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© alonso y marful, opus nigrum, 2014 (in progress)

5 minutos de silencio

INSTRUCCIONES PARA LEER ESTA ENTRADA: guarde silencio durante 5 minutos. La escucha atenta le descubrirá que el silencio no existe y que, detrás del silencio, se oculta la procelosa y sublime sinfonía de un mundo músico.  Relájese y piense. A continuación, proceda a incluir los ruidos que se producen en su entorno entre las múltiples acepciones de la palabra “música”.


































(john cage)

Satie era un genio irreverente. Pianista de cabaret, dibujante de edificios imaginarios, coleccionista de paraguas, autor de piezas humorísticas para piano y de risueñas paradojas como las Memorias de un amnésico, su vida es una sucesión de actos de libertad que prefiguran el drástico borrón y cuenta nueva que, de la mano de Dada, daría un giro de ciento ochenta grados a la historia del arte. Cuando, en 1919, Satie conoce a Tristan Tzara y al puñado de iluminados que, encabezados por Marcel Duchamp, Francis Picabia, Man Ray o André Breton, amenizaban con sus soirées las calles y los locales  parisinos, ya ha rebasado el medio siglo, no obstante la madurez no había desgastado en él la hilarante lucidez con la que había amenizado sus piezas musicales,  salpicadas de instrucciones que, como en el caso de su Danse cuiraseé, indican al coreógrafo que mientras “la primera fila no se mueve” y “la segunda fila se queda quieta, los bailarines reciben un sablazo que les divide en dos la cabeza”.

Instrucciones escritas a beneficio de inventario, poco imaginaba el autor de las gimnopedias que, cuarenta años después, un antimúsico zen como John Cage habría de ejecutar, al pie de la letra, alguna de sus locas sugerencias. Corría el año 1963 cuando, respondiendo a los dictados de Satie, Cage decide afrontar la que bien podría considerarse como la primera performance de la historia, al interpretar 840  veces la pieza Vexations, un breve y aburrido puñado de compases que apenas ocupaba tres líneas. Entre los doce ejecutantes de la pieza se encontraba John Cale, cofundador de la Velvet Underground que amenizó con sus chirridos la factoría de Andy Warhol. Una de las lecciones de aquella ceremonia maratoniana consistía en apreciar la diferencia entre cada una de las 840 interpretaciones. Las aguas del río de Heráclito estaban en constante movimiento. No existía el facsímil perfecto. La noción de identidad se desvanecía en menudos diferenciales cuya singularidad parecía conferirles un resplandor metafísico.

Para entonces, John Cage ya era quien habría de ser y sus sesudos devaneos alrededor del silencio habían dado una vuelta al tópico de lo inefable. Dejando atrás las batallas del arte, tal como se había conocido hasta entonces, por hacer visible lo invisible, Cage animaba a su público a dar un paso atrás y a apreciar los infinitos sonidos que, al emanar de una realidad contemplada en una suerte de epojé fenomenológica, revelaban una variedad y riqueza  tan preñada de luces y de sentidos  como la más sublime de las sinfonías. Resucitaba, así, el gesto disolutorio de las vanguardias al descargar el martillo sobre las convenciones estéticas binarias que habían separado la música de lo que hasta entonces no lo había sido.

Las teorías de John Cage eran algo más que una bufonada. Eran el fruto seguro de una inmersión en el budismo que, hoy como ayer, nos invita a recobrar la pureza de la mirada,  a fijar la atención en el presente y a pararnos, eventualmente por primera vez, en el  esplendor magallánico de sus manifestaciones. Cage admiraba a Duchamp y proclamaba, como él,  la necesidad de resetear los programas cognitivos que habían educado la sensibilidad en una separación estricta entre el arte y la vida. El arte estaba en la vida. La vida era arte. El camino para todos los movimientos de sesgo conceptual estaba abierto y abierta, por lo tanto, la enorme brecha por la que habrían de colarse los aciertos y las boutades, los originales y las réplicas que en el día de hoy siguen llenando abundantemente los museos y las galerías.























(merce cunningham)

En 1948 Cage había hecho piña con Merce Cunnighan y, muerto Dada, y convertido el surrealismo en un cadáver exquisito, era el momento propicio para dar otra vuelta de tuerca a las marchitas convenciones del canon: una música sin armonía, con el clavijero del piano entorpecido por objetos metálicos y pedacitos de cuero y un baile sin argumento ni sintaxis.  Y, por supuesto, ni la menor relación entre la partitura y el movimiento. Ruidos y reacciones corporales producidas al albur del momento formaban parte del espectáculo. La paradoja entre la vida y el arte se había desvanecido entre los fosfenos de una razón estética trasnochada. Después de Autswitz, diría Adorno, un nuevo imperativo categórico emergía, como un mandato moral, de la conciencia ensangrentada: del  Holocausto en adelante el horizonte de la poesía aparecería como nublado por un negro pesimismo ontológico. La poesía ya no podía ser la misma.

