.

.
© alonso y marful, opus nigrum, 2014 (in progress)

la muerte de la obra de arte. yves klein y el vacío

Tal vez la única afirmación acerca del arte contemporáneo que pueda suscitar un cierto consenso es la de su carácter problemático. Hace casi un siglo que Dada tiró los juguetes del objeto arte por la ventana igual que un niño que arroja fuera de sí la obra orgánica –aquella en la que forma y fondo se confunden- para sellar, con un rabioso gesto de ruptura y aniquilación, el primado de lo inorgánico. Si entendemos por épica, a la manera de Lukács, el acuerdo de fondo entre el creador y la cultura envolvente, la vanguardia es un arte antiépico, un gesto de resistencia lírica que, enconando hasta el límite su voluntad disolutoria, acaba por disolverse a sí mismo. La imposibilidad de reconciliar el creciente antagonismo entre la historia y la razón será la espoleta de la que tiren los irracionalistas no sólo a la hora de renunciar a los fetiches de la obra sino también a la posibilidad de articular un enunciado artístico coherente con una razón fracasada. Un grito subyacente, “desestetizad”, alimenta con fuerza los movimientos de una vanguardia que, llevando hasta el final su vocación de ejercer de contrapeso histórico de los modelos consensuados, terminará por extremar sus pronunciamientos reduciéndolos a la nada. Arte, anti-arte, no-arte.

Las bufonadas de Satie, o la música atonal de Schönberg, eran un campo sembrado para la llegada del silencio con el que John Cage rubrica la música del mundo. El 4:33 no es tanto la boutade de un outsider como la maniobra de recuperación de un místico. Apaguen la música y escuchen. Desciendan al murmullo de lo inorgánico, a los ténues avisos de un azar que nos ofrece sus detritus, el quejido del viento o de las hojas, las palabras que cruzan, inasibles, o el ladrido de un perro en la lejanía. Las partituras casuales de la vida, su parpadeo incesante, su desorden, encendían las hogueras en las que habría de arder el aplomo sinfónico del clasicismo y su bien temperada ilusión de armonía y totalidad. Benjamin afirmaría que no hay documento de cultura que no sea, a la vez, un documento de barbarie, y recomendaría pasarle a la historia el cepillo a contrapelo para volver a erizar las texturas de una sensibilidad encallada. Adorno trufará su estudio de las vanguardias con afirmaciones tan tajantes como esta: “la única obra posible es la no-obra”. Teatro de protesta y paradoja, bajo la propuesta de Cage latía el mismo desaliento que un día otorgó carta de naturaleza al silencio del místico. La revuelta de lo sagrado en un mundo sin Dios sólo era posible despojándose de todos los repertorios iconográficos y volviendo al recogimiento mudo del anacoreta, al desesperado mutis del suicida, a la tabla rasa o a la ausencia, al vértigo del ácromo y de la inacción. La cultura occidental asistía, inerme, al desvelamiento de su condición retórica y, más explícitamente, a su condición de retórica del guardián. La mejor forma de neutralizarla era oponer al discurso, impregnado de semas putrefactos, la energía augural del no-discurso, la apelación implícita a la virginidad de un lenguaje que, para poder expresar su alejamiento de las aporías de la razón y de los baluartes de un consenso acrítico, debía afrontar la suprema ascesis de renunciar a todo acto de significación. El arte burgués, hipercodificado, asistía impávido al nacimiento de algo que no podía ser llamado arte sencillamente porque el código no había nacido, si bien públicos y privados, jaleados por una historiografía y una crítica que ejercieron de notarios desconcertados de la sacralización del vacío, se doblegaron sin más ante una poética del despojamiento que encontraría en la nada la más aquilatada y mejor de sus consumaciones. El grado cero de la música tendría sus correlatos en la pintura, en la performance, en la radio, en la televisión. Obviamente, la aquiescencia con el mundo estaba descartada. John Cage, Yves Klein, Guy Debord. Hoy acudimos a ellos para recuperar la turbulencia desnuda que alentó la deserción del arte y que, vuelta a un cielo vacío, como el arúspice, inauguró el arte de la deserción.

Mientras tomamos el primer café con hielo de 2012 y el River´s End navega, varado en la bahía, sobre la barca insomne de las horas, anotamos en el cuaderno las muestras que, a voz de pronto, se nos ocurren y que han tenido como eje (o antieje) el vacío.  La Gran Nada, organizada por el Instituto de Arte Contemporáneo de Filadelfia en 2004, Vacíos, una retrospectiva, coproducida en 2009 por el Centro Pompidou y la Kunstalle Bern o la última Bienal de Sao Paulo, en la que tuvimos la oportunidad de hacer footing a lo largo y ancho de los 12.000 metros cuadrados de la segunda planta, donde únicamente el aire y la luz, que se filtraban abundantemente por las vidrieras, invitaban al sufrido público a “crear y a imaginar”, como si no se diera por supuesto que cuando alguien visita una muestra es para ver lo que otros crean y, sobre todo, para comprobar que la experiencia de la fruición estética sigue siendo posible.

De forma más o menos velada, las refacturas más actuales son el homenaje oportunista a los cincuenta años transcurridos desde El vacío exhibido por Yves Klein en la galería parisina de Iris Clert. La insistencia en la energía creadora de la vacuidad por parte del autor de las antropometrías merece, al menos, una cierta consideración de la que no gozan sus epígonos.

La propuesta de Klein, efectivamente, daba un paso definitivo en el proceso de desmantelamiento de la materialidad de la obra. “El azul tangible estará fuera", había escrito Klein, "en el interior estará la desmaterialización del azul.” El 28 de abril de 1958, día de la inauguración de la anti-muestra, todo en el exterior se vistió del azul YKB patentado por Klein: los globos que, lanzados por el propio artista, se elevaron sobre la plaza de Saint Germain-des-Prés encerrando en su interior el pneuma enthusiastikon en el que los antiguos griegos habían visto la materia en que viajaba el espíritu sagrado que inspiraba al artista trasfundiéndole el saber acerca de las verdades trascendentales, las ventanas de la galería, que ejercían de barrera inciática, e incluso el cóctel, que sería ingerido y expulsado por los viandantes en un ritual de comunión mística muy próximo a una misa. En el interior, las paredes, cuidadosamente pintadas de blanco, habían adquirido un nuevo protagonismo. Ya no acogían el arte sino su ausencia. “Con esta obra -escribió Klein- espero crear y presentar al público en una sala de exposición de pinturas ordinarias un estado de sensibilidad pictórica. Mi deseo es crear un clima pictórico invisible pero presente, en la línea de aquello a lo que que Delacroix se refiere en su Diario como “lo indefinible” que considera como la esencia misma de la pintura. Este estado de sensibilidad pictórica invisible debe ser lo mejor que la definición de pintura haya podido englobar hasta el presente, esto es, irradiación. Si la creación tiene éxito, esta inmaterialización del cuadro, invisible e intangible, debe actuar sobre los vehículos o cuerpos sensibles de los visitantes con mucha mayor eficacia que los cuadros visibles ordinarios, figurativos o no, e incluso que los monocromáticos." El público respondió a la propuesta con reacciones dispares. Los enfurecidos abandonaron la sala protestando, pero hubo quienes se sentaron en el suelo y permanecieron durante largo rato digiriendo el plato fuerte de un sentido abrumador, pese a la falta de soporte. Hubo, también, quien tembló de emoción ante la desaparición de la obra y quien se sintió impregnado por la lluvia fina de una ausencia simbólica que alcanzó a remover los últimos pliegues de una nostalgia óntica. Y hubo quien, presa de una angustia que sin duda bebía de una fuente lejana, lloró.

