esa escala ontológica habrían de subir poetas como John Cage o Joseph Beuys. Todas las pequeñas manifestaciones externas de la energía habían cambiado de luz y de escala.

La relación de Duchamp da pie a una auténtica  estética para murciélagos: “el exceso de presión sobre un interruptor eléctrico, la exhalación del humo del tabaco, el crecimiento del cabello y de las uñas, la caída de la orina y de la mierda, los movimientos impulsivos del miedo, de asombro, la risa, la caída de las lágrimas, los gestos demostrativos de las manos, las miradas duras, los brazos que cuelgan a lo largo del cuerpo, el estiramiento, la expectoración corriente o de sangre, los vómitos, la eyaculación, el estornudo, el remolino o pelo rebelde, el ruido al sonarse, el ronquido, los tics, los desmayos, ira, silbido, bostezos.

Duchamp liberó a la vida para la estética y atrapó la estética en una trampa mortal. El peligro, que no siempre sabemos ver, es que, o seguimos siendo revolucionariamente expresivos, es decir, esquizofrénicos, poetas, extranjeros y extraños a esta cruda realidad que nos devora, o el único talento que cabe reconocernos es el de saber vender un mal plagio.

Decimos esto porque detrás de la Fuente de Duchamp, de la que, desaparecido el original, el propio Marcel hizo un puñado de réplicas, han venido otras “fuentes”. Rebozadas en oro, con calcomanías en la bajante, replicando sus propias réplicas, como las de Robert Gober  y, últimamente, pintadas de negro, como la que nos propone el joven artista chino-canadiense Terence  Koh.

Famoso por poner a la venta ropa interior con restos de semen y de excrementos, Koh nos deja este cuasi-místico rayo de tiniebla: un urinario pintado de negro encerrado en un confesionario.  Como imaginamos al lector, o lectora, dueños y señores de la cuadratura de su propio círculo hermenéutico, no abundamos más. Lo dejamos con la fuente de Koh y en el trance de decidir si estamos ante un poeta, un esquizofrénico o una secuela más bendecida por los mandarines.

Esos que, con sólo mover un dedo, convierten en poesía una ensaimada.

© alonso y marful

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