A la altura de 1952, la composición de la pieza 4:33, en la que no había escrita ni una sola nota, fue el punto de cristalización del ideario de Cage, que, entretanto, había trabado amistad con Rauschenberg y Jaspers Johns. Ambos pintores, cada uno a su manera, daban un golpe de gracia al expresionismo de Pollock, recuperaban la herencia de Duchamp y empezaban a incorporar a sus lienzos todo tipo de objetos, introduciendo en la pintura el espesor matérico de la vida. El lugar de encuentro fue el  Black Mountain College, en Carolina del Norte, templo de la experimentación en el que se gestaron buena parte de las ideas que aún riegan profusamente las anquilosados arterias del universo artístico. Durante el verano de ese mismo año, Cage no sólo estrenó sus cuatro minutos y medio de silencio, sino que aprovechó la calurosa acogida del Mountain para organizar un batiburrillo de actuaciones simultáneas que llevaba por título Theatre Piece Nº 1. Mientras Rauschenberf pichaba discos de Edith Piaf y Merce Cunnnighan “bailaba”, el poeta experimental Charles Olson declamaba sus poemas, David Tudor “tocaba” el piano y el propio Cage disertaba acerca de la relación entre el budismo zen y su singular forma de entender la música. Se había convertido en el instigador del primer happening.  A partir de entonces, sería realmente difícil afianzar un criterio que separase el arte de las incidencias de la vida…

Por fin, la profecía se había consumado: en 1913-14 Duchamp había tirado  tres metros de hilo sobre tres tiras de tela de color azul Prusia y había confeccionado tres reglas de madera siguiendo sus sinuosidades. Un metro lineal había dejado de ser una medida científica vinculante para convertirse en una magnitud azarosa. El reinado del azar, que había inspirado el proyecto filosófico de John Cage,  alcanzaría, con el tiempo, a la indecisión cuántica en que habría de desenvolverse la ciencia misma. El movimiento acompasado del espacio-tiempo era, a partir de entonces, la única de las verdades a las que insoslayablemente estaría sometido el ser humano, devenido en artista de una poética tan extensa que no sólo incluía el objeto encontrado, sino la mirada que se arroja sobre el objeto, la mirada que mira a quien lo mira, la mirada que interpreta a quien mira mirar el objeto encontrado... El mundo entero es un happening

Libérate y escucha. Respira.

© alonso y marful





dispositivos de resistencia lírica / box of time nº1

Un dispositivo de resistencia es algo que se hace con una intención subversiva o antisistema y que, partiendo de esa base, convoca su inserción en un cierto contexto situacional que lo coloca del lado de la épica del disenso. Desafortunadamente, corren malos tiempos para el pensamiento crítico y nuestros cerebros procesan hora a hora muchas más conminaciones a la felicidad o al mito de la realización personal en píldoras de urgencia que invitaciones a una reflexión detenida y serena. Cada día recibimos millones de partículas de in/de/formación que confluyen en una masa indistinta de discursos simultáneos. En este contexto, resulta irónico que el discurso político haya intentado imponer a nuestras sociedades el irónico apellido “de la Información” o “del Conocimiento”. La sobreinformación de consumo, configurada en función de los intereses de los grupos de comunicación y de las expectativas de audiencia, no es más que un somnífero para amortiguar las conciencias. Más que nunca, la visualización del mundo como un entramado de relaciones financieras que se producen a años luz del espacio individual, hace que los horizontes virtuales de producción ideológica y revolucionaria se vean sometidos al efecto adormidera. La política se ha convertido en fumadora pasiva de una economía sin alma a cuyos flujos y reflujos el sujeto parece abandonado, como a los imperativos de una ley irrevocable.

La analgesia política y moral, la soledad, el aislamiento digital en un mundo donde la práctica indistinción entre identidades y avatares funciona como un mecanismo de desrealización psicotizante, no contribuyen a generar escenarios de reanimación a macroescala. Las operaciones de disrupción de la maquinaria se producen, cada vez más, en espacios asociativos e incluso en el discurso individual, que goza, por fortuna, de muchas posibilidades de capilarización y de adhesión de sensibilidades, por más que todos naveguemos en una confusa red de redes.

En este contexto, queremos manifestar nuestro interés en producir dispositivos de resistencia lírica que, desde la soledad de la creación, intentan tender puentes de reflexión y diseñar operaciones de cocreación en malla que nos permitan compartir emociones, sumar subjetividades y, eventualmente, reunir a un conjunto de coautores con el objeto de desarrollar un proyecto colectivo que dé lugar a una lírica expandida. Es el caso del proyecto interactivo Memorial del Agua al que todos estáis convocados.