El tour de force kleiniano con el vacío no hacía más que empezar. Una de sus estaciones de paso obligadas debía ser la venta de lo inmaterial. El 17 de marzo de 1959 el artista acude a Amberes, donde ha sido invitado a exponer uno de sus estados de sensibilidad pictórica. Frente al no-cuadro, Klein recita una frase de su admirado Gaston Bachelard: “al principio es una nada, luego una profunda nada, después una profundidad azul”. Consciente de la volatilidad de las divisas, valora su obra según el patrón oro. La estimación era modesta: apenas un kilo del preciado metal... Poco tiempo después, Klein recibe una llamada de su galerista. Hay alguien interesado en adquirir una de sus zonas de sensibilidad. El comprador es Peppino Palazzoli. Klein redacta sus condiciones y las hace constar en el recibo de la transacción: “Esta zona transferible no puede ser cedida por su propietario más que al doble del valor de compra inicial”. Espiritual, ma non troppo, Yves el Monocromático, como quiso que se lo llamara a partir de entonces, se garantizaba la plusvalía, al tiempo que, si el adquirente no respetaba el pacto, lo amenazaba con “la total aniquilación de su propia sensibilidad”. La performance, que tuvo la ocasión de repetirse por última vez en 1962, año de la muerte de Klein, requería de la presencia de un director de museo, un marchante o crítico de arte y dos testigos. Una vez efectuada la venta, el artista debía desposeerse de la mitad del valor recibido mientras el comprador procedía a la quema del documento que acreditaba la operación. Sólo así se garantizaba la posesión de la zona inmaterial adquirida. Imposible no pensar en el emperador de la fábula, que, a riesgo de pasar por tonto, incurre en la suprema tontería de pagar por un traje imaginario.

Probablemente Klein debió quedarse en la eficacia del gesto que consagró su presentación en la galería Iris Clert y pasar a la historia como fundador del vacío y precursor irrenunciable de la larga saga de naderías que habrían de sucederle. No fue así, sin embargo. No contento con situarse en la rompiente de la desmaterialización del objeto arte, en el escaso tiempo que le quedaba de vida Klein cargaría con las consecuencias de su amor vacui hasta extremos insospechados. Según cuenta Sidra Stich en el catálogo elaborado para la exposición Yves Kein (MNCARS, 1995), en enero de1960 Klein intentó en vano levitar saltando al vacío desde un segundo piso. El resultado fue un esguince que no disuadió al arriesgado artista de la idea. Poco después, volvió a repetir la hazaña, esta vez comprometiendo en el vuelo la articulación de un hombro, no obstante tendría que esperar a la tercera, que, como suele decirse, va la vencida, para que, en octubre del mismo año, Harry Shunk documentara con su cámara el exiguo viaje que el cuerpo del artista realizó hasta estamparse en el pavimento de la calle Gentil Bernard, en el barrio parisino de Fontenay-aux-Roses.












































Yves Klein, Saut dans le Vide/Salto al vacío, Fontenay-aux-Roses, Francia, octubre de 1960.

Más allá de las redes y los montajes, no resulta arriesgado afirmar que a Klein, convertido para entonces en un profesional del vacío, se le había ido la mano. La fotografía del batacazo, de la que se conservan dos versiones,  con y sin ciclista, aparece poco después en la portada de la publicación Domingo, diario de un solo día, cuya fugaz aparición en los quioscos estaba especialmente destinada a acompañar el estreno de la performance Teatro del vacío el 27 de enero de 1960. Klein no sólo hablaba del vacío como “teatro” sino como “espectáculo culminante de [sus] teorías”. A aquellas alturas, la maniática reiteración del gesto original hacía que fuera imposible aquilatar si se trataba de una desmaterialización mística, al estilo de Cage, o de la compulsión de repetición de un gesto devenido en farsal que quedaría, no obstante, como un emblema de los caminos que el arte habría de transitar a partir de las vanguardias. 























Cesión de una zona de sensibilidad inmaterial a Michael Blankfort, París, 10 de febrero de 1962.

En una fotografía obtenida el 10 de febrero de 1962, a menos de cuatro meses del infarto que acabaría con su vida cuando sólo contaba treinta y cuatro años de edad, vemos a Yves Klein apostado a la orilla del Sena. Rodeado de testigos y, por supuesto, ante el fotógrafo, el artista se encuentra en plena ceremonia de cesión de una de sus zonas de sensibilidad pictórica inmaterial. El comprador, Michael Blankfort, había adquirido un trocito de retórica espiritualista a cambio del correspondiente albarán. Apenas una semana y media antes Dino Buzzati había hecho lo propio y había procedido a la quema del documento con el fin de asegurarse la transformación espiritual que Klein prometía. Para entonces un joven italiano muy influido por Klein, Piero Manzoni, había hecho su particular  sincretismo del duchampiano Aire de París y de los globos de Klein y había puesto a la venta globos hinchados con su propio aliento, había firmado esculturas vivientes decretando mediante un certificado su estatuto artístico y había diseñado noventa latas de excremento de artista que deberían ser vendidas por el módico precio de su peso en oro. Evidentemente, Manzoni era consciente de que los depravados circuitos del arte recogerían la ecuación freudiana entre el oro y la mierda convirtiéndola en uno de los objetos más representativos del siglo XX. Probablemente ningún objeto producido después de la emblemática Fuente de Duchamp pueda describir con tan acerada saña autorreferencial la condición problemática del arte conceptual. Si Klein había conseguido cobrar en oro el precio del vacío, Manzoni remataría la faena cobrando su equivalente en oro por 30 gramos de mierda. El destino del arte estaba sellado. Arte era todo aquello que, situado en el ámbito de una sala de exposiciones o de un museo, dejaba de operar como artefacto para ser evaluado según la función estética conferida por el contexto. Quedaba demostrado que incluso la nada, la ausencia de artefacto, podía descansar en la eficacia de una función estética liberada del todo a la interpretación. El arte era, o podía ser, pura hermenéutica. La inversión de los términos era redonda: el verdadero artista no era otro que el receptor.

El imperio del comisario y de la crítica afianzaba su poder con más fuerza que nunca. Aunque nadie se atreviera a afirmarlo, el auténtico arte estaba en la palabra capaz de defender lo indefendible. Desde su zona de sensibilidad inmaterial definitiva, Yves Klein sonreía. Había conseguido vender a los emperadores del arte una tela inexistente. Quizá no imaginaba que, cincuenta años más tarde, seguirían exhibiendo sus no-lienzos reitempretados hasta el cansancio por una nutrida saga de chamanes de la vacuidad. Sus obras, al menos en nuestra opinión, no son más que el fantasma de un fantasma que ha conseguido metaforizar con un tino irrepetible la condición, definitivamente problemática, del arte contemporáneo.

Cuando la nada se sitúa en el brocal de una mise en abyme que nos enseña la misma nada proyectada sobre las turbulentas  aguas del plagio o del pastiche, lo que vemos no es la nada original, sino una nada vacía, la nada de los lógicos, muda insignificancia de un gesto histeriforme sobre el que campa a sus anchas, igual que un padre al que no se ha conseguido dar muerte del todo, la alargada sombra del clasicismo.

