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© alonso y marful, opus nigrum, 2014 (in progress)

la vida secreta de una artista 12 / estuche de vida y muerte

Cuando éramos niñas la palabra “estuche” estaba habitada por un cielo de plomo con ramalazos verdes que habíamos conseguido arrancar al estupor mineral de los lápices Alpino, por anillos que dotaban a su dueña de un extraño poder, por relojes parados y por fotografías de color sepia. Más tarde descubrimos que había estuches metafóricos y que toda vida es, como alguna vez defendió Susan Sontag, un estuche de muerte.  No hay ni un solo gran autor cuya obra no esté atravesada por el vértigo de lo efímero y la de Susan Sontag no es una excepción.  En Estuche de muerte, una novela de regusto kafkiano que fue recibida por buena parte de la crítica como un tostón experimental pretencioso hasta la náusea, Sontag cuenta la historia de Diddy, un suicida sin éxito que, incapaz de “fluir” con la vida, como mandan los cánones de la levedad, se ve condenado a habitarla. A propósito de Death kit, editada por primera vez en 1967,  la crítica ha insistido, no pocas veces, en los efectos  de escala que ponen en relación la vida individual con la vida de la especie, un tema que Borges consiguió reducir hasta sacar brillo al hueso. Toda vida, y, por lo tanto, toda muerte -este es uno de los argumentos de Sontag-, es como una cajita perdida en una cadena de montaje en la que cada pequeño contenedor se cree el más singular del mundo, o como un grabado que reprodujera, con variaciones mínimas,  la plantilla grabada sobre una piedra de litografía.  La relación entre el individuo y la especie, o, yendo un paso más allá, entre el fenómeno y la Idea, es uno de las matrices de la imaginación borgiana.  En El ruiseñor de Keats, el argentino de la eterna sonrisa nos traslada a una noche de 1819 en la que "un poeta tísico, pobre y acaso infortunado en amor, (…) oyó el eterno ruiseñor de Ovidio y de Shakespeare y sintió su propia mortalidad y la contrastó con la tenue voz imperecedera del invisible pájaro." John Keats, “el hombre circunstancial y mortal”, dedica su oda a ese canto “que no huellan las hambrientas generaciones” y que es, en esencia, el mismo que “en campos de Israel, una antigua tarde, oyó Ruth la moabita.”
 

de la serie estados de subjetivación / contenedor I © alonso y marful

Probablemente en el estuche de un solo individuo sea posible contemplar el patrón de la especie, como probablemente en el estuche de una sola especie, si aguzamos la vista, podemos contemplar el patrón que subyace a la naturaleza de todo animal. Imposible conjeturar si en el estuche del universo se reiteran los tiempos y las estancias hasta componer una inmensa biblioteca cuya profusión de escrituras se replica, indolente, sobre la piel de los jaguares,  jugando a reflejarse en cópulas y espejos y haciendo de cada vida el minúsculo estuche de una auténtica exposición universal. Los antiguos creían que todo lo de arriba se mira en lo de abajo y nada nos cuesta imaginar a Borges ofreciendo su mano libre, la otra ocupada sobre el bastón, a un Schopenhauer que reinventa su voluntad en el arquetipo de Jung mientras un Roland Barthes amigo del regateo y de la diferencia nos recuerda que la analogía no es más que uno de los demonios con que nos asedia la madurez. Contra el platonismo de la fórmula siempre podemos recurrir a la observación meticulosa de aquello que nos distingue y hasta perdernos, como hace Steiner en una de las páginas más bellas que hemos leído, en el milagro caudaloso de la multiplicidad.

"Crecí poseído por la intuición de lo particular, de una diversidad tan numerosa que ningún trabajo de clasificación y enumeración podría agotar. Cada hoja difería de todas las demás en cada árbol (salí corriendo en pleno diluvio para cerciorarme de tan elemental y milagrosa verdad). Cada brizna de hierba, cada guijarro en la orilla del lago eran, para siempre, "exactamente así". Ninguna medición repetida, hasta la calibrada con mayor precisión y realizada en un vacío controlado, podría ser exactamente la misma. Acabaría desviándose por una trillonésima de pulgada, por un nanosegundo, por el grosor de un pelo ‑rebosante de inmensidad en sí mismo‑, de cualquier medición anterior. Me senté en la cama intentando controlar mi respiración, consciente de que la siguiente exhalación señalaría un nuevo comienzo, de que la inhalación anterior era ya irrecuperable en su secuencia diferencial. ¿Intuí que no podía existir un facsímil perfecto de nada, que la misma palabra, pronunciada dos veces, incluso repetida a la velocidad del rayo, no era ni podía ser la misma? (Mucho más tarde aprendería que esta ausencia de repetición había preocupado tanto a Heráclito como a Kierkegaard)."

Pensamos en cajas y se nos vienen a la cabeza cosas como estas, palabras que van tejiendo puentes de papel el entre el mar y la ola y que, en tardes como esta, sonríen ante la ocurrencia de Ciorán cuando dice que “"Si las olas se pusieran a reflexionar, creerían que avanzan, que tienen un meta, que progresan, que trabajan para el bien del mar, y no dejarían de elaborar una filosofía tan boba como su celo". 

Ponemos los pies a navegar en las primeras olas de la primavera y nos sumergimos un año más en la rutina indemne de las estaciones.  Al fin y al cabo, nos hemos pasado otra semana lijando madera y amueblando la primera caja de una serie que hemos decidido bautizar con un genérico rimbombante: “estados de subjetivación”. En realidad, deberíamos llamarlos “estados del alma”, pero, después de aliñar el regateo con una copa de cava helado, hemos optado por ponernos terrenales. Nada más terrenal, al fin, que la caricia del sol sobre la piel de mayo y este olor a algas que nos emborracha el cuerpo y arrastra hasta nosotras la historia repetida de la misma mujer mil veces replicada en cada costa y en cada ulyses, como si una sola historia de amor contuviera la esencia de todos los amores y como si cada voluta pintada sobre un friso fuera la sombra de una voluta inteligible que lucha por revelarse sin conseguir otra cosa que proyectar otra sombra sobre el estuche de nuestra caverna.

Nos preguntamos si esa esfera que flota sobre el mar en la primera de nuestras cajas contiene algo de ese resplandor metafísico que ilumina, prácticamente sin variaciones, las esferas a que se refieren Hermes Trimegisto,  Empédocles, Blaise Pascal o Giordano Bruno. Borges estudió con detenimiento la metáfora de la esfera y concluyó que “el espacio absoluto que había sido una liberación para Bruno, fue un laberinto y un abismo para Pascal. Éste aborrecía el universo y hubiera querido adorar a Dios, pero Dios, para él, era menos real que el aborrecido universo. Deploró que no hablara el firmamento, comparó nuestra vida con la de náufragos en una isla desierta. Sintió el peso incesante del mundo físico, sintió vértigo, miedo y soledad, y los puso en otras palabras: "La naturaleza es una esfera infinita, cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna."

de la serie estados de subjetivación / contenedor I © alonso y marful

No es la primera vez que inventamos una esfera suspendida sobre el mar.  La esfera es, de hecho, el símbolo en torno al que desarrollamos nuestro proyecto Metáforas del centro. Hoy volvemos a ella para encerrarla en un estuche que contiene, además, tal como se detalla en una de sus hojas: “una cita, palabras, una manta roja (memoria del calor y de la soledad) y 0,059 metros cúbicos de aire”.  Encerrar este centro metafórico en un estuche de 60x60, meticulosamente pulido y mimado hasta compartir con él una emoción muy parecida a la intimidad, es un gesto que, en tardes como esta, no nos parece gratuito. Una caja es un recinto amurallado que se recoge sobre sí mismo. Es, también, un axis mundi. Una escala de Jacob. Por la escalera negra de esta caja hemos descendido a los estuches de vida y muerte de Sontag o Borges, ambos convictos, cada uno a su modo, de una filosofía portátil que ha querido ver la historia de la especie, o la del universo, contenidos en la cifra milagrosa de cada existencia individual.

