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© alonso y marful, opus nigrum, 2014 (in progress)

Andy Warhol y las cápsulas del tiempo























 (andy warhol) 

Hay
días en que parece que todas las cosas se aliaran en un temblor unívoco, como si fuesen cómplices de una ceremonia secreta a la que también nosotros hemos sido convocados, sólo que no sabemos en qué consiste esa complicidad. A mí suele ocurrírseme que la complicidad por antonomasia, la que todos los seres compartimos,  no es otra que la del río que somos y que nos arrebata, como dijo Borges recordando los versos de Heráclito. Si nosotras coleccionamos agua no es porque hayamos tenido una ocurrencia. Llevar adelante los proyectos cuesta trabajo y trabajar cansa, como dijo Calvino, y no, no tiene alas, como quiso Cernuda en un ataque de optimismo impropio de un poeta como él, que tiene un jaretón de plomo en la túnica del verso y conoce la secreta simetría que existe entre la eterna caída de las almas y la fuerza ineluctable de la gravitación universal.

Si juntamos agua  es porque el agua es una metáfora del  fluir del tiempo y nada más apropiado para simbolizar su detención que ese dispositivo de resistencia lírica que consiste en atrapar diez centímetros cúbicos de su curso en un tubito de cristal. Cada tubito de cristal del Memorial del Agua es, en realidad, una capsula de tiempo. Transparencia muda de Cronos encarnado en un río que siempre es el Leteo, por más que despliegue sus arterias en un nomenclátor tan bello que dan ganas de escribirlo a mano.  Leteo, en griego, significa “olvido”, porque sus aguas hacían olvidar a quienes llegaban al Hades que dejaban atrás una existencia terrestre, quizá la clepsidra azul del oleaje, la umbría de una higuera o el escudo de un pecho curtido por el sol.

Las cápsulas de tiempo son tan antiguas como el mundo y su propósito no es otro que preservar nuestra historia del implacable olvido. En el poema de Gilgamesh se habla de una piedra de lapislázuli enterrada a buen recaudo en algún lugar de la ciudad de Uruk y en la que estaría grabada la historia del rey “que vio lo más profundo”. La cámara funeraria de Tutankamon, descubierta en el Valle de los Reyes en 1922, albergaba miles de objetos a partir de los cuales hemos podido acercarnos a la vida de un joven que reinó hace más de 3000 años. Y no anda errado el articulista anónimo de la wiki cuando escribe que la ciudad de Pompeya,  congelada por la lava del Vesubio en un instante de una sinceridad aterradora, es la mejor y más involuntaria cápsula del tiempo que quepa imaginar. Metidos en la harina de la historia reciente,  hay un puñado de cápsulas del tiempo que merecen la memoria de estas líneas. La cápsula creada por Westinghouse para la Exposición Universal de Nueva York en 1939 contiene mensajes de Einstein y de Thomas Mann y está enterrada a 16 metros de profundidad en el Parque de Flushing Meadows. Los mensajes hablan de la guerra. Teñidos de estupor antropológico desconfían con razón de que dentro de 5000 años (6939) el corazón belicoso de la especie haya logrado sobreponerse a la fascinación de Thanathos. La Cripta de la Civilización, enterrada en los sótanos de la Universidad Oglethorpe en 1940, recogía una amplísima muestra de lo que fue la cultura americana entre los años 1900 y 1930 y rogaba a los posibles asaltantes que preservaran la bóveda acorazada hasta el año 8113. Dentro de sesenta siglos, la voz de Popeye o la Hitler, obligadas a embarcarse juntas en el río de la historia,  al lado del Corán o de la Biblia, no serán más que testimonios remotos de una cultura que fascinará la imaginación de los crononautas que, para entonces, quizá podrán plantarse por aquí y enredar con las paradojas del espacio-tiempo. Por cierto que seguro que nosotros continuaremos paseándonos por estos mismos pagos, archivados como un romántico holograma fluyente de un pasado eterno.

También la sede del Instituto Cervantes, en la madrileña calle de Alcalá, tiene una cápsula del tiempo que, en coherencia con la institución, se llama Caja de las Letras, y que, antes de convertirse en el lírico testaferro de Francisco Ayala o de Antonio Gamoneda,  había sido una caja de caudales del Banco Central.
  
Más próximo a las manías del nostálgico que al del recolector de la memoria, Andy Warhol se paso más de veinte años coleccionando “detritus cotidianos” de su vida en cajas de cartón. Lo efímero del embalaje, que envuelve un sinfín de dibujos, entradas para conciertos, incluso “ropa de la madre de Andy Warhol”, se nos ocurren hoy como la obra más rematadamente conceptual de este artista del hambre metafísica que sólo quiso codearse con las celebridadades porque sabía perfectamente que una caja de detergente Brillo no es menos opaca ni menos biodegradable que la más rutilante y efímera celebridad. Entre 1964 y 1987, Warhol fue llenando hasta 617 cajas, fundamentalmente de papeles y cachivaches que, por acumulación, han conseguido erigirse en la más melancólica de las cápsulas de tiempo jamás construidas. Índice exhaustivo de la vida de Andrew Warhola, en un tiempo en que la metonimia y el índex  parecen haberse elevado a los altares de una estética de la contigüidad que soporta la memoria del sujeto mediante el objeto parcial que lo fetichiza, las cajas de Warhol son una extensión embalada del alma warholiana. Fuera las filmaciones tediosamente interminables, los ready mades, las polaroids y las serigrafías. Este es, después de wáter de Duchamp,  el segundo gran superobjeto del arte del siglo XX. Aquel que alegoriza la vida a base de pegarse a sus pliegues hasta la más abyecta y humanísima exudación.

Que sean más de 600 no es lo de menos. Una caja no arma un río, ni mucho menos si ese río es el del Leteo de nuestra frágil memoria. El Leteo del arte puede pasarse con unas Meninas, con un escalope abierto en canal, si se lo pinta como Rembrandt, o, llegada la ocasión, con un wáter del revés, pero no con una sola caja.

600 cajas son un Warhol alternativo que se pasea tembloroso por la orilla del tiempo y sabe que ese río que somos y que nos arrebata no se llena con una foto de Marilyn sino con esa tediosa letanía de papeles que ocuparon nuestras horas y fueron recibos de hipotecas, y billetes de tren, y recortes de periódico, y noches de hotel, y cartas de un amor inmarcesible y azul como este mar que hoy  se mece en un temblor extraño, como  si un comisario fabuloso hubiera decidido inventariar las olas, esta arena mojada, este fragor,  y enviar al futuro el oro de la tarde en la más prodigiosa de todas las cápsulas del tiempo.

© alonso y marful


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