© alonso y marful

el inconsciente espiritual de jung: del libro rojo a la torre de bollingen

En 1921 Carl Gustav Jung compra un terreno en Bollingen, en la orilla norte del lago de Zurich, con la intención de construir allí una vivienda y un lugar de estudio. Cumple, así, unos de los sueños que había acariciado desde la infancia: “siempre supe que tendría una casa junto al agua”. En el torreón de Bollingen Jung encuentra la paz necesaria para sumergirse en una de las aventuras de introspección más intensas de las que tenemos noticia. Es allí, en comunicación con las fuerzas naturales y sobrenaturales, donde el padre del inconsciente colectivo escribe buena parte de su obra. En los momentos de concentración, iza una bandera para indicar a las visitas que se alejen. Necesita de la soledad para sumergirse en las profundidades del ser e indagar en las secreta juntura que liga el psiquismo individual con la vivencia de lo arquetípico, un catálogo transpersonal de imágenes e historias que atraviesan la barreras geográficas reiterando aquí y allá, con la constancia de un canon,  los motivos que articulan las distintas mitologías, religiones y folclores. “En Bollingen –escribe- estoy en el centro de mi propia vida, soy mucho más el sí mismo. Por momentos siento que soy uno con el paisaje, que estoy dentro de las cosas, que estoy viviendo en cada árbol, en el batir de las olas, en las nubes, en los animales que van y vienen, en la sucesión de las estaciones”.
Jung construyó el torreón de Bollingen con sus propias manos. Con toda certeza, mientras iba subiendo las paredes de piedra, hilada por hilada, pensó en la verticalidad ascendente del edificio como en un axis mundi. Allí habrían de congregarse, con el tiempo, símbolos y presencias de dioses y demonios, ascensiones y caídas, el bien y el mal, el día y la noche, lo masculino y lo femenino, la tierra y el aire, la razón y la magia, el agua que lava y el fuego que aniquila y purifica. Contra el trabajo del sueño y la asociación libre, en los que Freud había buscado la emergencia de los dos radicales absolutos de la psique, el erotismo y la muerte, Jung opone el encuentro con los símbolos que nos habitan a través de la imaginación activa y apela al proceso de individuación que hará de cada hombre una encarnación específica del inconsciente colectivo. En su libro Recuerdos, sueños, pensamientos cuenta de qué forma, “a través del trabajo científico, fui asentando paulatinamente mis fantasías y los temas del inconsciente sobre un terreno firme. Sin, embargo, la palabra y el papel no me bastaron. Tuve que reproducir en piedra mis ideas íntimas y mi propio saber, o hacer una confesión en piedra. Ese fue el principio del torreón que me construí en Bollingen.”







Carl Gustav Jung
Resulta difícil no caer en la fascinación numinosa que inspira el encuentro de Jung con su propia alma a través de dos símbolos universales: una torre y un libro; una confesión en piedra y otra en palabras y en imágenes que Jung encerraría entre las páginas, delicadamente caligrafiadas e iluminadas, de un manuscrito que ha permanecido inédito durante casi ocho décadas: el Libro rojo.  “Siempre supe que toda experiencia encierra algo precioso y por ello no encontré nada mejor que escribirlas en un libro ‘precioso’, es decir, valioso, y en las imágenes revividas al pintarlas”. 
Libro y torre, en cuya concepción y ejecución se demoró durante largos años, acogieron las visiones del maestro y son, hoy, dos de los lugares donde los peregrinos del alma pueden abrevar su sed de infinito. “La llave es quedarse a solas con uno mismo. Ese es el camino”. Quienes quieran aventurarse en él aprenderán, sin duda, a no retroceder ante las visiones más sobrecogedoras. En la soledad de Bollingen Jung percibió la presencia de sus antepasados, vio imágenes arquetípicas que erizan el vello y escuchó música de origen desconocido. Tal vez por ello, esta finca que parece envolver a los visitantes es una luz misteriosa, sigue siendo uno de los cotos vedados más codiciados por la parapsicología. Tendrán, también, la oportunidad de elegir camino entre la concepción freudiana del inconsciente como fondo de reptiles en el que se aloja lo reprimido y el inconsciente yunguiano, pleroma cósmico que nos trasciende y al que debemos viajar para aportar activos a un universo que se manifiesta a sí mismo en la tarea de la conciencia.
 
Nosotras os invitamos a que os sumerjáis en el Libro rojo, publicado en 2009 tras no pocos forcejeos con la familia Jung, que sigue siendo, también, la propietaria de la torre.  Y no es mal consejo que lo hagan guiados por las páginas que Bernardo Nante le dedica en el minucioso estudio recientemente publicado por la editorial Siruela, El Libro rojo de Jung. Claves para la comprensión de una obra inexplicable.  
 
Quienes, además, tengan la oportunidad de visitar el santuario de Jung, que parece flotar, a esta hora de la tarde, en una suave neblina metafísica, quizá vean reptar, entre los árboles, a la negra serpiente que sedujo a Eva, o quizá, muy cerca del fuego donde Jung calentó el té, puedan adivinar, entre las sombras, al hombre encapuchado de los indios navajos.  Si es así, no tengan miedo.  Están a punto de emprender el viaje que los llevará a descubrir el oro de la alquimia.
© alonso y marful

Dos vínculos:

El primero os llevará a un fragmento de la Introducción a El Libro rojo de Jung. Claves para la comprensión de una obra inexplicable; el segundo, a la entrevista que el inefable Eduardo Punset hace a John Barth, profesor de la Universidad de Yale en Nueva York: El experto y sabio inconsciente.



arte corporal, ¿perversión o catarsis?

                                                                                                      Qué haré, cuando todo arde?
                                                                                                      Francisco Sá de Miranda                             

La ola de frío deja decenas de muertos. Cadáveres que se aferran a la intemperie como a la condición última de todo lo que existe. Hace unas semanas, Manuel Borja-Villel, director de Museo Centro de Arte Reina Sofía, de Madrid (MCARS), elegía el movimiento 15-M como uno de los acontecimientos culturales más importantes de 2011. La declaración desató una marea de reacciones que manifestaban su asombro ante la posibilidad de que un movimiento social pareciera incorporarse a los mapas del arte como si se tratara de un acontecimiento plástico. A nadie que frecuente este blog podrá sorprenderle que la vida, que brota y arde en cada esquina, sea conceptuada como un ejercicio aledaño de la expresión artística. Detrás del movimiento 15-M vuelve a fraguar, con la ferralla oxidada por tanto y tan baldío epigonismo, esa columna alada de las vanguardias que un día reclamaron para el arte el derecho a romper los juguetes del orden dando un golpe de mano sobre la mesa de lo establecido. Un empeño nietzscheano, la transvaloración de todos los valores, parecía emerger de las entrañas mismas de la especie y elevar su energía disolutoria contra los fetiches de un Autor y de una Obra incapaces de expresar el escepticismo ante una historia que, como diría Ciorán, parecía empeñada en mostrarse como antídoto de la utopía y que acarreaba consigo la des-composición del sujeto.

Zaratustra nos había avisado de que empezábamos el largo camino del centro hacia la x. Y, efectivamente, el centro se revelaba como una ilusión, un mero flatus vocis que, llevándose por delante los tribunales de Dios y la Razón, parecía extenderse, como un reguero de pólvora, y reducir a cenizas las cándidas certezas que habían asentado nuestra posición en el mundo. No sólo era el hachazo, demoledor, de la I Guerra, sobre el que la II se afianzó, como un freudiano aprés-coup que desataba del todo los monstruos de un raciocinio en solfa, sino un auténtico haz de elementos entrelazados. Con genial intuición, André Breton había indicado que, a partir de entonces, ”la vida y la muerte, lo real y lo imaginario, el pasado y el futuro, dejarían de percibirse contradictoriamente”. El tiempo otorgaría a la frase el calado de una definición: las paradojas de la historia, con su infierno repleto de buenas intenciones, dictaminaban la condición surrealista del pasado y del presente y envolvían en una luz matinal los tenaces absurdos de la vida. El concepto de Realidad, que empezaba a disolverse de la mano de Einstein y de Heisenberg, se tambaleaba. La noción de Verdad iniciaba su lento descenso hacia un relativismo epistemológico que acabaría por reducirla a un puro efecto de perspectiva que cabalgaba inseguro sobre un puñado de fórmulas retóricas sedimentarias. Muy pronto la Filosofía no sería, como quiso Borges, más que una rama más de la literatura fantástica. Corría el año de 1927 cuando Marguerite Yourcenar subrayó una frase del epistolario de Flaubert que recogía, cum grano salis, la tragedia de una humanidad sin otro madero al que aferrarse que la celebración del fragmento desgajado de una unidad definitivamente perdida, la exaltación del gesto y el cultivo, a veces trágico y a veces definitivamente banal, de las ajadas rosas de una vida que empezaba a revelarse como una mera ocurrencia de la materia perfectamente acotada entre los dos extremos de un segmento. “Cuando los dioses ya no existían y Cristo no había aparecido aún, hubo un momento, único, en que el hombre estuvo solo”. Era el momento de saludar la reedición de ese instante. Lo que no resultaba previsible eran las formas de expresión en que ese instante de soledad se prolongaría hasta alcanzarnos.