Los dispositivos de resistencia lírica están diseñados sobre líneas conceptuales muy simples y de escala muy íntima, es decir, que, como el propio acto de enunciación lírica, como el poema, son iconos de la irrelevancia del sujeto y, también, de su propia irrelevancia. Ejecutados en torno a una imagen o a un elemento rector (el agua, el tiempo, la mirada...) buscan el descenso deliberado a ese sustrato antropológico que en el mejor de los casos nos revela y nos hermana. Equivalen a actos de protesta del tipo de los que se producen cotidianamente en la conciencia de aspirar a la calidez del contagio, a la conversación desnuda o al abrazo desprovisto de palabras. Se oponen, nos oponemos, a la hipnosis inducida por la retórica política, a todos los rostros y las máscaras de la desigualdad, a la estandarización de las identidades según modelos de homologación mediática, a la analgesia moral y a la desintegración paulatina de los horizontes de producción del discurso revolucionario, a la nueva teología del capital, a las rutinas alienantes del meritaje profesional y el sub/des/empleo, a la muerte del espíritu cualquiera que sea la acepción que se otorgue a la palabra, a la tiranía de la muerte… Somos físicas. Somos metafísicas.

¿Quién ha dicho que la guerrilla no pueda ser melancólica? Hoy os presentamos uno de los dispositivos de resistencia lírica de la serie Boxes of Time. Cada box contiene 15 minutos y 1 metáfora. Toda metáfora es una revelación.



Box of Time nº 1
Atardecer del 12 de enero de 2012
Coordenadas geográficas: 39º 45´ 49" N  3º 9´ 13" E

Box of time nº 1 es un plano secuencia grabado con un iphone4. Una mujer hace un pozo para recoger el agua del mar. Lleva en la mano una ampolla de vidrio con dos orificios. La recogida del agua se realiza por el orificio superior y su vertido por el inferior durante una serie de veces virtualmente interminable. De manera aparentemente fortuita, en cierto momento la luna parece entrar en la ampolla. Ese instante de iluminación únicamente es visible para quien la mira. Ella se entrega sumisa a la circularidad del rito mientras cae la noche.

© alonso y marful

la partícula de Dios y el niño que bebió agua de brújula


















(de la serie metáforas del centro © alonso y marful)

1.  La partícula de Dios. Me paro en el oxímoron. Esta frase que reúne las dos infinitudes y que parece brillar sobre la sábana en calma del océano, como si un calígrafo descomunal, demiúrgico, anotara en el agua los signos de un misterio. Quedan atrás las saturnales navideñas y nos parece que Roma ha vuelto a rodearnos, con las torpes piruetas de un sol invicto que renace sin fe en los menguados ajuares del pensionista. La isla se mueve, aunque no lo parezca. Rota y se traslada y, cada uno en su escala, nos recuerda ese bosón de Higgs en cuya búsqueda intentamos repetir ese instante augural en que Dios hizo existir la masa y la gravedad. Lo que somos. La gravedad que impone esta torpe materia.

Hace unos años, Oriana Fallaci se quejaba de que tendamos a imaginarnos a Dios como un ser antropomórfico y, más concretamente, como un señor de barba. Y proponía imaginarlo como una chica guapa. A nosotras las anatomías metafísicas nos parecen otra contradicción en los términos y, si acaso, y siempre con la debida prudencia, nos habría gustado acercarnos a esas manos de sombra iluminada que pusieron en marcha el baile de los astros. Hoy está prohibido preguntarse por qué. Hoy nos colgamos del frontispicio que Antonio Gamoneda ha escrito para ese libro tan bello de Julio Mas Alcaraz, El niño que bebió agua de brújula. Dice Gamoneda que
“no puede morir quien no ha nacido.
Posiblemente
esta sería la forma  más perfecta de inexistencia, pero dicen
que sí, que hemos nacido, y que accidentalmente permanecemos
un tiempo ejercitándonos en el vértigo y el llanto
para nada. Para nada. Esto está claro ya que nuestra finalidad no
es otra que morir, pero permanecemos, obstinadamente
permanecemos sin sentido ni causa
rodeados de combustibles verdes y de minerales silenciosos.”


















(de la serie metáforas del centro © alonso y marful)

2. El silencio eterno de los espacios infinitos aterraba a Pascal. Bajo el manto sereno de la tarde, reparamos en cuánto le habría gustado al buen Blaise especular a sus anchas con el bosón de Higgs, más que nada porque es la única pieza que falta para completar el puzzle que nos permitiría acercarnos a lo que pasó en ese instante en que el estallido del Big Bang inició la diáspora inextricable del espacio y el tiempo. Concebir el mundo como una diáspora no está lejos de los modelos cosmológicos actuales, que plantean un universo que se aleja de sí mismo a velocidades inconcebibles, un poco como nosotros, sólo que nosotros nos alejamos de nuestro propio corazón con la perpleja lentitud  de las tortugas.