Nadie sabrá nunca si cada niño que atesora un estuche encierra en él una imagen de sí mismo que se proyecta, ampliada, sobre el espejo velado donde se miran todos los hombres. Ni si esa imagen no es más que un retorno a la madre que recupera, con el lenguaje universal del símbolo, la calma oceánica de la fusión primigenia. Nunca sabremos qué hilo movió el corazón de Duchamp cuando construyó sus cajitas con museos portátiles. Tal vez, sin saberlo a ciencia cierta, cada vez que construimos un estuche estamos interponiendo un caparazón protector contra el miedo, el vértigo y la soledad. Algo así dicen los versos que contiene nuestra caja. Pero no vamos a reescribirlos aquí porque toda caja es un misterio y toda revelación una búsqueda que se repite, prácticamente sin variaciones, en todas y cada una de nuestras búsquedas, pero en la que queremos dejar nuestro sello porque, en el fondo, somos tan tontos como las olas de Ciorán.

© alonso y marful

la vida secreta de una artista 11 / magdalenas en ítaca

Últimamente nos echamos al cuerpo unos libros gordísimos que acaban arrumbados por los rincones del estudio, porque el alma se despoja y va buscando la liviandad hiriente del relato corto, el poema o el aforismo.  A veces pasamos al lado de uno de estos ladrillos venerables, muchos de ellos de teoría económica,  y encontramos al azar una frase que ilumina esta época de vacas desoladas. "Fue la combinación envenenada del consumismo con la expansión irresponsable de la masa crediticia lo que produjo la peor recesión desde el 29.  El mercado es el nuevo Leviatán.” Amén.  Mientras la recesión cava surcos en el corazón de los más vulnerables y las instituciones culturales revuelven en el cepillo de las ánimas para poder rellenar la agenda, nosotras nos pasamos la semana preparando la exposición que presentamos en Can Gelabert  (Mallorca) el próximo sábado. Entretanto, nos rebautizamos de "povera" y bromeamos, con risa amarga, sobre un arte de la recesión. El caso es que, como no están las cosas como para tirar cohetes, nos ponemos a convertir una caja de embalaje en el marco de un díptico. Después de tres días de aplicar manos y manos de Titanlak negro mate, lija de agua y lanilla de acero, la madera, que deja traslucir aquí y allá la modestia del pino o del abeto, tiene el aspecto de una pizarra antigua. Antes de colocar las imágenes que irán dentro, garrapateamos los bordes con poemas improvisados, flechas que indican el cénit y el nadir, líneas de implosión en las que los rostros de las fotografías –Su pintada de blanco, con la cara arrasada por las lágrimas- se retan al sereno combate de la autorreflexión. Venimos de adentro y vamos hacia adentro.








 cómo nombrar el grito © alonso y marful 

Cogemos el coche y, de camino a Can Gelabert, charlando a propósito de ese arte de la recesión capaz de convertir un embalaje industrial en el soporte de un díptico,  nos encaminamos hacia un aserradero donde los árboles muertos siguen sangrando por los muñones y donde cada tabla invoca un pájaro y un nido en cuya intimidad arden los huevos más oscuros que soñara el Bosco. Antes de que el surrealismo tuviera la menor noción de sí Luciano de Samosata y el Bosco ya habían echado a andar sobre sus carros de heno a ese bestiario epiceno que nos confirma que existe el multiverso y que, mientras estamos en Alcudia puliendo un madero en forma de quilla, alguien en algún lugar remoto del espacio y del tiempo ha resuelto ya la forma que buscamos. El caso es que el aserradero es un mundo donde sueña, incorrupta, la arboleda perdida de Rafael Alberti. Tablas con secciones de más de un metro, o vigas con una envergadura de veinte, descansan al sol sin más sombrero que nuestras manos, que acarician la madera y la imaginan impresa con la imagen digital de algún congénere feliz, igual que estas jacarandas que, en la hacienda de enfrente, lanzan al aire limpísimo de mayo una intensa llamarada de color violeta.

Cogemos un par de palets y los imaginamos convertidos en el cobijo simbólico de tantos miserables y deshuciados que hemos visto desde el doble visor de las cámaras y los corazones, y, ya de regreso, mientras nos internamos en uno de esos ramales rectilíneos que son como las nerviaciones por donde la savia viejísima de la isla  viaja tranquila entre mar y mar, nos acordamos de los fieltros de Beuys y de Kounellis y nos parece que el arte es un monólogo con el ser que atraviesa, inmutable, el esplendor y la miseria y que resurge cantando una canción elemental de tierra y fuego, de aire y agua. O, para decirlo a la manera de Kounellis, que "el arte es una disciplina basada en el amor".

Cogemos tierra en un bolsón. Tierra roja con la que revestiremos los elementos de una instalación destinada a ocupar el foso de la sala, un aljibe de unos diez metros cuadrados en el que pensamos acomodar nuestra “Noche del alma para siempre oscura”. A saber: un atajo de libros y una esfera varias veces encolados y recubiertos de tierra tamizada y una mano blanca de yeso que atrapa entre sus dedos una bombilla de 1,5 watios. Ese es el menguado voltaje moral de una cultura que se obstina en crecer sin volver la espalda. Algo tendríamos que aprender del ángel de la historia que Walter Benjamin creyó ver, arrastrado por "la tempestad del progreso",  en una acuarela de Paul Klee. Y algo tendríamos que hacer para devolverles las alas a esos más de cinco millones de parados que hoy, Día Internacional de los Trabajadores, se pasean sin rumbo por el bulevar de los sueños rotos. Para cambiar una sociedad que ha hecho su mantra del crecimiento/consumo indefinidos sin parase a pensar en el colapso ecológico y en las contradicciones del sistema hacen falta muchos contramensajes. Hoy, mientras pasamos la kärcher por los palets y dejamos que el granizo haga el resto, nosotras queremos poner el nuestro del lado del decrecentismo, porque basta con mirar hacia atrás para darse cuenta de que los mejores  momentos de nuestras vidas no se los debemos al relevo del coche o a la jubilación prematura de la impresora o del móvil sino a esos instantes en que tuvimos la certeza de afinar nuestra nota con la armonía de un mundo incomprensible y mágico, ya sea asomadas al mar de la bahía, un poco como San Agustín y Santa Mónica en el éxtasis de Ostia, o entre los brazos de un amor pasajero o tenaz.

Nosotras crecemos decreciendo. Trabajamos con tierra y embalajes industriales y, en un par de semanas, devolveremos al mar estos dos cuerpos gloriosos  (permítanos el lector este puntual acceso de amor propio) que dejamos a la orilla a primeros de noviembre. Todos sabemos que volver es algo más que la letra de un bolero. Volver al mar cada primavera es un poco como poder tomar la magdalena de Proust, que es la madre dulcísima de todas las memorias, en una vieja taberna bajo la luz de Ítaca. Entre la ceremonia del té y el manto de Penélope no hay más que ese atavismo suave que ata los remos de la vida, siempre inescrutable, al complejo diagrama de una secreta circularidad.

Por lo demás, para hacer magdalenas y mojarlas en té no hace falta gran cosa. La receta es sencilla. Pero la materia prima y el horno superferolítico es algo a lo que todavía aspira la mayor parte de la humanidad.