El arte no es más que un espejo al lado del camino. Si la vida era un drama donde el azar y el absurdo campaban a sus anchas, ¿a quién puede extrañar, a estas alturas, que las manos de Satie, Tzara, Duchamp, Marinetti, Breton o Artaud abofetearan con fuerza el rostro ajado de los repertorios artísticos? ¿A quién que esas mismas manos reclamaran el derecho al reconocimiento de nuevos códigos estéticos capaces de representar, esta vez por la vía negativa, una nueva épica de la existencia?
El que esta épica negativa despejara su ardor en las hogueras del arte corporal no era más que una cuestión de tiempo. Si el individuo postmoderno era carne, explorada hasta ese último rincón donde el espíritu se niega a mostrarse, nada más lógico, visto desde el presente, que llevar la carne hasta la desnudez más extrema, torturada y doliente. No obstante, tuvieron que darse las coordenadas históricas que permitieron al cuerpo incorporarse en cueros al discurso del arte y otorgar, así, a la vanguardia, un nuevo episodio de renacimiento. A la altura de los años 60, al calor de la revolución sexual y de la efervescencia del discurso feminista, el campo estaba abonado para mostrar a la humanidad a través del sustrato sufriente de la carne. A fin de cuentas, el ser humano no era más que el oscuro y triste de los materiales biológicos, no en vano los caprichos de la evolución han querido que sea capaz de ser, a un tiempo, el sujeto y el objeto de sus propias reflexiones y, en definitiva, que se vea obligado a beber, día tras día, del vino amargo de la conciencia.  Vigilado y torturado hasta la ortoposición por lo que Foucault llamó los biopoderes,  durante los años sesenta y setenta el cuerpo humano cortó, con gesto firme, las cínicas amarras del decoro y dio el golpe de gracia al muro de los tabués: defecar, masturbarse, autoinfligirse daño, pasaron de ser parte de las secretas liturgias de lo íntimo y se incorporaron a las calles, las universidades y los museos.  La provocación, probablemente por última vez, seguía siendo posible.  
Si 1968 fue un año de cristalización de la rebeldía juvenil, que manifestó su descontento con el sistema de valores, la educación y la política sacudiendo las universidades de Estados Unidos, México, Francia y Alemania y otorgando un nuevo sesgo a los movimientos contraculturales que, durante los años 50 y 60, habían protagonizado los beatniks y los hippies, lo que hechos que habrían de acontecer en la primavera artística vienesa distaban mucho de arrojar luz sobre el camino abierto por los jóvenes rebeldes. Muy lejos de las proclamas libertarias que perseguían el surgimiento de un nuevo humanismo, los hechos que tuvieron lugar en junio de 1968 en la capital austriaca suponían la salvaje exploración de las posibilidades anunciadas por Duchamp acerca de la artisticidad inherente a cualquier manifestación físiológica, pero no ya en sí misma, sino llevada por el artista, convertido en cuerpo del arte, a inusitados extremos de desafío y de violencia. En 1964, cuatro años antes de su impactante debut en el auditorio de la Universidad de Viena, Günter Brus había sido el cofundador del Accionismo Vienés, al que pertenecían, también, Otto Muehl, Herman Nitsch y Rudolf Swartzkogler. Su demoledora carrera contra los tabúes que prohíben autolesionarse o mostrar en público la intimidad de determinadas prácticas sexuales o funciones fisiológicas eran parte de un programa de provocación que había conseguido introducir en el desconcierto de los programas museísticos que, ya por entonces, no sabían demasiado bien a qué atenerse. No obstante, el evento celebrado en la Universidad de Viena bajo el título Arte y Revolución le daría la oportunidad de ir un paso más allá y, en realidad, de hacer un primer y nutrido compendio de escatología y masoquismo que marcaría un hito en la historia de la neovanguardia. Pero, ¿era arte? Dejemos, por el momento, la pregunta en suspenso.
Arte y Revolución venía precedido por las acciones de muchas mujeres,  a quienes, para variar, no suele recordarse. No obstante, la revolución feminista que permitió sacar a la palestra un cuerpo rabiosamente liberado de las asfixias de la cultura androcéntrica, daba a los “textos” femeninos un grado de legitimidad que, aún hoy, nos hace verlos bajo una luz diferente. Sus manifestaciones artísticas, de hecho, iban, en buena parte, destinadas a reivindicar no sólo el derecho a una voz y a una presencia tercamente marginados del ámbito de la cultura, sino también a una corporalidad hecha a la medida de la mirada y del deseo masculinos. Pero –esto es algo sobre lo que Carlos Granés se despacha sin miramientos en su reciente libro El puño invisible, por lo demás excelente- ¿qué sentido tenía la revolución de Günter Brus? Granés habla del “infamante rapto” que lo llevó a cortarse el pecho y el muslo con una cuchilla de afeitar para después, con el trasero vuelto hacia el público, defecar y revolcarse en su propia mierda. La traca final consistió en masturbarse mientras, entre contorsiones de histriónico placer, cantaba el himno nacional de Austria. “Mayo del 68 en Francia –dictamina Granés, avalado por el conservadurismo de su padrino mediático, Mario Vargas Llosa- había significado el triunfo y el fin de la revolución vanguardista. Junio del 68 en Viena significó la renuncia a la revuelta cultural y la apoteosis de la abyección humana. Con aquella acción de Brus también se decía adiós al primer tiempo de la revolución cultural y se saludaba al segundo, un tiempo en que el artista dejaría de ser un Prometeo que liberaría al mundo con la llama de su vitalidad y se convertiría, más bien, en un síntoma, en una pulsión perversa, en el espejo que reflejaba la frustración, la derrota y la incapacidad, ya no sólo para crear un mundo nuevo, sino incluso obras de arte.”










Günter Brus, Self painting- Self mutilation / Autopintura-Automutilación, 1965 
Con toda la franqueza, resulta difícil no encajar el gesto de Brus, con otros muchos, entre los esfuerzos de la contracultura para devolver al ser humano, un ejemplar efímero y tan gratuito como una oveja o una col sobre la piel del cosmos, un cierto horizonte de trascendencia. Su reino, sí, era ya de este mundo, y quizá por esa razón los martirologios de los artistas corporales se mezclaban con los gestos de rabia y frustración. ¿Se trataba de un último esfuerzo del espíritu por traspasar con su luz las paredes de la carne? ¿Acaso no era esa misma frustración la que empujaba a los artistas a todo tipo de atentados contra las servidumbres del recato? ¿Tenían algún sentido nuestros triviales pudores en el seno de una sociedad que no había tenido el menor empacho en embarcar a sus miembros en los crímenes más sinestros? Los beatniks y también los hippies se habían refugiado en las drogas buscando en los estados alterados de conciencia la huida del sinsentido y la búsqueda de un horizonte de sutura incierto que Carlos Castaneda acertó a canalizar a través del personaje de Don Juan. Los corporalistas, por su parte, recuperaban para sí el látigo del místico, y parecían remedar, con sus actuaciones, los sacrificios propios de los antiguos ritos. ¿Acaso no se trataba de dar un último y desesperado salto en la escala ontológica y rescatar al hombre para una ligazón perdida con lo sagrado?