Hoy hace unas tres semanas que inauguramos nuestra serie "metáforas del centro" y el proyecto evoluciona con nosotras y ahora se convierte en esa pieza de un puzzle que planea sobre una sopa cósmica. Este cuaderno está hecho de mar y de preguntas. Del mar que arrecia y empapa las preguntas y las deja a la orilla, como la dulce broza
que abandona y
llueve
eterna
mente llueve
sobre el Joyce que dejamos abierto en la mesilla,
sobre la cruz de Malta  y sobre el lecho
flamígero del mundo. Y es hermoso,
a ratos es hermoso,
saberse derrotado de antemano.

3. Se nos acumulan los deberes. Los correos sin responder y las cartas que siempre prometemos, las que no se escriben nunca, las que se amasan con paz en la memoria y tardan nueve meses en llegar a destino y son igual que un parto de flores diferidas. Hoy le escribimos a un buen amigo. Uno de aquellos que decidió que ser artista era más fácil fuera, aunque a nosotras no nos conste que el exilio haga de nosotros mejores escritores, plásticos más profundos, pensadores más acerbos de este nudo gordiano de la God Particle, amantes más sutiles de esa forma que asedia o que redime la materia.

Paseando por el barrio de Son Bauló, en otro tiempo un arrabal deprimido, pensamos en esta falsa paz social que se emborracha en las tabernas, en nuestros sobrinos, que, antes de ser mocosos, son nihilistas, y en que, como en el Eclesiastés, hubo un tiempo para Dadá y un tiempo para hacer el pijo. Provocar era bello y era útil cuando Tristan Tzara llevaba en la mochila la Primera Guerra Mundial y el corazón de un niño que había bebido agua de rebeldía y estaba deseoso de partirle la cara al canon. Luego nacieron fuentes de los urinarios y le creció un mostacho a la Gioconda y el arte se rió de sí mismo hasta que corrió a refugiarse en los mismos museos que repudiaba, un poco histerizando el aliño y un poco con la gana, legítima, de cambiarlo todo.

Nosotras somos parte de esa fuerza que no lo cambiará todo. Pero siempre nos quedará el agua de las brújulas para encontrar la forma de cambiar de Norte. ¿Recordáis la Ley de Ohm? La intensidad de la corriente que
NO va a atravesarnos es igual al voltaje partido por la
RESISTENCIA                                                                                                                             

 © alonso y marful

(de la serie metáforas del centro © alonso y marful)

Andy Warhol y las cápsulas del tiempo























 (andy warhol) 

Hay
días en que parece que todas las cosas se aliaran en un temblor unívoco, como si fuesen cómplices de una ceremonia secreta a la que también nosotros hemos sido convocados, sólo que no sabemos en qué consiste esa complicidad. A mí suele ocurrírseme que la complicidad por antonomasia, la que todos los seres compartimos,  no es otra que la del río que somos y que nos arrebata, como dijo Borges recordando los versos de Heráclito. Si nosotras coleccionamos agua no es porque hayamos tenido una ocurrencia. Llevar adelante los proyectos cuesta trabajo y trabajar cansa, como dijo Calvino, y no, no tiene alas, como quiso Cernuda en un ataque de optimismo impropio de un poeta como él, que tiene un jaretón de plomo en la túnica del verso y conoce la secreta simetría que existe entre la eterna caída de las almas y la fuerza ineluctable de la gravitación universal.

Si juntamos agua  es porque el agua es una metáfora del  fluir del tiempo y nada más apropiado para simbolizar su detención que ese dispositivo de resistencia lírica que consiste en atrapar diez centímetros cúbicos de su curso en un tubito de cristal. Cada tubito de cristal del Memorial del Agua es, en realidad, una capsula de tiempo. Transparencia muda de Cronos encarnado en un río que siempre es el Leteo, por más que despliegue sus arterias en un nomenclátor tan bello que dan ganas de escribirlo a mano.  Leteo, en griego, significa “olvido”, porque sus aguas hacían olvidar a quienes llegaban al Hades que dejaban atrás una existencia terrestre, quizá la clepsidra azul del oleaje, la umbría de una higuera o el escudo de un pecho curtido por el sol.