© alonso y marful


PARATEXTOS:


Germano Celant y el arte pobre

"Antiguamente las cosas eran así: primero el hombre y, luego, el sistema. Hoy es la sociedad la que produce, y el hombre el que consume. Todo el mundo puede criticar, forzar, desmitificar y proponer reformas, pero deberá permanecer dentro del sistema: no se le permite ser libre. Una vez creado un objeto, hay que acompañarlo. Así lo manda el sistema. No se puede frustrar la expectativa; si ha asumido un papel, el hombre debe seguir recitándolo hasta la muerte. Todos sus gestos han de ser absolutamente coherentes con su actitud anterior, y deben prefigurar el futuro. La salida del sistema significa una revolución. Así, el artista, como un nuevo juglar, satisface los consumos refinados y produce objetos para los paladares cultos. Si ha tenido una idea, vive para ella y de ella. La producción en serie le obliga a producir un único objeto que satisfaga el mercado hasta la adicción. No le está permitido crear y abandonar el objeto en su camino; debe seguirlo, justificarlo y canalizarlo; el artista debe ocupar el lugar de la cadena de montaje. Tras haber sido estímulo impulsor, técnico y especialista del descubrimiento, se convierte en engranaje del mecanismo. Su actitud se ve condicionada a ofrecer sólo una correptio del mundo, a perfeccionar la estructura social, pero nunca a modificarla y revolucionarla. Aunque rechace el mundo del consumo, resulta ser un productor. La libertad es una palabra vacía. El artista se liga a la historia, o mejor, al programa, y sale del presente. No se proyecta, sino que se integra. Para "inventar", se ve forzado a actuar como un cleptómano y recurrir a otros sistemas lingüísticos. Pero, ¿qué es lo que hacía Duchamp? Desde luego, no pretendía satisfacer al sistema. Para él, ser y vivir significaba, y significa, jugar al ajedrez (el movimiento del caballo no es nunca rectilíneo) y decidir, nunca dejar que otros decidan por uno. Por más que se haya buscado el sistema, nunca se ha encontrado donde se pensaba hallarlo.
Así, en un contexto dominado por las invenciones y las imitaciones tecnológicas, las posibilidades de elección son dos: la apropiación (la cleptomanía) del sistema, de los lenguajes codificados y artificiales, en el diálogo con las estructuras existentes -tanto sociales como privadas-, la aceptación y el pseudoanálisis ideológico, la ósmosis con cualquier "revolución" -aparente, e integrada al momento-, la sistematización de la propia producción en el microcosmos abstracto (op) o en el macrocosmos sociocultural (pop) y formal (estructuras primarias); o bien, por el contrario, la libre proyección del ser humano.
En la primera posibilidad vemos un arte complejo; en la segunda, un arte pobre, comprometido con la contingencia, con el acontecimiento, con lo ahistórico, con el presente ("nunca somos totalmente contemporáneos de nuestro presente"; Debray), con la concepción antropológica, con el hombre "real" (Marx): la esperanza, convertida en seguridad, de desembarazarse de cualquier discurso visualmente unívoco y coherente (lla coherencia es un dogma que hay que quebrantar!); la univocidad pertenece al individuo y no a "su" imagen y a sus productos. Se trata de una nueva actitud para recuperar un dominio "real" de nuestro ser, que lleva al artista a desplazarse continuamente del lugar que se le ha asignado, del cliché que la sociedad le ha estampado en la muñeca. El artista deja de ser explotado para convertirse en guerrillero; quiere escoger el lugar de combate, disponer de las ventajas de la movilidad, sorprender o golpear; y no lo contrario."

Germano Celant, "Arte povera. Apuntes para una guerrilla", en el libro de Aurora Fernández-Polanco, Arte povera, Nerea, Madrid, 2003, pp 99-103.

Os recomendamos leer el artículo completo. Podés verlo en:
http://www.annapujadas.cat/material/textos/cpa_txtcelant.htm


Walter Benjamin y el ángel de la historia

"Hay un cuadro de Klee llamado Angelus Novus. En ese cuadro se representa a un ángel  que parece a punto de alejarse de algo a lo que está mirando fijamente. Los ojos se le ven desorbitados, la boca abierta y las alas desplegadas. Este aspecto tendrá el ángel de la historia. Él ha vuelto el rostro hacia el pasado. Donde ante nosotros aparece una cadena de datos, él ve una única  catástrofe que amontona ruina tras ruina y las va arrojando ante sus pies. Bien le gustaría detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo destrozado. Pero, soplando desde el Paraíso, la tempestad se enreda entre sus alas, y es tan fuerte que el ángel no puede cerrarlas. La tempestad lo empuja, inconteniblemente, hacia el futuro, al cual vuelve la espalda, mientras el cúmulo de ruinas ante él va creciendo hasta el cielo. Lo que llamamos "progreso" es justamente esta tempestad."

W. Benjamin, Sobre el concepto de Historia, Obras I, 2, p. 310.


Podéis verlo en red en el índice de conceptos del Atlas Benjamin:
http://circulobellasartes.com/benjamin/

la muerte de la obra de arte. yves klein y el vacío

Tal vez la única afirmación acerca del arte contemporáneo que pueda suscitar un cierto consenso es la de su carácter problemático. Hace casi un siglo que Dada tiró los juguetes del objeto arte por la ventana igual que un niño que arroja fuera de sí la obra orgánica –aquella en la que forma y fondo se confunden- para sellar, con un rabioso gesto de ruptura y aniquilación, el primado de lo inorgánico. Si entendemos por épica, a la manera de Lukács, el acuerdo de fondo entre el creador y la cultura envolvente, la vanguardia es un arte antiépico, un gesto de resistencia lírica que, enconando hasta el límite su voluntad disolutoria, acaba por disolverse a sí mismo. La imposibilidad de reconciliar el creciente antagonismo entre la historia y la razón será la espoleta de la que tiren los irracionalistas no sólo a la hora de renunciar a los fetiches de la obra sino también a la posibilidad de articular un enunciado artístico coherente con una razón fracasada. Un grito subyacente, “desestetizad”, alimenta con fuerza los movimientos de una vanguardia que, llevando hasta el final su vocación de ejercer de contrapeso histórico de los modelos consensuados, terminará por extremar sus pronunciamientos reduciéndolos a la nada. Arte, anti-arte, no-arte.

Las bufonadas de Satie, o la música atonal de Schönberg, eran un campo sembrado para la llegada del silencio con el que John Cage rubrica la música del mundo. El 4:33 no es tanto la boutade de un outsider como la maniobra de recuperación de un místico. Apaguen la música y escuchen. Desciendan al murmullo de lo inorgánico, a los ténues avisos de un azar que nos ofrece sus detritus, el quejido del viento o de las hojas, las palabras que cruzan, inasibles, o el ladrido de un perro en la lejanía. Las partituras casuales de la vida, su parpadeo incesante, su desorden, encendían las hogueras en las que habría de arder el aplomo sinfónico del clasicismo y su bien temperada ilusión de armonía y totalidad. Benjamin afirmaría que no hay documento de cultura que no sea, a la vez, un documento de barbarie, y recomendaría pasarle a la historia el cepillo a contrapelo para volver a erizar las texturas de una sensibilidad encallada. Adorno trufará su estudio de las vanguardias con afirmaciones tan tajantes como esta: “la única obra posible es la no-obra”. Teatro de protesta y paradoja, bajo la propuesta de Cage latía el mismo desaliento que un día otorgó carta de naturaleza al silencio del místico. La revuelta de lo sagrado en un mundo sin Dios sólo era posible despojándose de todos los repertorios iconográficos y volviendo al recogimiento mudo del anacoreta, al desesperado mutis del suicida, a la tabla rasa o a la ausencia, al vértigo del ácromo y de la inacción. La cultura occidental asistía, inerme, al desvelamiento de su condición retórica y, más explícitamente, a su condición de retórica del guardián. La mejor forma de neutralizarla era oponer al discurso, impregnado de semas putrefactos, la energía augural del no-discurso, la apelación implícita a la virginidad de un lenguaje que, para poder expresar su alejamiento de las aporías de la razón y de los baluartes de un consenso acrítico, debía afrontar la suprema ascesis de renunciar a todo acto de significación. El arte burgués, hipercodificado, asistía impávido al nacimiento de algo que no podía ser llamado arte sencillamente porque el código no había nacido, si bien públicos y privados, jaleados por una historiografía y una crítica que ejercieron de notarios desconcertados de la sacralización del vacío, se doblegaron sin más ante una poética del despojamiento que encontraría en la nada la más aquilatada y mejor de sus consumaciones. El grado cero de la música tendría sus correlatos en la pintura, en la performance, en la radio, en la televisión. Obviamente, la aquiescencia con el mundo estaba descartada. John Cage, Yves Klein, Guy Debord. Hoy acudimos a ellos para recuperar la turbulencia desnuda que alentó la deserción del arte y que, vuelta a un cielo vacío, como el arúspice, inauguró el arte de la deserción.

