"Animula, vagula, blandula..."
Poema fúnebre del emperador Adriano
Desde el instante mismo en que sus rasgos empiezan a prefigurarse, en el seno materno, todo rostro ha iniciado su viaje hacia la muerte. Entre ambos momentos, una sucesión de mutaciones, en ocasiones drásticas, como cuando somos víctimas de una enfermedad, un accidente o una emoción devastadoramente intensa, pero en general imperceptibles, van tallando en la carne la historia de una vida. Testigo del tiempo, de su avance implacable, de su firme y pausada condición de escultor, como apuntaba con acierto Marguerite Yourcenar, la materialidad del rostro fluye hacia adelante en un despliegue infinito de apariencias. Sorprenderlo en un punto, entre la apertura y el cierre de un diafragma que nos permitirá fijarlo en el éxtasis de una fulguración irrepetible, es como mojar las manos en el curso de un río. Abismarse en el contacto de un fragmento del que, sin embargo, nos gustaría extraer una dimensión más amplia, recabar en la presencia muda ese plus de significatividad que hará de nuestra fotografía no ya una reproducción mecánica del rostro, sino un cierto salvoconducto, una llave, una linterna, una ruta de acceso o una barca que nos permita adentrarnos en las aguas de la interioridad.
Todo fotógrafo, toda fotógrafa, son como niños que se adentran desnudos en el caudal de un río en el que, como dijo Heráclito, las aguas cambian sin repetirse nunca. Cambian las aguas y el fotógrafo, o la fotógrafa, se cuelgan sus pertrechos, sus redes de cristal, e intentan atrapar el pez del alma, pero el pez del alma, si es que existe, casi siempre corre a esconderse entre las piedras de la timidez, o bajo un gesto teatral que lo cobija como cobija a las truchas el perejil de las riberas. Retratar es un arte difícil y suele suceder que en lugar de atrapar el pez, o el personaje, una tiene que conformarse con levantar acta de que, como dice Cristina Peri Rossi, el pez “estuvo allí”, haciéndonos carantoñas desde la casa de un ser cuya casa, diga Heidegger lo que diga, no es el lenguaje. Porque ni las palabras ni las fotografías pueden dar cuenta de todo lo que huye. Si acaso de esa acuidad fluyente, de ese rostro que se atreve a mirarnos a los ojos y a estampar en los sensores de nuestras cámaras un trazo pasajero, como escrito en el agua.
Ningún epitafio más certero que el que el poeta John Keats redactó para su tumba: Here lies one whose name was griten in water, lo que sin duda vale también para las fugaces apariencias que envolvieron su imagen. Muchos siglos antes, emperador Marco Aurelio le había dado la razón al escribir: “Muy pronto no seré más que un nombre.” Y, sin embargo, ¡cuánto amamos los nombres y las imágenes! De qué modo nos aprovisionamos de nombres y de imágenes y los guardamos, con cándida avaricia, en las maletas de un corazón que late apresurado hacia la muerte.
Creo que no hay un solo fotógrafo que, ante la imagen de su modelo, no haya sentido el espesor que se esconde detrás de una efigie pasajera. Ni uno solo que, aunque el retrato resulte por ambas partes convincente, no sienta la melancolía que exuda toda imagen de un rostro humano, su invitación a internarse entre los pliegues de un aroma que perdura en el aire, aun extinto, o de una voz que se deja escuchar, dulcemente inaudible, más allá del mutismo en que se encuentra sumido quien, si ayer era el sujeto de la toma, ha devenido para siempre en objeto pasivo de mi contemplación. Ni uno solo, al fin, que no dispare su cámara contra la muerte. Y, aunque es bien cierto que no conseguirá aniquilarla, en sus manos está, como bien dice Barthes, “el retorno de lo muerto”. Esta posición, que es, sin lugar a dudas, una posición moral, invita al Otro a adoptar una posición dialéctica, a dejarse llevar a través de esa lente que deberá restituirle su imagen mediante una especularidad que, como el propio sujeto, pertenece únicamente al orden de lo imaginario. Quizá por eso cuando un hombre, una mujer, se enfrentan a una cámara, componen su imagen en función de un narcisismo oscuramente póstumo, oscuramente imaginan que retornan, la forma en que les gustaría retornar…
Nos lo decía Antonio Muñoz Molina, sentado en el sofá de su casa con ese gesto de tímido irredento que no sé si nuestras humildes fotografías han sabido arrancar de entre la niebla del tiempo: “la fotografía es un arte funeral”. Y miraba a la cámara, con los ojos quién sabe si abroquelados tras las gafas de pasta. Y en su boca había ese gesto del que huye riendo, como las truchas, sabiendo que nuestras pobres cámaras nunca podrían levantar el velo que esconde lo inasible, ese velo de piedras y de raíces que se remontan calladas hacia la noche lenta de la especie, las ramas del alerce, del aliso, el alfabeto ignorado de los árboles con que nuestros antepasados se escribían versos que iban de un lado a otro, mecidos por el viento o escribiendo en el agua los nombres y los rostros que juegan a mostrarse para esconderse luego bajo el perejil de las riberas.
[© alonso y marful / el instante eterno / palabras para un rostro]
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