Las cápsulas de tiempo son tan antiguas como el mundo y su propósito no es otro que preservar nuestra historia del implacable olvido. En el poema de Gilgamesh se habla de una piedra de lapislázuli enterrada a buen recaudo en algún lugar de la ciudad de Uruk y en la que estaría grabada la historia del rey “que vio lo más profundo”. La cámara funeraria de Tutankamon, descubierta en el Valle de los Reyes en 1922, albergaba miles de objetos a partir de los cuales hemos podido acercarnos a la vida de un joven que reinó hace más de 3000 años. Y no anda errado el articulista anónimo de la wiki cuando escribe que la ciudad de Pompeya,  congelada por la lava del Vesubio en un instante de una sinceridad aterradora, es la mejor y más involuntaria cápsula del tiempo que quepa imaginar. Metidos en la harina de la historia reciente,  hay un puñado de cápsulas del tiempo que merecen la memoria de estas líneas. La cápsula creada por Westinghouse para la Exposición Universal de Nueva York en 1939 contiene mensajes de Einstein y de Thomas Mann y está enterrada a 16 metros de profundidad en el Parque de Flushing Meadows. Los mensajes hablan de la guerra. Teñidos de estupor antropológico desconfían con razón de que dentro de 5000 años (6939) el corazón belicoso de la especie haya logrado sobreponerse a la fascinación de Thanathos. La Cripta de la Civilización, enterrada en los sótanos de la Universidad Oglethorpe en 1940, recogía una amplísima muestra de lo que fue la cultura americana entre los años 1900 y 1930 y rogaba a los posibles asaltantes que preservaran la bóveda acorazada hasta el año 8113. Dentro de sesenta siglos, la voz de Popeye o la Hitler, obligadas a embarcarse juntas en el río de la historia,  al lado del Corán o de la Biblia, no serán más que testimonios remotos de una cultura que fascinará la imaginación de los crononautas que, para entonces, quizá podrán plantarse por aquí y enredar con las paradojas del espacio-tiempo. Por cierto que seguro que nosotros continuaremos paseándonos por estos mismos pagos, archivados como un romántico holograma fluyente de un pasado eterno.

También la sede del Instituto Cervantes, en la madrileña calle de Alcalá, tiene una cápsula del tiempo que, en coherencia con la institución, se llama Caja de las Letras, y que, antes de convertirse en el lírico testaferro de Francisco Ayala o de Antonio Gamoneda,  había sido una caja de caudales del Banco Central.
  
Más próximo a las manías del nostálgico que al del recolector de la memoria, Andy Warhol se paso más de veinte años coleccionando “detritus cotidianos” de su vida en cajas de cartón. Lo efímero del embalaje, que envuelve un sinfín de dibujos, entradas para conciertos, incluso “ropa de la madre de Andy Warhol”, se nos ocurren hoy como la obra más rematadamente conceptual de este artista del hambre metafísica que sólo quiso codearse con las celebridadades porque sabía perfectamente que una caja de detergente Brillo no es menos opaca ni menos biodegradable que la más rutilante y efímera celebridad. Entre 1964 y 1987, Warhol fue llenando hasta 617 cajas, fundamentalmente de papeles y cachivaches que, por acumulación, han conseguido erigirse en la más melancólica de las cápsulas de tiempo jamás construidas. Índice exhaustivo de la vida de Andrew Warhola, en un tiempo en que la metonimia y el índex  parecen haberse elevado a los altares de una estética de la contigüidad que soporta la memoria del sujeto mediante el objeto parcial que lo fetichiza, las cajas de Warhol son una extensión embalada del alma warholiana. Fuera las filmaciones tediosamente interminables, los ready mades, las polaroids y las serigrafías. Este es, después de wáter de Duchamp,  el segundo gran superobjeto del arte del siglo XX. Aquel que alegoriza la vida a base de pegarse a sus pliegues hasta la más abyecta y humanísima exudación.

Que sean más de 600 no es lo de menos. Una caja no arma un río, ni mucho menos si ese río es el del Leteo de nuestra frágil memoria. El Leteo del arte puede pasarse con unas Meninas, con un escalope abierto en canal, si se lo pinta como Rembrandt, o, llegada la ocasión, con un wáter del revés, pero no con una sola caja.

600 cajas son un Warhol alternativo que se pasea tembloroso por la orilla del tiempo y sabe que ese río que somos y que nos arrebata no se llena con una foto de Marilyn sino con esa tediosa letanía de papeles que ocuparon nuestras horas y fueron recibos de hipotecas, y billetes de tren, y recortes de periódico, y noches de hotel, y cartas de un amor inmarcesible y azul como este mar que hoy  se mece en un temblor extraño, como  si un comisario fabuloso hubiera decidido inventariar las olas, esta arena mojada, este fragor,  y enviar al futuro el oro de la tarde en la más prodigiosa de todas las cápsulas del tiempo.

© alonso y marful


la vida secreta de una artista 10 / día internacional del emigrante























 (corriente alterna © alonso y marful) 

1. Últimamente muchos de nuestros proyectos se acercan cada vez más a algo que hace tiempo que, para entendernos, llamamos “arte íntimo”.  Curvas procesuales de mínimo impacto visual y de intensa actividad imaginaria. Se diría que la obra tiene lugar en el flujo emocional que la impregna y que, finalmente, consigue adherirse a algún objeto. A menudo tan efímero como un recitado o como una fotografía impresa sobre papel ecológico y abandonada luego en el pinar de la Albufera. Estación Términi. Obra cuyo sentido se solapa con el sentido de la vida: tiempo y disolución.

El “arte íntimo” está hecho con la condición expresa de que no dejará el menor testimonio de su existencia. Es pequeño, casi invisible, dulcemente fungible y manipulable. Se parece a la mayor parte de la infortunada humanidad.