Mientras tomamos el primer café con hielo de 2012 y el River´s End navega, varado en la bahía, sobre la barca insomne de las horas, anotamos en el cuaderno las muestras que, a voz de pronto, se nos ocurren y que han tenido como eje (o antieje) el vacío.  La Gran Nada, organizada por el Instituto de Arte Contemporáneo de Filadelfia en 2004, Vacíos, una retrospectiva, coproducida en 2009 por el Centro Pompidou y la Kunstalle Bern o la última Bienal de Sao Paulo, en la que tuvimos la oportunidad de hacer footing a lo largo y ancho de los 12.000 metros cuadrados de la segunda planta, donde únicamente el aire y la luz, que se filtraban abundantemente por las vidrieras, invitaban al sufrido público a “crear y a imaginar”, como si no se diera por supuesto que cuando alguien visita una muestra es para ver lo que otros crean y, sobre todo, para comprobar que la experiencia de la fruición estética sigue siendo posible.

De forma más o menos velada, las refacturas más actuales son el homenaje oportunista a los cincuenta años transcurridos desde El vacío exhibido por Yves Klein en la galería parisina de Iris Clert. La insistencia en la energía creadora de la vacuidad por parte del autor de las antropometrías merece, al menos, una cierta consideración de la que no gozan sus epígonos.

La propuesta de Klein, efectivamente, daba un paso definitivo en el proceso de desmantelamiento de la materialidad de la obra. “El azul tangible estará fuera", había escrito Klein, "en el interior estará la desmaterialización del azul.” El 28 de abril de 1958, día de la inauguración de la anti-muestra, todo en el exterior se vistió del azul YKB patentado por Klein: los globos que, lanzados por el propio artista, se elevaron sobre la plaza de Saint Germain-des-Prés encerrando en su interior el pneuma enthusiastikon en el que los antiguos griegos habían visto la materia en que viajaba el espíritu sagrado que inspiraba al artista trasfundiéndole el saber acerca de las verdades trascendentales, las ventanas de la galería, que ejercían de barrera inciática, e incluso el cóctel, que sería ingerido y expulsado por los viandantes en un ritual de comunión mística muy próximo a una misa. En el interior, las paredes, cuidadosamente pintadas de blanco, habían adquirido un nuevo protagonismo. Ya no acogían el arte sino su ausencia. “Con esta obra -escribió Klein- espero crear y presentar al público en una sala de exposición de pinturas ordinarias un estado de sensibilidad pictórica. Mi deseo es crear un clima pictórico invisible pero presente, en la línea de aquello a lo que que Delacroix se refiere en su Diario como “lo indefinible” que considera como la esencia misma de la pintura. Este estado de sensibilidad pictórica invisible debe ser lo mejor que la definición de pintura haya podido englobar hasta el presente, esto es, irradiación. Si la creación tiene éxito, esta inmaterialización del cuadro, invisible e intangible, debe actuar sobre los vehículos o cuerpos sensibles de los visitantes con mucha mayor eficacia que los cuadros visibles ordinarios, figurativos o no, e incluso que los monocromáticos." El público respondió a la propuesta con reacciones dispares. Los enfurecidos abandonaron la sala protestando, pero hubo quienes se sentaron en el suelo y permanecieron durante largo rato digiriendo el plato fuerte de un sentido abrumador, pese a la falta de soporte. Hubo, también, quien tembló de emoción ante la desaparición de la obra y quien se sintió impregnado por la lluvia fina de una ausencia simbólica que alcanzó a remover los últimos pliegues de una nostalgia óntica. Y hubo quien, presa de una angustia que sin duda bebía de una fuente lejana, lloró.

El tour de force kleiniano con el vacío no hacía más que empezar. Una de sus estaciones de paso obligadas debía ser la venta de lo inmaterial. El 17 de marzo de 1959 el artista acude a Amberes, donde ha sido invitado a exponer uno de sus estados de sensibilidad pictórica. Frente al no-cuadro, Klein recita una frase de su admirado Gaston Bachelard: “al principio es una nada, luego una profunda nada, después una profundidad azul”. Consciente de la volatilidad de las divisas, valora su obra según el patrón oro. La estimación era modesta: apenas un kilo del preciado metal... Poco tiempo después, Klein recibe una llamada de su galerista. Hay alguien interesado en adquirir una de sus zonas de sensibilidad. El comprador es Peppino Palazzoli. Klein redacta sus condiciones y las hace constar en el recibo de la transacción: “Esta zona transferible no puede ser cedida por su propietario más que al doble del valor de compra inicial”. Espiritual, ma non troppo, Yves el Monocromático, como quiso que se lo llamara a partir de entonces, se garantizaba la plusvalía, al tiempo que, si el adquirente no respetaba el pacto, lo amenazaba con “la total aniquilación de su propia sensibilidad”. La performance, que tuvo la ocasión de repetirse por última vez en 1962, año de la muerte de Klein, requería de la presencia de un director de museo, un marchante o crítico de arte y dos testigos. Una vez efectuada la venta, el artista debía desposeerse de la mitad del valor recibido mientras el comprador procedía a la quema del documento que acreditaba la operación. Sólo así se garantizaba la posesión de la zona inmaterial adquirida. Imposible no pensar en el emperador de la fábula, que, a riesgo de pasar por tonto, incurre en la suprema tontería de pagar por un traje imaginario.

Probablemente Klein debió quedarse en la eficacia del gesto que consagró su presentación en la galería Iris Clert y pasar a la historia como fundador del vacío y precursor irrenunciable de la larga saga de naderías que habrían de sucederle. No fue así, sin embargo. No contento con situarse en la rompiente de la desmaterialización del objeto arte, en el escaso tiempo que le quedaba de vida Klein cargaría con las consecuencias de su amor vacui hasta extremos insospechados. Según cuenta Sidra Stich en el catálogo elaborado para la exposición Yves Kein (MNCARS, 1995), en enero de1960 Klein intentó en vano levitar saltando al vacío desde un segundo piso. El resultado fue un esguince que no disuadió al arriesgado artista de la idea. Poco después, volvió a repetir la hazaña, esta vez comprometiendo en el vuelo la articulación de un hombro, no obstante tendría que esperar a la tercera, que, como suele decirse, va la vencida, para que, en octubre del mismo año, Harry Shunk documentara con su cámara el exiguo viaje que el cuerpo del artista realizó hasta estamparse en el pavimento de la calle Gentil Bernard, en el barrio parisino de Fontenay-aux-Roses.












































Yves Klein, Saut dans le Vide/Salto al vacío, Fontenay-aux-Roses, Francia, octubre de 1960.

Más allá de las redes y los montajes, no resulta arriesgado afirmar que a Klein, convertido para entonces en un profesional del vacío, se le había ido la mano. La fotografía del batacazo, de la que se conservan dos versiones,  con y sin ciclista, aparece poco después en la portada de la publicación Domingo, diario de un solo día, cuya fugaz aparición en los quioscos estaba especialmente destinada a acompañar el estreno de la performance Teatro del vacío el 27 de enero de 1960. Klein no sólo hablaba del vacío como “teatro” sino como “espectáculo culminante de [sus] teorías”. A aquellas alturas, la maniática reiteración del gesto original hacía que fuera imposible aquilatar si se trataba de una desmaterialización mística, al estilo de Cage, o de la compulsión de repetición de un gesto devenido en farsal que quedaría, no obstante, como un emblema de los caminos que el arte habría de transitar a partir de las vanguardias. 























Cesión de una zona de sensibilidad inmaterial a Michael Blankfort, París, 10 de febrero de 1962.

En una fotografía obtenida el 10 de febrero de 1962, a menos de cuatro meses del infarto que acabaría con su vida cuando sólo contaba treinta y cuatro años de edad, vemos a Yves Klein apostado a la orilla del Sena. Rodeado de testigos y, por supuesto, ante el fotógrafo, el artista se encuentra en plena ceremonia de cesión de una de sus zonas de sensibilidad pictórica inmaterial. El comprador, Michael Blankfort, había adquirido un trocito de retórica espiritualista a cambio del correspondiente albarán. Apenas una semana y media antes Dino Buzzati había hecho lo propio y había procedido a la quema del documento con el fin de asegurarse la transformación espiritual que Klein prometía. Para entonces un joven italiano muy influido por Klein, Piero Manzoni, había hecho su particular  sincretismo del duchampiano Aire de París y de los globos de Klein y había puesto a la venta globos hinchados con su propio aliento, había firmado esculturas vivientes decretando mediante un certificado su estatuto artístico y había diseñado noventa latas de excremento de artista que deberían ser vendidas por el módico precio de su peso en oro. Evidentemente, Manzoni era consciente de que los depravados circuitos del arte recogerían la ecuación freudiana entre el oro y la mierda convirtiéndola en uno de los objetos más representativos del siglo XX. Probablemente ningún objeto producido después de la emblemática Fuente de Duchamp pueda describir con tan acerada saña autorreferencial la condición problemática del arte conceptual. Si Klein había conseguido cobrar en oro el precio del vacío, Manzoni remataría la faena cobrando su equivalente en oro por 30 gramos de mierda. El destino del arte estaba sellado. Arte era todo aquello que, situado en el ámbito de una sala de exposiciones o de un museo, dejaba de operar como artefacto para ser evaluado según la función estética conferida por el contexto. Quedaba demostrado que incluso la nada, la ausencia de artefacto, podía descansar en la eficacia de una función estética liberada del todo a la interpretación. El arte era, o podía ser, pura hermenéutica. La inversión de los términos era redonda: el verdadero artista no era otro que el receptor.