Bob Flanagan, Autoerótic SM / Autoerótica SM, 1989
Ciertamente, el discurso de los body artists no siempre secunda esta hipótesis. Sin embargo, en nuestra opinión no debe confundirse el discurso del arte con el arte mismo, ni exigirle al artista que atine a ser su mejor crítico. Tampoco, por supuesto, meter en el mismo saco a quienes, efectivamente, consiguieron y aún consiguen despertar en el público la sensación de magia y vértigo antropológico con quienes únicamente repiten el gesto sin otro compromiso que el que los liga al famoseo y a la histeria. Pondremos algunos ejemplos. Es imposible no ver en las performances de Ana Mendieta la primitiva luz de un animismo que renace, envuelto en sangre, para estampar en la pared las mismas manos que vemos aparecer, impresas sobre la roca, en la pintura rupestre. Trazo permanente de una conciencia desgarrada que busca trascender los límites de la carne y extender su huella más allá de sí misma. Imposible, también, no ver en los happenings de Carollee Schnemann la llamada al restablecimiento de un equilibrio pánico en el que las mujeres no tendrían que luchar por ser admitidas en lo que la artista calificó, y no sin razón, el “Club Artístico de los Sementales”. Imposible, finalmente, no pararse a pensar de dónde nace el impulso –que nos negamos a calificar de perversión o de rapto- que lleva a Bob Flanagan a apuntalarse el pene en una tabla. Es muy posible que nuestras sociedades precisen inventar las fórmulas de una oración laica y de un instinto sacrificial que asimila al artista con el pharmakós, el chivo expiatorio que lava con su sangre los absurdos de una especie que ha sido capaz del rapto de locura y perversión más acabadamente maléfico que quepa imaginar: el Holocausto nazi.
¿Tiene sentido, todavía, la transgresión? Sin duda alguna. Quizá hoy, más que nunca, necesitamos artistas que nos demuestren que la auténtica transgresión no está en las sentinas del arte sino en las del capital y la política. En los crímenes impunes. En los atentados contra la libertad y contra el cuerpo de los Otros. En tanta y tan atroz violencia inmerecida. Que el movimiento 15-M ponga sobre el tapete las contradicciones del guardián es parte de un nuevo y gran happening al que no le falta ni el coraje ni la ingenuidad ni el inequívoco punto de catarsis que comporta la rebelión contra la inmensa farsa de lo establecido.
A fin de cuentas, ni a los banqueros, ni a los grandes capitales que se amasan en la extorsión del más débil,  ni a los políticos que avalan con su firma la más abyecta de las muertes les da por enseñar el culo o por masacrarse. Quien atenta contra su propia integridad, pinta con la vagina o se come sus propias heces es algo más y mejor que un masoquista o un perverso. Es, tal vez, quien pone su cuerpo al servicio de un acto extremo de significación.
En su libro Apolo con un cuchillo en la mano Marcel Detienne nos enseña la proximidad originaria que existía entre el filo que corta y el que establece el límite, el que dibuja el altar y el que señala el camino. Cuerpos morbosos, liberados, obscenos, mutilados, dolientes. Pocas veces hemos visto expresar con tanto y tan liberador exceso el insoportable dolor que supone, no pocas veces, el simple ejercicio de viajar a lomos de un genoma sin alma, de mirar hacia atrás sin encontrar motivos para el menor optimismo antropológico y de habitar una piel que, en muchas ocasiones, nos complica hasta la desesperación la aventura, apasionante, de estar vivos.
© alonso y marful

1 minuto con Ana Mendieta

Blood sign /Signo de sangre, 1974

las bolas de martin creed o la enésima muerte del arte



¿Quién salvará al arte de esta epidemia de banalidad?


Si no fuera patético, resultaría divertido. Como somos firmes partidarias de que una imagen vale más que mil palabras, os acercamos de nuestra mano a la sala Alcalá 31, de la Comunidad de Madrid, y medimos nuestra capacidad de asombro con la retrospectiva del “artista” británico Martin Creed (Wakefield,1968). Elevado a los altares del MOMA y del Pompidou, e inminente responsable de que las campanas de Gran Bretaña repiquen al unísono durante la ceremonia de inauguración de los juegos olímpicos de Londres (2012, Obra nº 1197), Creed –desgarbado, apacible, largo rizo de inocencia rubia cayendo sobre la frente- recala en Madrid envuelto en una polémica tan baldía como su obra. Enésima resurrección de las piruetas de Dada, los 25 trabajos que Creed expone en la sala madrileña bajo el marchamo Things/Cosas son el colofón patafísico a esa estética de la disolución que ha acabado por poner un botón de vacua monotonía al arte del concepto. Si la postmodernidad es, como quiso Lyotard en La condición postmoderna, el acta de ejecución de los grandes metarrelatos que habían puesto eje y dirección a la cultura occidental, su obra es, sin duda alguna, la media verónica con que rematan la faena el universal descrédito de la razón, de la fe y de lo que entendíamos por Arte.


Martin Creed, Work No. 79, Some Blue-Tack kneaded, rolled into a ball and depressed against a wall / Un poco de Blue-Tack amasado, hecho una bola y aplastado contra la pared, 1993.

Es cierto –lo hemos dicho en otras ocasiones- que, después de los poemas aleatorios de TristanTzara, de la fuente-urinario de Duchamp o del silencio de Cage, abrazar la consigna de que “la vida es arte” supone la condición preestética de cualquier objeto, al que basta con situar en el marco pragmático de la sala o del museo para que adquiera, por el mero hecho, el estatuto de objeto estético. Arte, dijo en cierta ocasión Achille Bonito Oliva, es "todo aquello que está registrado en las historias del arte", de tal forma que basta con armar la bulla suficiente, lo que implica una cierta dosis de marketing empresarial sin implicar, sin embargo, la menor dosis de talento, para colarse de polizón en la barca ebria de nuestra postcultura. Pero, don´t worry, si las enciclopedias han podido ignorar durante tantos siglos el arte de las mujeres, no nos sorprende que, con la aquiescencia de cierta crítica, la ocurrencia bobaina de cualquier espontáneo se convierta en una orgía de sentidos. Eso sí, si el espontáneo es una señora se verá en serios apuros para conseguirlo, no en vano la presencia de obras de mujeres en las colecciones institucionales supone, todavía, un raquítico 4%.
Veamos: una de las obras que Alcalá 31 alberga en estos momentos, oportunamente fechada para coincidir con ARCO, consiste en una bolita de masilla de montaje azul (lo que se conoce en el mundillo como blue-tack) aplastada contra la pared (Obra nº 79). Quien albergue la lírica ambición de defender, con algún argumento legitimable a estas alturas, si la bolita es o no es arte, se verá en muchos apuros.

Si apuesta por un NO, cualquier adversario eventual podría recordarle la impagable pila de "duchampismos" perpetrados por una auténtica miríada de artistas, e, incluso, defender su capacidad de subvertir, todavía, lo que ya no tiene remedio. Ensayando un contraataque necesario, es preciso afirmar, con absoluta contundencia, que todas las modalidades imaginables de renuncia a la forma y a la sustancia han sido repetidas hasta el agotamiento y que, si un día la destrucción creativa del Arte tuvo un sano sentido de regeneración estética y moral de un mundo en guerra, una tecnología sin alma y un capitalismo mutilado, a estas alturas del guión, incurrir en epigonismos facilones no es más que el síntoma de una imaginación agotada que no se toma ni la molestia de construir un artefacto distinto o formalmente solvente. Lo que un día fueron gestos de rebeldía contra la fetichización de una noción de belleza fungible y extenuada, se revelan, hoy, como la histérica reiteración de un blablablá conservacionista y, por ende, reaccionario.