2. Nos unimos a los actos programados por la artista conceptual cubana Tania Bruguera, fundadora de un movimiento sociopolítico auspiciado por Creative Time y el Museo de Arte de Queens y llamado Movimiento Inmigrante Internacional. Ideamos un pequeño dispositivo de resistencia lírica y lo incluimos en el mapa, entre casi dos centenares de acciones solidarias repartidas por el mundo. Se trata de una lectura simultánea de un folleto de una agencia de viajes y una noticia donde se da cuenta de la muerte de 25 inmigrantes. Se titula corriente alterna. Son cinco minutos de audio sin otra pretensión que desvelar la perversa sintaxis de los media.

http://www.goear.com/listen/9c73feb/corriente-alterna-alonso-y-marful

A lo largo de la semana formulamos 500 deseos y los imprimimos sobre papel reciclado. Esta mañana, finalmente, de forma más o menos coordinada con los actos de protesta convocados por el Movimiento en New York, ensartamos cada uno de los deseos en una hoja de hiedra y los llevamos a la playa. Deseos que avanzan mar adentro unos cien metros y que dejamos ahí, esperando que el agua los arrastre hasta la costa. Horas más tarde recorremos la orilla con la intención de rescatar del naufragio algunos de nuestros deseos. Medimos el mar. Parecemos salidas de un libro de Baricco.  Nos gustaría salir de una epopeya de Brecht: “en política no hay mucha alternativa, o se es sujeto o se es objeto.” De más está decir lo que el poder prefiere, cualquiera que sea la forma de poder.

Muy cerca del pantalán aparecen algunos de los deseos. Desplegados, rotos, casi ilegibles. Metáforas de fracturas y discontinuidad. Algunos permanecen aún a bordo de la hoja en la que han surcado este mar. Eternamente el mar.

Por los tambores de África, por la luna

Nupcial de [ilegible] y por [ilegible]

Por la estampa denuda y [ilegible] de sangre

Por el florin satisfecho en las aduanas

Y la alternancia azul de [ilegible]

Para  [ilegible] Ayo y Andwele.

© alonso y marful

la vida secreta de una artista 9 / corriente de conciencia
































 (el alma de las palabras (blanco) 2009, jaume plensa)

