"Se llama manos negativas a las manos que se encontraron sobre las paredes de las cavernas magdalenienses de la Europa subantlántica. Estas manos estaban simplemente posadas sobre la piedra, después de haber sido untadas de color. En general eran negras o azules. No se ha encontrado ninguna explicación a esta práctica."
El texto de Marguerite Duras toma como pretexto esta incógnita para ahondar en los radicales antropológicos más profundos: la soledad esencial del ser humano en medio del estrépito del mar o de las multitudes. El grito del deseo que precede al lenguaje. Que es anterior a él y más profundo y que invoca al amor. Duras imagina a ese hombre, a esa mujer que, hace treinta mil años, apoyó las manos sobre la pared de la gruta. Sus dos manos abiertas. Sus dos manos pintadas con el azul de un mar en el que reverberan la esperanza y la luz. Con el negro infinito de la noche, de la desesperación y de la búsqueda. Sus manos estampadas en la pared de roca como un grito que, más allá del tiempo, continuará clamando por la soledad del hombre. Invocando al amor. Nadie escuchó a aquel hombre hace 30.000 años. Nadie, tampoco, y esa es la gran metáfora del corto, nos escucha hoy. Cuando todos hayamos muerto y la tierra esté vacía quedarán esas manos..., dice Duras son las manos del hombre, de la mujer. Las manos negativas de la especie. Nuestras manos, las tuyas o las mías: le fracas de la mer: el estruendo del mar, el fracaso de nuestro clamor.
© alonso y marful
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