El imperio del comisario y de la crítica afianzaba su poder con más fuerza que nunca. Aunque nadie se atreviera a afirmarlo, el auténtico arte estaba en la palabra capaz de defender lo indefendible. Desde su zona de sensibilidad inmaterial definitiva, Yves Klein sonreía. Había conseguido vender a los emperadores del arte una tela inexistente. Quizá no imaginaba que, cincuenta años más tarde, seguirían exhibiendo sus no-lienzos reitempretados hasta el cansancio por una nutrida saga de chamanes de la vacuidad. Sus obras, al menos en nuestra opinión, no son más que el fantasma de un fantasma que ha conseguido metaforizar con un tino irrepetible la condición, definitivamente problemática, del arte contemporáneo.

Cuando la nada se sitúa en el brocal de una mise en abyme que nos enseña la misma nada proyectada sobre las turbulentas  aguas del plagio o del pastiche, lo que vemos no es la nada original, sino una nada vacía, la nada de los lógicos, muda insignificancia de un gesto histeriforme sobre el que campa a sus anchas, igual que un padre al que no se ha conseguido dar muerte del todo, la alargada sombra del clasicismo.

© alonso y marful

el inconsciente espiritual de jung: del libro rojo a la torre de bollingen

En 1921 Carl Gustav Jung compra un terreno en Bollingen, en la orilla norte del lago de Zurich, con la intención de construir allí una vivienda y un lugar de estudio. Cumple, así, unos de los sueños que había acariciado desde la infancia: “siempre supe que tendría una casa junto al agua”. En el torreón de Bollingen Jung encuentra la paz necesaria para sumergirse en una de las aventuras de introspección más intensas de las que tenemos noticia. Es allí, en comunicación con las fuerzas naturales y sobrenaturales, donde el padre del inconsciente colectivo escribe buena parte de su obra. En los momentos de concentración, iza una bandera para indicar a las visitas que se alejen. Necesita de la soledad para sumergirse en las profundidades del ser e indagar en las secreta juntura que liga el psiquismo individual con la vivencia de lo arquetípico, un catálogo transpersonal de imágenes e historias que atraviesan la barreras geográficas reiterando aquí y allá, con la constancia de un canon,  los motivos que articulan las distintas mitologías, religiones y folclores. “En Bollingen –escribe- estoy en el centro de mi propia vida, soy mucho más el sí mismo. Por momentos siento que soy uno con el paisaje, que estoy dentro de las cosas, que estoy viviendo en cada árbol, en el batir de las olas, en las nubes, en los animales que van y vienen, en la sucesión de las estaciones”.
Jung construyó el torreón de Bollingen con sus propias manos. Con toda certeza, mientras iba subiendo las paredes de piedra, hilada por hilada, pensó en la verticalidad ascendente del edificio como en un axis mundi. Allí habrían de congregarse, con el tiempo, símbolos y presencias de dioses y demonios, ascensiones y caídas, el bien y el mal, el día y la noche, lo masculino y lo femenino, la tierra y el aire, la razón y la magia, el agua que lava y el fuego que aniquila y purifica. Contra el trabajo del sueño y la asociación libre, en los que Freud había buscado la emergencia de los dos radicales absolutos de la psique, el erotismo y la muerte, Jung opone el encuentro con los símbolos que nos habitan a través de la imaginación activa y apela al proceso de individuación que hará de cada hombre una encarnación específica del inconsciente colectivo. En su libro Recuerdos, sueños, pensamientos cuenta de qué forma, “a través del trabajo científico, fui asentando paulatinamente mis fantasías y los temas del inconsciente sobre un terreno firme. Sin, embargo, la palabra y el papel no me bastaron. Tuve que reproducir en piedra mis ideas íntimas y mi propio saber, o hacer una confesión en piedra. Ese fue el principio del torreón que me construí en Bollingen.”







Carl Gustav Jung
Resulta difícil no caer en la fascinación numinosa que inspira el encuentro de Jung con su propia alma a través de dos símbolos universales: una torre y un libro; una confesión en piedra y otra en palabras y en imágenes que Jung encerraría entre las páginas, delicadamente caligrafiadas e iluminadas, de un manuscrito que ha permanecido inédito durante casi ocho décadas: el Libro rojo.  “Siempre supe que toda experiencia encierra algo precioso y por ello no encontré nada mejor que escribirlas en un libro ‘precioso’, es decir, valioso, y en las imágenes revividas al pintarlas”. 
Libro y torre, en cuya concepción y ejecución se demoró durante largos años, acogieron las visiones del maestro y son, hoy, dos de los lugares donde los peregrinos del alma pueden abrevar su sed de infinito. “La llave es quedarse a solas con uno mismo. Ese es el camino”. Quienes quieran aventurarse en él aprenderán, sin duda, a no retroceder ante las visiones más sobrecogedoras. En la soledad de Bollingen Jung percibió la presencia de sus antepasados, vio imágenes arquetípicas que erizan el vello y escuchó música de origen desconocido. Tal vez por ello, esta finca que parece envolver a los visitantes es una luz misteriosa, sigue siendo uno de los cotos vedados más codiciados por la parapsicología. Tendrán, también, la oportunidad de elegir camino entre la concepción freudiana del inconsciente como fondo de reptiles en el que se aloja lo reprimido y el inconsciente yunguiano, pleroma cósmico que nos trasciende y al que debemos viajar para aportar activos a un universo que se manifiesta a sí mismo en la tarea de la conciencia.
 
Nosotras os invitamos a que os sumerjáis en el Libro rojo, publicado en 2009 tras no pocos forcejeos con la familia Jung, que sigue siendo, también, la propietaria de la torre.  Y no es mal consejo que lo hagan guiados por las páginas que Bernardo Nante le dedica en el minucioso estudio recientemente publicado por la editorial Siruela, El Libro rojo de Jung. Claves para la comprensión de una obra inexplicable.  
 
Quienes, además, tengan la oportunidad de visitar el santuario de Jung, que parece flotar, a esta hora de la tarde, en una suave neblina metafísica, quizá vean reptar, entre los árboles, a la negra serpiente que sedujo a Eva, o quizá, muy cerca del fuego donde Jung calentó el té, puedan adivinar, entre las sombras, al hombre encapuchado de los indios navajos.  Si es así, no tengan miedo.  Están a punto de emprender el viaje que los llevará a descubrir el oro de la alquimia.
© alonso y marful

Dos vínculos:

El primero os llevará a un fragmento de la Introducción a El Libro rojo de Jung. Claves para la comprensión de una obra inexplicable; el segundo, a la entrevista que el inefable Eduardo Punset hace a John Barth, profesor de la Universidad de Yale en Nueva York: El experto y sabio inconsciente.



arte corporal, ¿perversión o catarsis?