10h. de la mañana
Hace viento en la isla. La cruz donde tenemos montada nuestra pequeña vía dolorosa  se ha caído con un empellón de viento y yace ahora tumbada sobre el suelo. Mojada, vagamente inerme. Más tarde la levantaremos e intentaremos llevarla a la bodega. Encontrará en ella una intimidad que no le ha concedido esta intemperie límpida de la isla, el asedio implacable de la luz que escruta los rincones y me obliga a entornar las persianas buscando la indulgencia feliz de la penumbra.  Esa imagen de la cruz posada en la bodega trae a mi recuerdo nuestros juegos de adolescentes, cuando coleccionábamos imágenes de la prensa mística. La boca arrobada de algún santo bebiendo “de la interior bodega” de Cristo, la llaga que llamea en el costado, rociada con vinagre.  Mi corazón navega silencioso mientras las horas ven pasar las rutinas de un estudio que se esmera en mantener en orden la correspondencia.  La burocracia que rodea al Memorial del Agua circula con cierta fluidez en varios idiomas intentando vadear fronteras geográficas, fronteras administrativas, los corazones parapetados como fronteras.
A ratos me invade una sorda impotencia ante el silencio de un mundo moralmente anestesiado. A ratos me refugio en los acordes de Satie o de Ludovico Einaudi. Los proyectos parecen ir apilándose, uno por uno, como siguiendo el dictado de una armonía secreta. Escribimos sobre el Memorial del Agua, que va perdiendo la rigidez de los primeros mensajes y va sedimentando en una sustancia espiritual que será, a partir de ahora, la que marque su ritmo y su cadencia.  
L’eau est l’origine de la vie. Depuis les primitives cosmogonies, dans lesquelles elle a un rôle fondamental, l’eau fut reconne comme un élement revêtu d’ un gran symbolisme antropologique et culturel. Eau de la vie qui est presente dans les rites des différentes religions, son protagonisme dans l’histoire de l’art est constant, depuis les premiers répertoires iconographiques jusqu’aux dernières tendances de l’art contemporain.
Dans notre projet, le leit motiv de l’eau adquiert une articulation estétique totalment inédite. Elle souligne sa relation avec  notre matière première et celle de notre planète, qui propose un jeu de correspondances alégoriques dirigées à remarquer  une position holistique. Réunir de l’eau de chaque coin du monde au sein d’ une colection destinée à confluer dans un même récipient (la Bouteille de toutes les Eaux) c’est instaurer une puissante métaphore d’unité et d’ unión. L’eau recupérera, ainsi, son éternel symbolisme de vie, de solidarité, de pureté, de connexión mystique, de transformation spirituelle et de croissance. (fragmento de carta enviada esta mañana a la delegación de la ONU en Ginebra).
Hemos abierto una cuenta en facebook que alimentamos con una improvisada colección de agua y arte, no obstante nos damos cuenta de lo lejos que se ha ido el arte contemporáneo. Ayer colgamos la Crown Fountain,  de Jaume Plensa,  y  no parece que nadie sienta en ella las metáforas acerca de la filosofía del giro lingüístico y las soberbias alegorías acerca de la constitución retórica de la realidad que nos envuelve y nos asedia. No son muchos los que son capaces de emocionarse con las circunvoluciones de un metadiscurso. Plensa lo sabe. De ahí la obra, la caricia sensual, de tantos otros Plensa, la subyugante dulzura de formas y colores, las hiladas de letras derramadas sobre los rostros del Otro, el extranjero, el paria, el anciano, el enfermo. Si el arte no se siente, hay que dejarlo. Abriremos miles de gavetas, cementerios de artefactos incapaces de hablar el lenguaje de una estética que, como quiso Kafka, ha de darnos un hachazo en el cráneo para permitirnos mirar, por la fisura, algo que ingorábamos de nuestra propia esencia.
La pertinencia del viejo adagio sigue siendo plena: si no puedes olvidarlo, es arte. Abandonamos, por hoy, la tentación de hablar acerca de una modelización secundaria en las obras donde el bucle de la inteligibilidad parece volver sobre sí mismo con una intención icónica. Las palabras componen, efectivamente, el orden simbólico que, al plegarse sobre el imaginario, actúa sobre él igual que un molde que hace fraguar nuestros ideales, sueños, aspiraciones, opiniones, repulsas… Los tiranemas de las palabras juventud, delgadez, glamour, fuerza, control, equilibrio, dinero…  van tejiendo una malla de significantes-maestros que se diseminan como un cáncer, generando, aquí y allá, metástasis ideológicas de una cultura del malestar para la que nuestro estar ha de ser un estado de indigencia técnica. El mercado es el subrogado postmetafísico de la dynamis divina, y, muerto Dios, ya no se nos convoca al templo sino a la mezquita laica del centro comercial, nuevo axis mundi del animal deseante, máquina de consumo en cuya espiral de instisfacción se basa el movimiento de la rueda… Y aún así… “Cuando la rueda del dharma pase por Wall Street ensilla tus caballos, querida Jean, es hora de cambiarse de planeta."  Stop, pues.  Let´s change the subject. Nos refugiamos en los ritos primordiales. Concebimos metáforas de agua y solidaridad que son operativos de resistencia lírica y que, como tales operativos de resistencia lírica,  deben medir los tiempos en que la poesía de los flujos primordiales, arborescencias hermanas del agua, la sangre y el aire, ríos, arterias, bronquios, fisiología desnuda de la vida, alcancen a
ese otro autor que eres tú,
hermano que te conectas a la red desde las altas secuoyas de Valdivia,
desde la luna tórrida de Itahue
desde el fragor azul de todos los océanos,
a ti, que debes recoger el agua con nosotras, iniciar con nosotras una oración circular como el planeta, asumir tu papel de autor y de re-autor porque ninguna revolución se ha hecho con un sólo par de manos.
No reclamamos para nosotras, nunca lo hemos hecho, la impecable sutura de la lógica, la rigidez que anuda las teorías, las homilías, los mítines o los sistemas. Dadnos un margen de libertad y haremos del mundo una jerga habitable, un don, un plano americano sobre
un pecho sin nombre ni adjetivos
un corazón conectado a las mareas.

6h. de la tarde
Estoy leyendo a Penrose. Leyendo a ráfagas, creando intermitencias que me llevan de Penrose a Pizarnik y de Pizarnik al Astavakra Gîtâ. Buscando la repristinación de un sonido que nada signifique. Un sarpullido aleatorio sobre la página en blanco. Un balbuceo. Un eco que idealmente pudiera ser desligado de toda interpretación, incluida la sobreinterpretación paranoide de cuáles son las razones que nos hacen perseguir la utopía de la abolición del sentido, el retorno a un protolenguaje evoadánico. Jugar con las palabras.

Puede parecer curioso
soñar (bien o mal) es insípido
sólo un dibujo, una grieta en un muro
cualquier momento de vigilia o insomnio
es un movimiento de Poincaré
algo en el viento, un sabor amargo
X me decía
las líneas–de-universo de los fotones
no el poema de tu ausencia
para poder extenuarlo, eximirlo.

Y para ti, lector, mon semblable, mon frère,
un sínodo de nombres y el osario
febril de la aduanas
que recorren el mar
en esta noche inmensa de las islas.