Si, por el contrario, opta por darle un SI a la bolita azul de Creed, la vapuleada cuestión semántica vendrá en su ayuda, no en vano cualquier cosa que pongamos en un museo, lamentamos repetirnos, no solo se estetiza por defecto, sino que parece convocar en torno a sí los mil y un sentidos que tiene cualquier cosa: un lapicero sin mina arrojado sobre el linóleo, una avestruz desplumada que agoniza sobre una cama con baldaquino de ébano, un parado de entre los 5 millones doscientos mil que cuenta España, un postit pegado en el techo o, sencillamente, nada. Haga la prueba y, en todos estos casos, y en cualesquiera otros, encontrará un buen puñado de razones que lo informarán de una condición que es inherente al común de las cosas que existen y aún de las que no existen: la sobredeterminación del sentido y su irrevocable irradiación de significados de toda estirpe y ralea. Digámoslo con la claridad necesaria: como maquinaria de producción de sentido todo vale, lo que no vale es colgar sobre las mismas paredes la misma tontuna y pretender entrar en los museos previo paso por una caja escandalosamente cara: la bolita azul de Creed no sale por menos de unos 30.000 euritos. De esto se deduce que, si los gestos de las vanguardias fueron prácticas de ocupación ideológicamente revulsivas, las gracietas de Creed colocando un lunarcito de masilla en la pared, o una pelota de papel arrugado en una vitrina, no son más que prácticas de asentamiento. Gracias, en buena parte, a la pérdida de Norte de los premios, y al poder casi omnímodo de los comisarios, que no pocas veces sitúan a los galeristas en una suerte de limbo sin criterio, el arte se ha convertido, demasiado a menudo, en una estrategia mercantilista que cruza las fronteras con el salvoconducto de una opinión que fragua su prestigio en la improvisación más etérea.

La obra de Creed, se dice, "necesita del público". El propio Creed lo ha venido repitiendo aquí y allá, con oportunidad y sin ella. Es natural: si alguien se encuentra a la Gioconda en el pasillo de su casa, es posible que se rinda de emoción ante la enorme dificultad que entraña su ejecución plástica, ante el misterio indescifrable de la sonrisa, ante la tensa sensación de una profundidad que despliega sus fugas mucho más allá de la quietud mineral de las montañas… Si encuentra una bolita de masilla azul, o de papel blanco, lo más probable es que la obra termine en el tacho de la basura.

Veamos, porque sin duda merece la pena hacer el esfuerzo, la forma en que los luminosos de Creed han sido ejecutados (curiosa palabra) por artistas como Bruce Nauman o Joseph Kosuth. Véanlos y decidan si los artilugios de Martin Creed, sintomáticamente llamados “cosas”, merecen una cotización que, en el caso de la mujer que intenta vomitar en una película rodada en 35 milímetros, puede rondar los 400.000 euros.

Joseph Kosuth, Five words in blue neon / Cinco palabras en neon azul, 1965.

Bruce Nauman, My Name as though it were Written on the surface of the moon / Mi nombre como si lo hubiera escrito sobre la superficie de la luna, 1968.




Martin Creed, Fuck off / Jódete / Obra nº 240, 1999

Efectivamente, las imágenes son más explícitas que las palabras. Y, ya que colgamos en la pared de nuestro blog esta chuchería de Joseph Kosuth, que, vana ilusión, aspiraba a provocar en el espectador algo más que indiferencia, vamos a llamarlo en nuestra ayuda para ir cerrando esta entrada. En su ensayo ArtAfterPhilosophy –qué manía de aplicarle la extremaunción a todo lo que pillan sin que, ya metidos en harina, soliciten para su obra una piadosa eutanasia- Kosuth defendía, cómo no, que el Arte, tal como había sido concebido hasta principios del XIX, había muerto. Y proponía, lo que son las cosas, una investigación a fondo de lo que es el arte para nuestra sociedad. Cómplice oportunista de las filosofías del giro lingüístico, que gozan, por cierto, de una vitalidad extraordinaria, Kosuth inició la gestación y parto de una serie de “obras” consistentes en la reproducción -sobre una sufrida pared- de una serie de definiciones procedentes del diccionario: arte, color, pintura, nada, valor, significado... Todo ello con la intención de subrayar que el "arte", con minúscula, no era más que otra palabra capaz de alojar el sentido que coyunturalmente se le aplicara, de tal forma que, para concluir, artístico sería todo aquello que al artista le apetezca, el público acate y la crítica sacralice. Museo, enciclopedia y santas pascuas.

Efectivamente, la obra de Creed ha merecido las bendiciones de lo que nosotras llamamos “la crítica del desconcierto”. Ha merecido, también, la socarrona dureza de quienes, no necesitando alinearse más que con su propia dignidad, no tienen prejuicios en admitir que el emperador va desnudo. Por lo demás, poco dado a la megalomanía, el propio Creed sostiene que está dispuesto a creer que su obra no es más que una basura. Su mayor audacia, sin ninguna duda, es el arte de poner la venda antes que la herida. 

Hace unos días, hablando acerca del Premio Nobel, recordábamos la negativa de Sartre a recogerlo con el sano pretexto de liberar su arte del cerco invisible de las instituciones. Recordábamos, también, la aceptación humilde de Albert Camus. Corría el año 1958, no obstante hoy, igual que ayer, las palabras de Camus durante la ceremonia de entrega hablan del Arte en términos que no precisan de las definiciones de la RAE: “el verdadero artista se hace en un eterno ir y venir de sí mismo a los demás, de los demás a sí mismo.” Quizá es esa la razón por la que ese público que la obra de Creed "necesita" lo que piensa de ella es que no es más que una tomadura de pelo. Y quizá por eso, no siempre el personal de la limpieza distingue entre una obra y el billete de autobús que se desliza del bolsillo y cae al suelo, llenando de "arte", en un perfecto bucle melancólico, la vacuidad inerme de la sala.

La estética de la disolución, tal como Creed o Kosuth la practican, ha perdido, con su contacto con el ser, su legitimidad como Arte. Ha perdido, también, su conexión con una época que reclama nuevos espejos y relatos nuevos en los que ver reflejados los múltiples aspectos de la condición humana. Ha perdido, finalmente, ese horizonte de producción microutópica que aspira a contagiar a todo aquel que se acerque con el dulce veneno de la esperanza.

Hoy, gracias a Creed, estamos más cansadas que nunca de los profesionales del nihilismo, del minimal roído hasta las bolas azules de Martin Creed, de la vaca en formol y del conejo iridiscente. Como dijo Camus:

Indudablemente, cada generación se cree destinada a rehacer el mundo. La mía sabe, sin embargo, que, por mucho que lo desee, no alcanzará a rehacerlo. Por eso su tarea es más dura si cabe. Consiste en impedir que el mundo se deshaga.

© alonso y marful



 

5 minutos de silencio

INSTRUCCIONES PARA LEER ESTA ENTRADA: guarde silencio durante 5 minutos. La escucha atenta le descubrirá que el silencio no existe y que, detrás del silencio, se oculta la procelosa y sublime sinfonía de un mundo músico.  Relájese y piense. A continuación, proceda a incluir los ruidos que se producen en su entorno entre las múltiples acepciones de la palabra “música”.


































(john cage)

Satie era un genio irreverente. Pianista de cabaret, dibujante de edificios imaginarios, coleccionista de paraguas, autor de piezas humorísticas para piano y de risueñas paradojas como las Memorias de un amnésico, su vida es una sucesión de actos de libertad que prefiguran el drástico borrón y cuenta nueva que, de la mano de Dada, daría un giro de ciento ochenta grados a la historia del arte. Cuando, en 1919, Satie conoce a Tristan Tzara y al puñado de iluminados que, encabezados por Marcel Duchamp, Francis Picabia, Man Ray o André Breton, amenizaban con sus soirées las calles y los locales  parisinos, ya ha rebasado el medio siglo, no obstante la madurez no había desgastado en él la hilarante lucidez con la que había amenizado sus piezas musicales,  salpicadas de instrucciones que, como en el caso de su Danse cuiraseé, indican al coreógrafo que mientras “la primera fila no se mueve” y “la segunda fila se queda quieta, los bailarines reciben un sablazo que les divide en dos la cabeza”.