                                                                                                      Qué haré, cuando todo arde?
                                                                                                      Francisco Sá de Miranda                             

La ola de frío deja decenas de muertos. Cadáveres que se aferran a la intemperie como a la condición última de todo lo que existe. Hace unas semanas, Manuel Borja-Villel, director de Museo Centro de Arte Reina Sofía, de Madrid (MCARS), elegía el movimiento 15-M como uno de los acontecimientos culturales más importantes de 2011. La declaración desató una marea de reacciones que manifestaban su asombro ante la posibilidad de que un movimiento social pareciera incorporarse a los mapas del arte como si se tratara de un acontecimiento plástico. A nadie que frecuente este blog podrá sorprenderle que la vida, que brota y arde en cada esquina, sea conceptuada como un ejercicio aledaño de la expresión artística. Detrás del movimiento 15-M vuelve a fraguar, con la ferralla oxidada por tanto y tan baldío epigonismo, esa columna alada de las vanguardias que un día reclamaron para el arte el derecho a romper los juguetes del orden dando un golpe de mano sobre la mesa de lo establecido. Un empeño nietzscheano, la transvaloración de todos los valores, parecía emerger de las entrañas mismas de la especie y elevar su energía disolutoria contra los fetiches de un Autor y de una Obra incapaces de expresar el escepticismo ante una historia que, como diría Ciorán, parecía empeñada en mostrarse como antídoto de la utopía y que acarreaba consigo la des-composición del sujeto.

Zaratustra nos había avisado de que empezábamos el largo camino del centro hacia la x. Y, efectivamente, el centro se revelaba como una ilusión, un mero flatus vocis que, llevándose por delante los tribunales de Dios y la Razón, parecía extenderse, como un reguero de pólvora, y reducir a cenizas las cándidas certezas que habían asentado nuestra posición en el mundo. No sólo era el hachazo, demoledor, de la I Guerra, sobre el que la II se afianzó, como un freudiano aprés-coup que desataba del todo los monstruos de un raciocinio en solfa, sino un auténtico haz de elementos entrelazados. Con genial intuición, André Breton había indicado que, a partir de entonces, ”la vida y la muerte, lo real y lo imaginario, el pasado y el futuro, dejarían de percibirse contradictoriamente”. El tiempo otorgaría a la frase el calado de una definición: las paradojas de la historia, con su infierno repleto de buenas intenciones, dictaminaban la condición surrealista del pasado y del presente y envolvían en una luz matinal los tenaces absurdos de la vida. El concepto de Realidad, que empezaba a disolverse de la mano de Einstein y de Heisenberg, se tambaleaba. La noción de Verdad iniciaba su lento descenso hacia un relativismo epistemológico que acabaría por reducirla a un puro efecto de perspectiva que cabalgaba inseguro sobre un puñado de fórmulas retóricas sedimentarias. Muy pronto la Filosofía no sería, como quiso Borges, más que una rama más de la literatura fantástica. Corría el año de 1927 cuando Marguerite Yourcenar subrayó una frase del epistolario de Flaubert que recogía, cum grano salis, la tragedia de una humanidad sin otro madero al que aferrarse que la celebración del fragmento desgajado de una unidad definitivamente perdida, la exaltación del gesto y el cultivo, a veces trágico y a veces definitivamente banal, de las ajadas rosas de una vida que empezaba a revelarse como una mera ocurrencia de la materia perfectamente acotada entre los dos extremos de un segmento. “Cuando los dioses ya no existían y Cristo no había aparecido aún, hubo un momento, único, en que el hombre estuvo solo”. Era el momento de saludar la reedición de ese instante. Lo que no resultaba previsible eran las formas de expresión en que ese instante de soledad se prolongaría hasta alcanzarnos.

El arte no es más que un espejo al lado del camino. Si la vida era un drama donde el azar y el absurdo campaban a sus anchas, ¿a quién puede extrañar, a estas alturas, que las manos de Satie, Tzara, Duchamp, Marinetti, Breton o Artaud abofetearan con fuerza el rostro ajado de los repertorios artísticos? ¿A quién que esas mismas manos reclamaran el derecho al reconocimiento de nuevos códigos estéticos capaces de representar, esta vez por la vía negativa, una nueva épica de la existencia?
El que esta épica negativa despejara su ardor en las hogueras del arte corporal no era más que una cuestión de tiempo. Si el individuo postmoderno era carne, explorada hasta ese último rincón donde el espíritu se niega a mostrarse, nada más lógico, visto desde el presente, que llevar la carne hasta la desnudez más extrema, torturada y doliente. No obstante, tuvieron que darse las coordenadas históricas que permitieron al cuerpo incorporarse en cueros al discurso del arte y otorgar, así, a la vanguardia, un nuevo episodio de renacimiento. A la altura de los años 60, al calor de la revolución sexual y de la efervescencia del discurso feminista, el campo estaba abonado para mostrar a la humanidad a través del sustrato sufriente de la carne. A fin de cuentas, el ser humano no era más que el oscuro y triste de los materiales biológicos, no en vano los caprichos de la evolución han querido que sea capaz de ser, a un tiempo, el sujeto y el objeto de sus propias reflexiones y, en definitiva, que se vea obligado a beber, día tras día, del vino amargo de la conciencia.  Vigilado y torturado hasta la ortoposición por lo que Foucault llamó los biopoderes,  durante los años sesenta y setenta el cuerpo humano cortó, con gesto firme, las cínicas amarras del decoro y dio el golpe de gracia al muro de los tabués: defecar, masturbarse, autoinfligirse daño, pasaron de ser parte de las secretas liturgias de lo íntimo y se incorporaron a las calles, las universidades y los museos.  La provocación, probablemente por última vez, seguía siendo posible.  
Si 1968 fue un año de cristalización de la rebeldía juvenil, que manifestó su descontento con el sistema de valores, la educación y la política sacudiendo las universidades de Estados Unidos, México, Francia y Alemania y otorgando un nuevo sesgo a los movimientos contraculturales que, durante los años 50 y 60, habían protagonizado los beatniks y los hippies, lo que hechos que habrían de acontecer en la primavera artística vienesa distaban mucho de arrojar luz sobre el camino abierto por los jóvenes rebeldes. Muy lejos de las proclamas libertarias que perseguían el surgimiento de un nuevo humanismo, los hechos que tuvieron lugar en junio de 1968 en la capital austriaca suponían la salvaje exploración de las posibilidades anunciadas por Duchamp acerca de la artisticidad inherente a cualquier manifestación físiológica, pero no ya en sí misma, sino llevada por el artista, convertido en cuerpo del arte, a inusitados extremos de desafío y de violencia. En 1964, cuatro años antes de su impactante debut en el auditorio de la Universidad de Viena, Günter Brus había sido el cofundador del Accionismo Vienés, al que pertenecían, también, Otto Muehl, Herman Nitsch y Rudolf Swartzkogler. Su demoledora carrera contra los tabúes que prohíben autolesionarse o mostrar en público la intimidad de determinadas prácticas sexuales o funciones fisiológicas eran parte de un programa de provocación que había conseguido introducir en el desconcierto de los programas museísticos que, ya por entonces, no sabían demasiado bien a qué atenerse. No obstante, el evento celebrado en la Universidad de Viena bajo el título Arte y Revolución le daría la oportunidad de ir un paso más allá y, en realidad, de hacer un primer y nutrido compendio de escatología y masoquismo que marcaría un hito en la historia de la neovanguardia. Pero, ¿era arte? Dejemos, por el momento, la pregunta en suspenso.
Arte y Revolución venía precedido por las acciones de muchas mujeres,  a quienes, para variar, no suele recordarse. No obstante, la revolución feminista que permitió sacar a la palestra un cuerpo rabiosamente liberado de las asfixias de la cultura androcéntrica, daba a los “textos” femeninos un grado de legitimidad que, aún hoy, nos hace verlos bajo una luz diferente. Sus manifestaciones artísticas, de hecho, iban, en buena parte, destinadas a reivindicar no sólo el derecho a una voz y a una presencia tercamente marginados del ámbito de la cultura, sino también a una corporalidad hecha a la medida de la mirada y del deseo masculinos. Pero –esto es algo sobre lo que Carlos Granés se despacha sin miramientos en su reciente libro El puño invisible, por lo demás excelente- ¿qué sentido tenía la revolución de Günter Brus? Granés habla del “infamante rapto” que lo llevó a cortarse el pecho y el muslo con una cuchilla de afeitar para después, con el trasero vuelto hacia el público, defecar y revolcarse en su propia mierda. La traca final consistió en masturbarse mientras, entre contorsiones de histriónico placer, cantaba el himno nacional de Austria. “Mayo del 68 en Francia –dictamina Granés, avalado por el conservadurismo de su padrino mediático, Mario Vargas Llosa- había significado el triunfo y el fin de la revolución vanguardista. Junio del 68 en Viena significó la renuncia a la revuelta cultural y la apoteosis de la abyección humana. Con aquella acción de Brus también se decía adiós al primer tiempo de la revolución cultural y se saludaba al segundo, un tiempo en que el artista dejaría de ser un Prometeo que liberaría al mundo con la llama de su vitalidad y se convertiría, más bien, en un síntoma, en una pulsión perversa, en el espejo que reflejaba la frustración, la derrota y la incapacidad, ya no sólo para crear un mundo nuevo, sino incluso obras de arte.”