© alonso y marful

animula, vagula, blandula / disparar contra la muerte

(Jesús Lizano, de la serie palabras para un rostro © alonso y marful)

 "Animula, vagula, blandula..."
Poema fúnebre del emperador Adriano

Desde el instante mismo en que sus rasgos empiezan a prefigurarse, en el seno materno, todo rostro ha iniciado su viaje hacia la muerte. Entre ambos momentos, una sucesión de mutaciones, en ocasiones drásticas, como cuando somos víctimas de una enfermedad, un accidente o una emoción devastadoramente intensa, pero en general imperceptibles, van  tallando en la carne la historia de una vida. Testigo del tiempo, de su avance implacable, de su firme y pausada condición de escultor, como apuntaba con acierto Marguerite Yourcenar, la materialidad del rostro fluye hacia adelante en un despliegue infinito de apariencias. Sorprenderlo en un punto, entre la apertura y el cierre de un diafragma que nos permitirá fijarlo en el éxtasis de una fulguración irrepetible, es como mojar las manos en el curso de un río. Abismarse en el contacto de un fragmento del que, sin embargo, nos gustaría extraer una dimensión más amplia, recabar en la presencia muda ese plus de significatividad que hará de nuestra fotografía no ya una reproducción mecánica del rostro, sino un cierto salvoconducto, una llave, una linterna, una ruta de acceso o una barca que nos permita adentrarnos en las aguas de la interioridad.

Todo fotógrafo, toda fotógrafa, son como niños que se adentran desnudos en el caudal de un río en el que, como dijo Heráclito, las aguas cambian sin repetirse nunca. Cambian las aguas y el fotógrafo, o la fotógrafa, se cuelgan sus pertrechos, sus redes de cristal, e intentan atrapar el pez del alma, pero el pez del alma, si es que existe, casi siempre corre a esconderse entre las piedras de la timidez, o bajo un gesto teatral que lo cobija como cobija a las truchas el perejil de las riberas. Retratar es un arte difícil y suele suceder que en lugar de atrapar el pez, o el personaje, una tiene que conformarse con levantar acta de que, como dice Cristina Peri Rossi,  el pez “estuvo allí”, haciéndonos carantoñas desde la casa de un ser cuya casa, diga Heidegger lo que diga,  no es el lenguaje. Porque ni las palabras ni las fotografías pueden dar cuenta de todo lo que huye. Si acaso de esa acuidad fluyente, de ese rostro que se atreve a mirarnos a los ojos y a estampar en los sensores de nuestras cámaras un trazo pasajero, como escrito en el agua.

Ningún epitafio más certero que el que el poeta John Keats redactó para su tumba: Here lies one whose name was griten in water, lo que sin duda vale también para las fugaces apariencias que envolvieron su imagen. Muchos siglos antes, emperador Marco Aurelio le había dado la razón al escribir: “Muy pronto no seré más que un nombre.” Y, sin embargo, ¡cuánto amamos los nombres y las imágenes! De qué modo nos aprovisionamos de nombres y de imágenes y los guardamos, con cándida avaricia, en las maletas de un corazón que late apresurado hacia la muerte.

Creo que no hay un solo fotógrafo que, ante la imagen de su modelo, no haya sentido el espesor que se esconde detrás de una efigie pasajera. Ni uno solo que, aunque el retrato resulte por ambas partes convincente, no sienta la melancolía que exuda toda imagen de un rostro humano, su invitación a internarse entre los pliegues de un aroma que perdura en el aire, aun extinto, o de una voz que se deja escuchar, dulcemente inaudible, más allá del mutismo en que se encuentra sumido quien, si ayer era el sujeto de la toma, ha devenido para siempre en objeto pasivo de mi contemplación.  Ni uno solo, al fin, que no dispare su cámara contra la muerte. Y, aunque es bien cierto que no conseguirá aniquilarla, en sus manos está, como bien dice Barthes, “el retorno de lo muerto”. Esta posición, que es, sin lugar a dudas, una posición moral, invita al Otro a adoptar una posición dialéctica, a dejarse llevar a través de esa lente que deberá restituirle  su imagen mediante una especularidad que, como el propio sujeto, pertenece únicamente al orden de lo imaginario. Quizá por eso cuando un hombre, una mujer, se enfrentan a una cámara, componen su imagen en función de un narcisismo oscuramente póstumo, oscuramente imaginan que retornan, la forma en que les gustaría retornar…

Nos lo decía Antonio Muñoz Molina, sentado en el sofá de su casa con ese gesto de tímido irredento que no sé si nuestras humildes fotografías han sabido arrancar de entre la niebla del tiempo: “la fotografía es un arte funeral”. Y miraba a la cámara, con los ojos quién sabe si abroquelados tras las gafas de pasta. Y en su boca había ese gesto del que huye riendo, como las truchas, sabiendo que nuestras pobres cámaras nunca podrían levantar el velo que esconde lo inasible, ese velo de piedras y de raíces que se remontan calladas hacia la  noche lenta de la especie, las ramas del alerce, del aliso, el alfabeto ignorado de los árboles con que nuestros antepasados se escribían versos que iban de un lado a otro, mecidos por el viento o escribiendo en el agua los nombres y los rostros que juegan a mostrarse para esconderse luego bajo el perejil de las riberas.


[© alonso y marful / el instante eterno / palabras para un rostro]