Instrucciones escritas a beneficio de inventario, poco imaginaba el autor de las gimnopedias que, cuarenta años después, un antimúsico zen como John Cage habría de ejecutar, al pie de la letra, alguna de sus locas sugerencias. Corría el año 1963 cuando, respondiendo a los dictados de Satie, Cage decide afrontar la que bien podría considerarse como la primera performance de la historia, al interpretar 840  veces la pieza Vexations, un breve y aburrido puñado de compases que apenas ocupaba tres líneas. Entre los doce ejecutantes de la pieza se encontraba John Cale, cofundador de la Velvet Underground que amenizó con sus chirridos la factoría de Andy Warhol. Una de las lecciones de aquella ceremonia maratoniana consistía en apreciar la diferencia entre cada una de las 840 interpretaciones. Las aguas del río de Heráclito estaban en constante movimiento. No existía el facsímil perfecto. La noción de identidad se desvanecía en menudos diferenciales cuya singularidad parecía conferirles un resplandor metafísico.

Para entonces, John Cage ya era quien habría de ser y sus sesudos devaneos alrededor del silencio habían dado una vuelta al tópico de lo inefable. Dejando atrás las batallas del arte, tal como se había conocido hasta entonces, por hacer visible lo invisible, Cage animaba a su público a dar un paso atrás y a apreciar los infinitos sonidos que, al emanar de una realidad contemplada en una suerte de epojé fenomenológica, revelaban una variedad y riqueza  tan preñada de luces y de sentidos  como la más sublime de las sinfonías. Resucitaba, así, el gesto disolutorio de las vanguardias al descargar el martillo sobre las convenciones estéticas binarias que habían separado la música de lo que hasta entonces no lo había sido.

Las teorías de John Cage eran algo más que una bufonada. Eran el fruto seguro de una inmersión en el budismo que, hoy como ayer, nos invita a recobrar la pureza de la mirada,  a fijar la atención en el presente y a pararnos, eventualmente por primera vez, en el  esplendor magallánico de sus manifestaciones. Cage admiraba a Duchamp y proclamaba, como él,  la necesidad de resetear los programas cognitivos que habían educado la sensibilidad en una separación estricta entre el arte y la vida. El arte estaba en la vida. La vida era arte. El camino para todos los movimientos de sesgo conceptual estaba abierto y abierta, por lo tanto, la enorme brecha por la que habrían de colarse los aciertos y las boutades, los originales y las réplicas que en el día de hoy siguen llenando abundantemente los museos y las galerías.























(merce cunningham)

En 1948 Cage había hecho piña con Merce Cunnighan y, muerto Dada, y convertido el surrealismo en un cadáver exquisito, era el momento propicio para dar otra vuelta de tuerca a las marchitas convenciones del canon: una música sin armonía, con el clavijero del piano entorpecido por objetos metálicos y pedacitos de cuero y un baile sin argumento ni sintaxis.  Y, por supuesto, ni la menor relación entre la partitura y el movimiento. Ruidos y reacciones corporales producidas al albur del momento formaban parte del espectáculo. La paradoja entre la vida y el arte se había desvanecido entre los fosfenos de una razón estética trasnochada. Después de Autswitz, diría Adorno, un nuevo imperativo categórico emergía, como un mandato moral, de la conciencia ensangrentada: del  Holocausto en adelante el horizonte de la poesía aparecería como nublado por un negro pesimismo ontológico. La poesía ya no podía ser la misma.

A la altura de 1952, la composición de la pieza 4:33, en la que no había escrita ni una sola nota, fue el punto de cristalización del ideario de Cage, que, entretanto, había trabado amistad con Rauschenberg y Jaspers Johns. Ambos pintores, cada uno a su manera, daban un golpe de gracia al expresionismo de Pollock, recuperaban la herencia de Duchamp y empezaban a incorporar a sus lienzos todo tipo de objetos, introduciendo en la pintura el espesor matérico de la vida. El lugar de encuentro fue el  Black Mountain College, en Carolina del Norte, templo de la experimentación en el que se gestaron buena parte de las ideas que aún riegan profusamente las anquilosados arterias del universo artístico. Durante el verano de ese mismo año, Cage no sólo estrenó sus cuatro minutos y medio de silencio, sino que aprovechó la calurosa acogida del Mountain para organizar un batiburrillo de actuaciones simultáneas que llevaba por título Theatre Piece Nº 1. Mientras Rauschenberf pichaba discos de Edith Piaf y Merce Cunnnighan “bailaba”, el poeta experimental Charles Olson declamaba sus poemas, David Tudor “tocaba” el piano y el propio Cage disertaba acerca de la relación entre el budismo zen y su singular forma de entender la música. Se había convertido en el instigador del primer happening.  A partir de entonces, sería realmente difícil afianzar un criterio que separase el arte de las incidencias de la vida…

Por fin, la profecía se había consumado: en 1913-14 Duchamp había tirado  tres metros de hilo sobre tres tiras de tela de color azul Prusia y había confeccionado tres reglas de madera siguiendo sus sinuosidades. Un metro lineal había dejado de ser una medida científica vinculante para convertirse en una magnitud azarosa. El reinado del azar, que había inspirado el proyecto filosófico de John Cage,  alcanzaría, con el tiempo, a la indecisión cuántica en que habría de desenvolverse la ciencia misma. El movimiento acompasado del espacio-tiempo era, a partir de entonces, la única de las verdades a las que insoslayablemente estaría sometido el ser humano, devenido en artista de una poética tan extensa que no sólo incluía el objeto encontrado, sino la mirada que se arroja sobre el objeto, la mirada que mira a quien lo mira, la mirada que interpreta a quien mira mirar el objeto encontrado... El mundo entero es un happening

Libérate y escucha. Respira.

© alonso y marful





dispositivos de resistencia lírica / box of time nº1

Un dispositivo de resistencia es algo que se hace con una intención subversiva o antisistema y que, partiendo de esa base, convoca su inserción en un cierto contexto situacional que lo coloca del lado de la épica del disenso. Desafortunadamente, corren malos tiempos para el pensamiento crítico y nuestros cerebros procesan hora a hora muchas más conminaciones a la felicidad o al mito de la realización personal en píldoras de urgencia que invitaciones a una reflexión detenida y serena. Cada día recibimos millones de partículas de in/de/formación que confluyen en una masa indistinta de discursos simultáneos. En este contexto, resulta irónico que el discurso político haya intentado imponer a nuestras sociedades el irónico apellido “de la Información” o “del Conocimiento”. La sobreinformación de consumo, configurada en función de los intereses de los grupos de comunicación y de las expectativas de audiencia, no es más que un somnífero para amortiguar las conciencias. Más que nunca, la visualización del mundo como un entramado de relaciones financieras que se producen a años luz del espacio individual, hace que los horizontes virtuales de producción ideológica y revolucionaria se vean sometidos al efecto adormidera. La política se ha convertido en fumadora pasiva de una economía sin alma a cuyos flujos y reflujos el sujeto parece abandonado, como a los imperativos de una ley irrevocable.

La analgesia política y moral, la soledad, el aislamiento digital en un mundo donde la práctica indistinción entre identidades y avatares funciona como un mecanismo de desrealización psicotizante, no contribuyen a generar escenarios de reanimación a macroescala. Las operaciones de disrupción de la maquinaria se producen, cada vez más, en espacios asociativos e incluso en el discurso individual, que goza, por fortuna, de muchas posibilidades de capilarización y de adhesión de sensibilidades, por más que todos naveguemos en una confusa red de redes.