Günter Brus, Self painting- Self mutilation / Autopintura-Automutilación, 1965 
Con toda la franqueza, resulta difícil no encajar el gesto de Brus, con otros muchos, entre los esfuerzos de la contracultura para devolver al ser humano, un ejemplar efímero y tan gratuito como una oveja o una col sobre la piel del cosmos, un cierto horizonte de trascendencia. Su reino, sí, era ya de este mundo, y quizá por esa razón los martirologios de los artistas corporales se mezclaban con los gestos de rabia y frustración. ¿Se trataba de un último esfuerzo del espíritu por traspasar con su luz las paredes de la carne? ¿Acaso no era esa misma frustración la que empujaba a los artistas a todo tipo de atentados contra las servidumbres del recato? ¿Tenían algún sentido nuestros triviales pudores en el seno de una sociedad que no había tenido el menor empacho en embarcar a sus miembros en los crímenes más sinestros? Los beatniks y también los hippies se habían refugiado en las drogas buscando en los estados alterados de conciencia la huida del sinsentido y la búsqueda de un horizonte de sutura incierto que Carlos Castaneda acertó a canalizar a través del personaje de Don Juan. Los corporalistas, por su parte, recuperaban para sí el látigo del místico, y parecían remedar, con sus actuaciones, los sacrificios propios de los antiguos ritos. ¿Acaso no se trataba de dar un último y desesperado salto en la escala ontológica y rescatar al hombre para una ligazón perdida con lo sagrado?











Bob Flanagan, Autoerótic SM / Autoerótica SM, 1989
Ciertamente, el discurso de los body artists no siempre secunda esta hipótesis. Sin embargo, en nuestra opinión no debe confundirse el discurso del arte con el arte mismo, ni exigirle al artista que atine a ser su mejor crítico. Tampoco, por supuesto, meter en el mismo saco a quienes, efectivamente, consiguieron y aún consiguen despertar en el público la sensación de magia y vértigo antropológico con quienes únicamente repiten el gesto sin otro compromiso que el que los liga al famoseo y a la histeria. Pondremos algunos ejemplos. Es imposible no ver en las performances de Ana Mendieta la primitiva luz de un animismo que renace, envuelto en sangre, para estampar en la pared las mismas manos que vemos aparecer, impresas sobre la roca, en la pintura rupestre. Trazo permanente de una conciencia desgarrada que busca trascender los límites de la carne y extender su huella más allá de sí misma. Imposible, también, no ver en los happenings de Carollee Schnemann la llamada al restablecimiento de un equilibrio pánico en el que las mujeres no tendrían que luchar por ser admitidas en lo que la artista calificó, y no sin razón, el “Club Artístico de los Sementales”. Imposible, finalmente, no pararse a pensar de dónde nace el impulso –que nos negamos a calificar de perversión o de rapto- que lleva a Bob Flanagan a apuntalarse el pene en una tabla. Es muy posible que nuestras sociedades precisen inventar las fórmulas de una oración laica y de un instinto sacrificial que asimila al artista con el pharmakós, el chivo expiatorio que lava con su sangre los absurdos de una especie que ha sido capaz del rapto de locura y perversión más acabadamente maléfico que quepa imaginar: el Holocausto nazi.
¿Tiene sentido, todavía, la transgresión? Sin duda alguna. Quizá hoy, más que nunca, necesitamos artistas que nos demuestren que la auténtica transgresión no está en las sentinas del arte sino en las del capital y la política. En los crímenes impunes. En los atentados contra la libertad y contra el cuerpo de los Otros. En tanta y tan atroz violencia inmerecida. Que el movimiento 15-M ponga sobre el tapete las contradicciones del guardián es parte de un nuevo y gran happening al que no le falta ni el coraje ni la ingenuidad ni el inequívoco punto de catarsis que comporta la rebelión contra la inmensa farsa de lo establecido.
A fin de cuentas, ni a los banqueros, ni a los grandes capitales que se amasan en la extorsión del más débil,  ni a los políticos que avalan con su firma la más abyecta de las muertes les da por enseñar el culo o por masacrarse. Quien atenta contra su propia integridad, pinta con la vagina o se come sus propias heces es algo más y mejor que un masoquista o un perverso. Es, tal vez, quien pone su cuerpo al servicio de un acto extremo de significación.
En su libro Apolo con un cuchillo en la mano Marcel Detienne nos enseña la proximidad originaria que existía entre el filo que corta y el que establece el límite, el que dibuja el altar y el que señala el camino. Cuerpos morbosos, liberados, obscenos, mutilados, dolientes. Pocas veces hemos visto expresar con tanto y tan liberador exceso el insoportable dolor que supone, no pocas veces, el simple ejercicio de viajar a lomos de un genoma sin alma, de mirar hacia atrás sin encontrar motivos para el menor optimismo antropológico y de habitar una piel que, en muchas ocasiones, nos complica hasta la desesperación la aventura, apasionante, de estar vivos.
© alonso y marful

1 minuto con Ana Mendieta

Blood sign /Signo de sangre, 1974

las bolas de martin creed o la enésima muerte del arte



¿Quién salvará al arte de esta epidemia de banalidad?


Si no fuera patético, resultaría divertido. Como somos firmes partidarias de que una imagen vale más que mil palabras, os acercamos de nuestra mano a la sala Alcalá 31, de la Comunidad de Madrid, y medimos nuestra capacidad de asombro con la retrospectiva del “artista” británico Martin Creed (Wakefield,1968). Elevado a los altares del MOMA y del Pompidou, e inminente responsable de que las campanas de Gran Bretaña repiquen al unísono durante la ceremonia de inauguración de los juegos olímpicos de Londres (2012, Obra nº 1197), Creed –desgarbado, apacible, largo rizo de inocencia rubia cayendo sobre la frente- recala en Madrid envuelto en una polémica tan baldía como su obra. Enésima resurrección de las piruetas de Dada, los 25 trabajos que Creed expone en la sala madrileña bajo el marchamo Things/Cosas son el colofón patafísico a esa estética de la disolución que ha acabado por poner un botón de vacua monotonía al arte del concepto. Si la postmodernidad es, como quiso Lyotard en La condición postmoderna, el acta de ejecución de los grandes metarrelatos que habían puesto eje y dirección a la cultura occidental, su obra es, sin duda alguna, la media verónica con que rematan la faena el universal descrédito de la razón, de la fe y de lo que entendíamos por Arte.


Martin Creed, Work No. 79, Some Blue-Tack kneaded, rolled into a ball and depressed against a wall / Un poco de Blue-Tack amasado, hecho una bola y aplastado contra la pared, 1993.

Es cierto –lo hemos dicho en otras ocasiones- que, después de los poemas aleatorios de TristanTzara, de la fuente-urinario de Duchamp o del silencio de Cage, abrazar la consigna de que “la vida es arte” supone la condición preestética de cualquier objeto, al que basta con situar en el marco pragmático de la sala o del museo para que adquiera, por el mero hecho, el estatuto de objeto estético. Arte, dijo en cierta ocasión Achille Bonito Oliva, es "todo aquello que está registrado en las historias del arte", de tal forma que basta con armar la bulla suficiente, lo que implica una cierta dosis de marketing empresarial sin implicar, sin embargo, la menor dosis de talento, para colarse de polizón en la barca ebria de nuestra postcultura. Pero, don´t worry, si las enciclopedias han podido ignorar durante tantos siglos el arte de las mujeres, no nos sorprende que, con la aquiescencia de cierta crítica, la ocurrencia bobaina de cualquier espontáneo se convierta en una orgía de sentidos. Eso sí, si el espontáneo es una señora se verá en serios apuros para conseguirlo, no en vano la presencia de obras de mujeres en las colecciones institucionales supone, todavía, un raquítico 4%.
Veamos: una de las obras que Alcalá 31 alberga en estos momentos, oportunamente fechada para coincidir con ARCO, consiste en una bolita de masilla de montaje azul (lo que se conoce en el mundillo como blue-tack) aplastada contra la pared (Obra nº 79). Quien albergue la lírica ambición de defender, con algún argumento legitimable a estas alturas, si la bolita es o no es arte, se verá en muchos apuros.