En este contexto, queremos manifestar nuestro interés en producir dispositivos de resistencia lírica que, desde la soledad de la creación, intentan tender puentes de reflexión y diseñar operaciones de cocreación en malla que nos permitan compartir emociones, sumar subjetividades y, eventualmente, reunir a un conjunto de coautores con el objeto de desarrollar un proyecto colectivo que dé lugar a una lírica expandida. Es el caso del proyecto interactivo Memorial del Agua al que todos estáis convocados.

Los dispositivos de resistencia lírica están diseñados sobre líneas conceptuales muy simples y de escala muy íntima, es decir, que, como el propio acto de enunciación lírica, como el poema, son iconos de la irrelevancia del sujeto y, también, de su propia irrelevancia. Ejecutados en torno a una imagen o a un elemento rector (el agua, el tiempo, la mirada...) buscan el descenso deliberado a ese sustrato antropológico que en el mejor de los casos nos revela y nos hermana. Equivalen a actos de protesta del tipo de los que se producen cotidianamente en la conciencia de aspirar a la calidez del contagio, a la conversación desnuda o al abrazo desprovisto de palabras. Se oponen, nos oponemos, a la hipnosis inducida por la retórica política, a todos los rostros y las máscaras de la desigualdad, a la estandarización de las identidades según modelos de homologación mediática, a la analgesia moral y a la desintegración paulatina de los horizontes de producción del discurso revolucionario, a la nueva teología del capital, a las rutinas alienantes del meritaje profesional y el sub/des/empleo, a la muerte del espíritu cualquiera que sea la acepción que se otorgue a la palabra, a la tiranía de la muerte… Somos físicas. Somos metafísicas.

¿Quién ha dicho que la guerrilla no pueda ser melancólica? Hoy os presentamos uno de los dispositivos de resistencia lírica de la serie Boxes of Time. Cada box contiene 15 minutos y 1 metáfora. Toda metáfora es una revelación.



Box of Time nº 1
Atardecer del 12 de enero de 2012
Coordenadas geográficas: 39º 45´ 49" N  3º 9´ 13" E

Box of time nº 1 es un plano secuencia grabado con un iphone4. Una mujer hace un pozo para recoger el agua del mar. Lleva en la mano una ampolla de vidrio con dos orificios. La recogida del agua se realiza por el orificio superior y su vertido por el inferior durante una serie de veces virtualmente interminable. De manera aparentemente fortuita, en cierto momento la luna parece entrar en la ampolla. Ese instante de iluminación únicamente es visible para quien la mira. Ella se entrega sumisa a la circularidad del rito mientras cae la noche.

© alonso y marful

la partícula de Dios y el niño que bebió agua de brújula


















(de la serie metáforas del centro © alonso y marful)

1.  La partícula de Dios. Me paro en el oxímoron. Esta frase que reúne las dos infinitudes y que parece brillar sobre la sábana en calma del océano, como si un calígrafo descomunal, demiúrgico, anotara en el agua los signos de un misterio. Quedan atrás las saturnales navideñas y nos parece que Roma ha vuelto a rodearnos, con las torpes piruetas de un sol invicto que renace sin fe en los menguados ajuares del pensionista. La isla se mueve, aunque no lo parezca. Rota y se traslada y, cada uno en su escala, nos recuerda ese bosón de Higgs en cuya búsqueda intentamos repetir ese instante augural en que Dios hizo existir la masa y la gravedad. Lo que somos. La gravedad que impone esta torpe materia.

Hace unos años, Oriana Fallaci se quejaba de que tendamos a imaginarnos a Dios como un ser antropomórfico y, más concretamente, como un señor de barba. Y proponía imaginarlo como una chica guapa. A nosotras las anatomías metafísicas nos parecen otra contradicción en los términos y, si acaso, y siempre con la debida prudencia, nos habría gustado acercarnos a esas manos de sombra iluminada que pusieron en marcha el baile de los astros. Hoy está prohibido preguntarse por qué. Hoy nos colgamos del frontispicio que Antonio Gamoneda ha escrito para ese libro tan bello de Julio Mas Alcaraz, El niño que bebió agua de brújula. Dice Gamoneda que
“no puede morir quien no ha nacido.
Posiblemente
esta sería la forma  más perfecta de inexistencia, pero dicen
que sí, que hemos nacido, y que accidentalmente permanecemos
un tiempo ejercitándonos en el vértigo y el llanto
para nada. Para nada. Esto está claro ya que nuestra finalidad no
es otra que morir, pero permanecemos, obstinadamente
permanecemos sin sentido ni causa
rodeados de combustibles verdes y de minerales silenciosos.”


















(de la serie metáforas del centro © alonso y marful)

2. El silencio eterno de los espacios infinitos aterraba a Pascal. Bajo el manto sereno de la tarde, reparamos en cuánto le habría gustado al buen Blaise especular a sus anchas con el bosón de Higgs, más que nada porque es la única pieza que falta para completar el puzzle que nos permitiría acercarnos a lo que pasó en ese instante en que el estallido del Big Bang inició la diáspora inextricable del espacio y el tiempo. Concebir el mundo como una diáspora no está lejos de los modelos cosmológicos actuales, que plantean un universo que se aleja de sí mismo a velocidades inconcebibles, un poco como nosotros, sólo que nosotros nos alejamos de nuestro propio corazón con la perpleja lentitud  de las tortugas.

Hoy hace unas tres semanas que inauguramos nuestra serie "metáforas del centro" y el proyecto evoluciona con nosotras y ahora se convierte en esa pieza de un puzzle que planea sobre una sopa cósmica. Este cuaderno está hecho de mar y de preguntas. Del mar que arrecia y empapa las preguntas y las deja a la orilla, como la dulce broza
que abandona y
llueve
eterna
mente llueve
sobre el Joyce que dejamos abierto en la mesilla,
sobre la cruz de Malta  y sobre el lecho
flamígero del mundo. Y es hermoso,
a ratos es hermoso,
saberse derrotado de antemano.

3. Se nos acumulan los deberes. Los correos sin responder y las cartas que siempre prometemos, las que no se escriben nunca, las que se amasan con paz en la memoria y tardan nueve meses en llegar a destino y son igual que un parto de flores diferidas. Hoy le escribimos a un buen amigo. Uno de aquellos que decidió que ser artista era más fácil fuera, aunque a nosotras no nos conste que el exilio haga de nosotros mejores escritores, plásticos más profundos, pensadores más acerbos de este nudo gordiano de la God Particle, amantes más sutiles de esa forma que asedia o que redime la materia.

Paseando por el barrio de Son Bauló, en otro tiempo un arrabal deprimido, pensamos en esta falsa paz social que se emborracha en las tabernas, en nuestros sobrinos, que, antes de ser mocosos, son nihilistas, y en que, como en el Eclesiastés, hubo un tiempo para Dadá y un tiempo para hacer el pijo. Provocar era bello y era útil cuando Tristan Tzara llevaba en la mochila la Primera Guerra Mundial y el corazón de un niño que había bebido agua de rebeldía y estaba deseoso de partirle la cara al canon. Luego nacieron fuentes de los urinarios y le creció un mostacho a la Gioconda y el arte se rió de sí mismo hasta que corrió a refugiarse en los mismos museos que repudiaba, un poco histerizando el aliño y un poco con la gana, legítima, de cambiarlo todo.

Nosotras somos parte de esa fuerza que no lo cambiará todo. Pero siempre nos quedará el agua de las brújulas para encontrar la forma de cambiar de Norte. ¿Recordáis la Ley de Ohm? La intensidad de la corriente que
NO va a atravesarnos es igual al voltaje partido por la
RESISTENCIA                                                                                                                             

 © alonso y marful

(de la serie metáforas del centro © alonso y marful)