Si apuesta por un NO, cualquier adversario eventual podría recordarle la impagable pila de "duchampismos" perpetrados por una auténtica miríada de artistas, e, incluso, defender su capacidad de subvertir, todavía, lo que ya no tiene remedio. Ensayando un contraataque necesario, es preciso afirmar, con absoluta contundencia, que todas las modalidades imaginables de renuncia a la forma y a la sustancia han sido repetidas hasta el agotamiento y que, si un día la destrucción creativa del Arte tuvo un sano sentido de regeneración estética y moral de un mundo en guerra, una tecnología sin alma y un capitalismo mutilado, a estas alturas del guión, incurrir en epigonismos facilones no es más que el síntoma de una imaginación agotada que no se toma ni la molestia de construir un artefacto distinto o formalmente solvente. Lo que un día fueron gestos de rebeldía contra la fetichización de una noción de belleza fungible y extenuada, se revelan, hoy, como la histérica reiteración de un blablablá conservacionista y, por ende, reaccionario.

Si, por el contrario, opta por darle un SI a la bolita azul de Creed, la vapuleada cuestión semántica vendrá en su ayuda, no en vano cualquier cosa que pongamos en un museo, lamentamos repetirnos, no solo se estetiza por defecto, sino que parece convocar en torno a sí los mil y un sentidos que tiene cualquier cosa: un lapicero sin mina arrojado sobre el linóleo, una avestruz desplumada que agoniza sobre una cama con baldaquino de ébano, un parado de entre los 5 millones doscientos mil que cuenta España, un postit pegado en el techo o, sencillamente, nada. Haga la prueba y, en todos estos casos, y en cualesquiera otros, encontrará un buen puñado de razones que lo informarán de una condición que es inherente al común de las cosas que existen y aún de las que no existen: la sobredeterminación del sentido y su irrevocable irradiación de significados de toda estirpe y ralea. Digámoslo con la claridad necesaria: como maquinaria de producción de sentido todo vale, lo que no vale es colgar sobre las mismas paredes la misma tontuna y pretender entrar en los museos previo paso por una caja escandalosamente cara: la bolita azul de Creed no sale por menos de unos 30.000 euritos. De esto se deduce que, si los gestos de las vanguardias fueron prácticas de ocupación ideológicamente revulsivas, las gracietas de Creed colocando un lunarcito de masilla en la pared, o una pelota de papel arrugado en una vitrina, no son más que prácticas de asentamiento. Gracias, en buena parte, a la pérdida de Norte de los premios, y al poder casi omnímodo de los comisarios, que no pocas veces sitúan a los galeristas en una suerte de limbo sin criterio, el arte se ha convertido, demasiado a menudo, en una estrategia mercantilista que cruza las fronteras con el salvoconducto de una opinión que fragua su prestigio en la improvisación más etérea.

La obra de Creed, se dice, "necesita del público". El propio Creed lo ha venido repitiendo aquí y allá, con oportunidad y sin ella. Es natural: si alguien se encuentra a la Gioconda en el pasillo de su casa, es posible que se rinda de emoción ante la enorme dificultad que entraña su ejecución plástica, ante el misterio indescifrable de la sonrisa, ante la tensa sensación de una profundidad que despliega sus fugas mucho más allá de la quietud mineral de las montañas… Si encuentra una bolita de masilla azul, o de papel blanco, lo más probable es que la obra termine en el tacho de la basura.

Veamos, porque sin duda merece la pena hacer el esfuerzo, la forma en que los luminosos de Creed han sido ejecutados (curiosa palabra) por artistas como Bruce Nauman o Joseph Kosuth. Véanlos y decidan si los artilugios de Martin Creed, sintomáticamente llamados “cosas”, merecen una cotización que, en el caso de la mujer que intenta vomitar en una película rodada en 35 milímetros, puede rondar los 400.000 euros.

Joseph Kosuth, Five words in blue neon / Cinco palabras en neon azul, 1965.

Bruce Nauman, My Name as though it were Written on the surface of the moon / Mi nombre como si lo hubiera escrito sobre la superficie de la luna, 1968.




Martin Creed, Fuck off / Jódete / Obra nº 240, 1999

Efectivamente, las imágenes son más explícitas que las palabras. Y, ya que colgamos en la pared de nuestro blog esta chuchería de Joseph Kosuth, que, vana ilusión, aspiraba a provocar en el espectador algo más que indiferencia, vamos a llamarlo en nuestra ayuda para ir cerrando esta entrada. En su ensayo ArtAfterPhilosophy –qué manía de aplicarle la extremaunción a todo lo que pillan sin que, ya metidos en harina, soliciten para su obra una piadosa eutanasia- Kosuth defendía, cómo no, que el Arte, tal como había sido concebido hasta principios del XIX, había muerto. Y proponía, lo que son las cosas, una investigación a fondo de lo que es el arte para nuestra sociedad. Cómplice oportunista de las filosofías del giro lingüístico, que gozan, por cierto, de una vitalidad extraordinaria, Kosuth inició la gestación y parto de una serie de “obras” consistentes en la reproducción -sobre una sufrida pared- de una serie de definiciones procedentes del diccionario: arte, color, pintura, nada, valor, significado... Todo ello con la intención de subrayar que el "arte", con minúscula, no era más que otra palabra capaz de alojar el sentido que coyunturalmente se le aplicara, de tal forma que, para concluir, artístico sería todo aquello que al artista le apetezca, el público acate y la crítica sacralice. Museo, enciclopedia y santas pascuas.

Efectivamente, la obra de Creed ha merecido las bendiciones de lo que nosotras llamamos “la crítica del desconcierto”. Ha merecido, también, la socarrona dureza de quienes, no necesitando alinearse más que con su propia dignidad, no tienen prejuicios en admitir que el emperador va desnudo. Por lo demás, poco dado a la megalomanía, el propio Creed sostiene que está dispuesto a creer que su obra no es más que una basura. Su mayor audacia, sin ninguna duda, es el arte de poner la venda antes que la herida. 

Hace unos días, hablando acerca del Premio Nobel, recordábamos la negativa de Sartre a recogerlo con el sano pretexto de liberar su arte del cerco invisible de las instituciones. Recordábamos, también, la aceptación humilde de Albert Camus. Corría el año 1958, no obstante hoy, igual que ayer, las palabras de Camus durante la ceremonia de entrega hablan del Arte en términos que no precisan de las definiciones de la RAE: “el verdadero artista se hace en un eterno ir y venir de sí mismo a los demás, de los demás a sí mismo.” Quizá es esa la razón por la que ese público que la obra de Creed "necesita" lo que piensa de ella es que no es más que una tomadura de pelo. Y quizá por eso, no siempre el personal de la limpieza distingue entre una obra y el billete de autobús que se desliza del bolsillo y cae al suelo, llenando de "arte", en un perfecto bucle melancólico, la vacuidad inerme de la sala.

La estética de la disolución, tal como Creed o Kosuth la practican, ha perdido, con su contacto con el ser, su legitimidad como Arte. Ha perdido, también, su conexión con una época que reclama nuevos espejos y relatos nuevos en los que ver reflejados los múltiples aspectos de la condición humana. Ha perdido, finalmente, ese horizonte de producción microutópica que aspira a contagiar a todo aquel que se acerque con el dulce veneno de la esperanza.

Hoy, gracias a Creed, estamos más cansadas que nunca de los profesionales del nihilismo, del minimal roído hasta las bolas azules de Martin Creed, de la vaca en formol y del conejo iridiscente. Como dijo Camus:

Indudablemente, cada generación se cree destinada a rehacer el mundo. La mía sabe, sin embargo, que, por mucho que lo desee, no alcanzará a rehacerlo. Por eso su tarea es más dura si cabe. Consiste en impedir que el mundo se deshaga.

© alonso y marful